DENTRO DE UNA LATA EN UN DÍA DE
ABRIL
Por Alecto
Yo iba en el camión como a las seis de la tarde, a la
mera hora en que aquello estaba hasta el gorro, hasta la madre, para que me
entiendas. No cabía nadie más, ni un palillo. Algunos se agarraban, como ya
sabes, de los pasamanos de las puertas o iban colgados de estas mientras el
chofer insistía en que nos acomodáramos en dos filas y que nos recorriéramos
para atrás. ¿Atrás de dónde? Éramos muchos, un chingo apretados en una lata con
un motor que nos calentaba como el sol, como la refracción de todos los objetos
calientes que nos rodeaban, como nuestros cuerpos que ardían, como los otros
autos, como toda la ciudad y el calentamiento global en un típico día de abril,
en plena primavera, con una alta temperatura que nos tenía en el mismo infierno –bueno, como uno se lo imagina. También el olor
apretaba pero bonito. Más de dos no se habían bañado, y a esa hora ya se les
habían juntado los mil olores del día y la invisible mugre de la ciudad que flota
en el aire embarrándonos la piel con su mierda de animales y gente. Ponle además
que a esa hora ya uno anda cansado y enfadado por el trabajo, el jefe, la
gente, la falta de sueño o por lo que haya hecho durante la jornada, y lo único
que quiere es llegar a su casa para cenar, ver la tele y dormirse. Con
cualquier cosita aquella lata de sardinas se desparramaría. En otras palabras,
quiero decir que el agua estaba lista para cocinar cualquier pollito.
Pues estando así las cosas, una gorda, un hipopótamo
con dos patas, de esas que estorban un chingo y que por eso ni siquiera
deberían salir a la calle porque atentan contra los demás al caminar por
cualquier lado con su cuerpote espantoso y guango, se subió al camión. Lo más
curioso fue cómo. Aprovechó que bajaron un par de chamacos empujando a los
colgados y se abrió paso con su bolón de grasa. Para variar llevaba, además,
una bolsa enorme, de acuerdo con su complexión, estorbosa y retacada quién sabe
de cuántas chivas, y a su hijo, un niño ya grandote, como de once o doce años,
con uniforme de secundaria y su respectiva mochila.
No sé cómo pudo lograrlo, pero se hizo un lugarcito a
la fuerza para ella y su retoñote. Algunos hicieron muecas de enfado, pero de
inmediato lo comprendieron. No había de otra más que agarrarse bien de los
tubos para no caerse o empujar de más a quien estaba cerca ante los enfrenones
del camión. Cuando la gorda intentaba recorrerse, el vehículo paró en seco y ella
no pudo evitar que la inercia la hiciera perder el equilibrio y, aunque
reaccionó rápidamente para no aplastar a unos cuantos, con el movimiento subió
de más la bolsa y la estrelló en plena cara de una mujer que iba sentada del
lado del pasillo. El golpe le zangoloteó la cabeza y le dio color a su piel pálida
de flaca enjuta y fea. Hasta ese momento nadie se había dado cuenta que existía
esa vieja mal encarada, madurona y estreñida que de inmediato protestó. La
gorda pidió disculpas, pero la flaca, como desquiciada, le comenzó a gritar de
todo, hasta de lo qué se iba a morir. La atención de los pasajeros fue atraída
por sus palabras –aún los que estaban platicando callaron para escuchar el
montón de insultos— que al principio no se entendían, pero que se fueron
explicando conforme aquella la agarraba contra la otra. Qué cómo se le
ocurría subirse a un camión con ese cuerpo de ballena y con esa bolsota, y que
por qué el niño no se quitaba de la espalda la mochila que tanto estorbaba; que
porqué no mejor tomaba un taxi para que cargara con sus petacotas; que no tenía
ninguna consideración por los demás, que no sabía cómo el chofer la había
dejado subir.
La gorda escuchaba calladita. Hacía como que no oía
los reproches y las ofensas de la flaca. Tampoco se podía cambiar de lugar, aunque
lo intentara. Su cuerpo estaba atorado, como los otros, en camino hacia la
puerta de atrás. Su cara estaba roja y sudada, me daba pena porque ya no sabía
dónde esconderse ni qué decir.
La flaca, por su parte, no le bajaba. Incluso le pedía
que respondiera:
--¿Qué nos vas a decir nada, pinche gorda?
Para ponerle más sabor al caldo, el tráfico se puso de
la chingada porque en el siguiente crucero, el más importante de esa calle, el
semáforo se había descompuesto y todos querían pasar primero. Así que ni para
atrás ni para adelante. Cuando nos movíamos íbamos como a un kilómetro por
hora. Y la loca que seguía gritando y no paraba de decir tonterías y tonterías.
