sábado, 10 de marzo de 2012

Nueva REALIDADES Y FICCIONES - Revista literaria (8)


Nueva REALIDADES Y FICCIONES - Revista literaria (8)

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REALIDADES Y FICCIONES
–Revista Literaria
Nº 8 – Marzo de 2012 – Año III 
ISSN 2250-4281
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Sumario:

Poesía (Luis Benítez)
• La poesía de Fahredin Shehu.
• Su poema Así habló Tamara. Biografía y bibliografía del autor.

Narrativa (Héctor Zabala)
(en los tres casos: biografía y bibliografía de los autores)
• Un jinete en el cielo, de Ambrose Bierce. Cuento y análisis.
• El verdugo, de Arthur Koestler. Cuento y análisis.
 Juliano, el apóstata, de Gore Vidal. Reseña.

Ensayo (Gustavo Flores Quelopana)
• El naufragio de la educación como arte y ciencia en la sociedad cosificada.
• Currículo y bibliografía del ensayista.

Y algo más… (Héctor Zabala)
• La Ilíada, ¿mito o realidad? – Primera Parte.



LA POESÍA DE FAHREDIN SHEHU

Introducción y traducción de Luis Benítez ©
Ampliamente conocido en Europa del Este y asimismo traducido a diversas lenguas, tanto del Viejo Mundo como de América, Fahredin Shehu es un notable exponente de la poesía contemporánea que ha merecido trasponer las fronteras de su país, Kosovo. Siendo poco difundida en nuestro medio la poesía proveniente de Europa Oriental, es interesante para el lector adentrarse en ella a través de uno de sus mejores ejemplos.
El poema seleccionado para traducirlo de su versión inglesa, titulado “Así habló Tamara”, exhibe reminiscencias de Walt Whitman –por la amplitud de su abarcamiento y el tono a veces bíblico de sus versos– que se combinan con matices de trascendentalismo sin duda provenientes de la formación universitaria de su autor, como podrán apreciar los lectores en la breve biografía que adjuntamos al texto del poema.


ASÍ HABLÓ TAMARA
de Fahredin Shehu ©

He pulido los ojos del niño sufriente
Eliminando las capas vaporosas de su visión
Para ver los dientes brillantes, mientras sonrío,
Y el latente y bien oculto planeta de odio en mi alma

He lavado la estratósfera de desastres
Sus padres depositados cuidadosamente en su ser
Con lágrimas de amor impregnadas
He quitado todas las membranas de espíritu contaminado

Le concedí una sonrisa a una rana
Y un beso al jade silencioso

Filtré el rocío del pétalo de la rosa blanca
Y conté los rubíes de la granada madura

He plantado todo tipo de frutas
Y creado un parque de juego para todos nosotros
Usted puede llamarlo un huerto
Usted puede llamarlo la plantación del recién nacido del amor

Pero conozco su Tachyon-IC [1] del suelo
Donde sólo el amor puede plantar su semilla

He adaptado un vestido color de esmeralda
Y lo perfumé con ámbar para que todos los niños lo usen
Les di de comer a todos los estómagos [2]

Con la luz deslumbrante de mi alma
Para hacerlos transparentes
Para que sean iluminados

He creado el ejército de la sonrisa
Y convoqué a todos los expertos para desmantelar la maquinaria de odio
En los campos de la sinfonía de la luz
En el sagrado momento de la eternidad

He abrazado a todos los niños, visibles e invisibles
Y regocijado su felicidad

He aplastado todas las armas
Que humanos y demonios han creado
Y así convertida en polvo cada una de ellas,
Una sonrisa dio a luz al amor


Notas del traductor:
[1] Teóricamente, se trata de una partícula subatómica que se mueve siempre más rápidamente que la luz.
[2] El autor dice, en el original inglés: “I feed every stomach”, lo que se puede traducir literalmente como “le di de comer a cada estómago”; mas en español esta última palabra puede sonar chocante y lejana del estilo empleado por el poeta hasta aquí. Por ello he preferido la versión presente.


Sobre el autor
Fahredin Shehu es un poeta nacido en Rahovec, al sudeste de Kosovo, en 1972. Se graduó en Estudios Orientales en Prishtina University, obtuvo un master en Literatura, y se doctoró en Estética Sacra.
Obra publicada: Nun (poemas místicos, 1996, edición del autor); Invisible plurality (poemas en prosa, 2000, edición del autor); Nektarina (novela, 2004, Ed. Rozafa Prishtinë - Project of Ministry of Culture Sport and Youth of Kosova); Elemental 99(cuentos cortos, 2006, Ed. Center for Positive Thinking, Prishinë); Kun (líricas trascendentales, 2007, Ed. Logos-A, Skopje, Macedonia); Dismantle of Hate(libro electrónico, 2010, Ronin Press, Londres) y Crystaline Echoes (poesía, edición en papel y como libro electrónico, 2011, Corpos Editora, Madeira, Portugal).
Asimismo, ha publicado sus trabajos creativos y de crítica literaria en numerosas revistas, en Hong Kong, Kosovo, Bosnia y Herzegovina, Albania, Serbia, Turquía, Estados Unidos, China, Chile, Suecia, Bélgica, Grecia, Rumania, Brasil, Irlanda, Inglaterra, Francia, Suiza, España, Noruega, Portugal y Argentina. Obras suyas fueron traducidas al inglés, francés, italiano, serbio, croata, bosnio, macedonio, rumano, sueco, turco, árabe y persa. Es miembro del Comité de Publicaciones y Edición del Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes de Kosovo; del PEN Club Center de Kosovo y Director Ejecutivo del Centro para la Promoción del Diálogo Intercultural “OXOR”. Se desempeña en la administración de la radio y la televisión en Kosovo.



UN JINETE EN EL CIELO [1]
de Ambrose Bierce ©

Capítulo I
Cierta tarde de sol en el otoño de 1861, un soldado se encontraba tendido bajo un monte de laurel junto al camino, en el oeste de Virginia. Echado largo a largo sobre el estómago, sus pies descansando sobre la punta de los dedos y la cabeza apoyada en el antebrazo izquierdo, mantenía flojamente el rifle bajo la mano derecha. A no ser por la posición algo metódica de sus piernas y un ligero movimiento rítmico de la cartuchera en la parte de atrás del cinturón, se hubiera pensado que estaba muerto. Pero no, él sólo dormía en su puesto de guardia. Aunque de haber sido descubierto, muy pronto lo habría estado, ya que la muerte hubiera sido el castigo justo y legal de su crimen.
El monte de laurel, en el que semejante criminal permanecía echado, estaba en el recodo de un camino que, luego de ascender por una cuesta escarpada hacia el sur, se volvía abruptamente hacia el oeste, corriendo por la cumbre unas cien yardas. Desde allí volvía de nuevo al sur y zigzagueaba monte abajo a través del bosque. En el saliente del segundo recodo había una gran roca lisa, proyectada hacia el norte, que dominaba el profundo valle desde donde subía el camino. La roca era el remate de una altísima barranca: de arrojarse una piedra desde el borde, caería a pico más de mil pies [2] hasta la copa de los pinos. El recodo donde estaba el soldado se encontraba en otro risco de la misma barranca. Si hubiera estado despierto habría visto no sólo el breve brazo del camino y la roca saliente, sino además el perfil entero del barranco allá abajo, tan profundo como para enfermarlo de vértigo.
La región estaba cubierta de bosques, excepto en el fondo del valle, hacia el norte, donde un arroyo apenas visible desde el otro extremo surcaba un pequeño prado natural. Este prado apenas parecía más grande que un patio cualquiera, pero en realidad medía varios acres. Su verdor era más vivo que el del bosque circundante, detrás del cual se levantaba una línea de gigantescos barrancos, similares a los que suponemos pisar en este examen del paisaje, y por el cual el camino había ascendido de algún modo hasta la cumbre. La forma del valle, en verdad, era tal que desde este punto de observación parecía enteramente cerrado, y uno no podía menos que preguntarse cómo podía el camino, que había encontrado una salida, haber siquiera entrado. O de dónde venían y hacia dónde iban las aguas del arroyo que cruzaba aquel prado más de mil pies allá abajo.
No hay región tan abrupta e inhóspita que los hombres no puedan convertirla en teatro de guerra. En el bosque, al fondo de aquella ratonera militar donde medio centenar de hombres [3] que dominaran sus salidas podrían hacer morir de hambre a todo un ejército, aguardaban escondidos cinco regimientos federales de infantería. Habían marchado toda la jornada y la noche anterior, y ahora descansaban. Al anochecer retomarían el camino, subiendo hasta el lugar en que dormía el desleal centinela, y bajando por la otra pendiente de la quebrada, caerían sobre el campo enemigo cerca de la medianoche. Su esperanza estaba puesta en la sorpresa, pues el camino conducía hasta la retaguardia adversaria. En caso de fracasar, su posición sería en extremo peligrosa; y con seguridad fracasarían de mediar un accidente o si el enemigo se enterara del movimiento de tropas a través de un espía.