Ya hasta le reprochaba que trajera al adolescente, que porque no lo mandaba a
una escuela que estuviera cerca de su casa, que seguramente lo tenía que estar
cuidando como si se lo fueran a robar, que quién lo iba a querer con lo gordo
que estaba, iba que volaba para estar como ella porque seguramente le daba de
comer como marrano.
Una señora que estaba atrás ya no pudo soportar más y
se aventó la bronca de callar a la flaca.
--¡Ya cállese, señora! –le gritó.
Como reacción, la flaca dijo que a ella nadie la
callaba y menos una vieja estúpida, porque tenía derecho de hablar todo lo que
quisiera, que por eso vivíamos en un país libre, y que era bien fácil decir que
se callara, como a ella no le habían pegado.
Pensé que después de esto la flaca se callaría. Pero
nada, siguió insultando a todos. El chofer, como ya también estaba alterado con
el escándalo, pidió a la flaca que se calmara, que había sido un accidente, que
esto pasaba porque ya éramos muchos en la ciudad, que si no le gustaba que se
bajara y esperara el camión exclusivo para las mujeres.
No lo hubiera dicho. La flaca aprovechó la ocasión
para protestar por el servicio. Desde el estado que guardaban los camiones
hasta de los choferes y sus madres, quienes habían parido, por desgracia, a
puros idiotas.
Todos esperábamos que el operador la acuchillara, pero
sólo amenazó con bajarla, si no se callaba.
Precisamente, en ese momento tuvo que frenar otra vez de
repente y para mala suerte de la gorda tocó un poco a la flaca. Pero eso fue
suficiente para que la flaca se parara y, con la ventaja de ser alta y fuerte, comenzará
a cachetear a la gorda, que con una mano trataba de impedirlo.
--Ya, viejas chismosas –alguien comenzó a gritar y la
protesta y la rechifla se generalizó.
--Órales, órales, fififiúuu, fififiúuu
--Las voy a bajar, esténse quietas –dijo el chofer.
--¡Es la flaca, es la flaca, a ella hay que bajarla!
--¡Sí, bajen a la flaca!
Y como pudimos bajamos a la flaca para tranquilidad del
pasaje y de la gorda, que en el percance había resultado con algunos arañazos,
estaba despeinada, con las cachetotes bien colorados y llorando igual que su
hijo.
La flaca quiso subirse, pero no vio la forma. Además de que
el apretón volvió a compactarse, los que estaban en la puerta no la dejaban ni
siquiera acercarse. Entonces se dedicó a insultar a la gente que estaba arriba
del camión, pero principalmente a la gorda, a quien le decía:
--Pero ya verás cuando te bajes. Te voy a partir la
madre.
Como el camión iba muy despacio, la flaca nos seguía
persiguiendo. Y la gorda estaba llorando porque únicamente faltaban dos cuadras
para que se bajara y la flaca la alcanzaría.
--Me tengo que bajar, ya se me hizo bien tarde.
--Llame a la policía –le sugirieron.
--De aquí a que viene.
--Tome un taxi.
--Pero si de allí donde me voy a bajar, estoy a media
cuadra de mi casa.
El camión seguía despacio y la flaca persiguiéndonos. Adentro
la expectativa era generalizada.
Llegamos al semáforo y tuvimos una esperanza, cuando
se puso el verde, el camión pudo arrancar con fuerza y avanzar casi hasta donde,
al parecer, bajaría la gorda, pero nuevamente el tráfico lo detuvo. La flaca
había quedado atrás y esto le daría una ventaja a la gorda. Pero faltaba
una cuadra.
--Bájese de una vez y se echa a correr –le
aconsejaron.
La gorda aprovechó la sugerencia y el apoyo que le
dieron para bajar de prisa; sin embargo, al intentar correr le ganó la
desesperación y el peso, y cayó al suelo. Mientras su hijo la ayudaba a
levantarse, la flaca acortaba la distancia como velocista olímpica y ya estaba a
sólo a unos metros de la gorda cuando los que estaban en la puerta de adelante ayudaron
a la pareja a subir de nuevo. La flaca, por su parte, fue más rápida que el
chofer y más fuerte que los pasajeros de ese lado, y alcanzó a entrar por la
puerta de atrás antes de que se cerrara.
Entonces ayudamos a la gorda a bajarse otra vez y la
vimos caminar hacia su casa, aprisa y cojeando un poco, mientras el chofer
mantenía cerrada la puerta trasera y la flaca permanecía dentro del camión, sin
poder moverse, apretada en aquella lata que rodaba lenta hacia Tulyehualco, a
las seis y media de la tarde de un día de abril.
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