Capítulo II
El durmiente centinela del monte de laurel era un joven virginiano llamado Carter Druse. Hijo único de una familia pudiente, había conocido tanto ocio y educación y buena vida como lo permitía el refinamiento y la riqueza en una zona montañosa del oeste de Virginia. Su casa quedaba a pocas millas de donde ahora se encontraba. Una mañana se había levantado de la mesa, después del desayuno, y había dicho, con voz tranquila pero grave:
–Padre, un regimiento de la Unión ha llegado a Grafton [4]. Voy a unirme a él.
El padre levantó la leonina cabeza, miró al hijo un momento en silencio y respondió:
–Bien, márchese, señor, y pase lo que pase, haga lo que considere su deber. Virginia, a quien traiciona, seguirá adelante sin usted. Si ambos llegamos vivos al final de la guerra, volveremos a hablar del asunto. Su madre, como el médico ya le ha informado a usted, se encuentra en estado crítico; en el mejor de los casos no estará con nosotros más que unas pocas semanas, así que ese tiempo es precioso. Será mejor no molestarla.
Así, Carter Druse, inclinándose reverentemente ante su padre –quien respondió al saludo con una cortesía solemne que ocultaba un corazón roto– abandonó el hogar de su niñez para enrolarse. Por conciencia y coraje, por celo y osadía, pronto fue apreciado por camaradas y oficiales. Y debido a estas cualidades y a algún conocimiento que tenía de la región, se lo había elegido para este peligroso puesto en la extrema avanzada. Sin embargo, la fatiga pudo más que su voluntad y se quedó dormido. ¿Qué ángel, bueno o malo vino luego en el sueño a sacarlo de su estado de culpa criminal?, ¿quién podría decirlo? Sin siquiera un movimiento, sin un ruido, en el profundo silencio y languidez del crepúsculo, algún mensajero invisible del destino tocó con dedos liberadores los ojos de su conciencia, susurró al oído de su espíritu la palabra misteriosa que tiene el don de despertar y que nunca labio humano pronunció ni memoria humana jamás ha recordado. Lentamente despegó la cabeza de los brazos y miró por entre la máscara de tallos de laureles, cerrando instintivamente la mano derecha sobre la culata del rifle.
La primera sensación fue un vivo deleite artístico. Sobre un colosal pedestal, el barranco, inmóvil al borde de la roca saliente y nítidamente recortada contra el cielo, había una estatua ecuestre de impresionante dignidad. Era la figura del hombre montada sobre la del caballo, erguida y marcial, pero con la calma de un dios griego tallado en mármol que petrifica todo movimiento. El traje gris armonizaba con el fondo etéreo [5]; el metal de su atavío y el jaez de la cabalgadura estaban mitigados por la sombra; el pelaje del corcel no tenía puntos brillantes. Una carabina insólitamente recortada descansaba sobre el pomo de la silla, mantenida en su lugar gracias a la mano diestra que la aferraba con el puño, mientras la izquierda, que mantenía las riendas, quedaba oculta. Recortado contra el cielo, el perfil del caballo parecía tallado con la agudeza de un camafeo; a través de las alturas, miraba de frente más allá de los barrancos. La cara del jinete, apenas vuelta, mostraba solamente el contorno de la sien y de la barba: estaba observando hacia abajo, hacia el fondo del valle. Magnificada por su elevación contra el cielo y por la formidable sensación que causaba en el soldado la proximidad de un enemigo, la estatua parecía de un tamaño heroico, casi colosal.
Por un instante, Druse tuvo la extraña sensación de que había dormido hasta el final de la guerra, y que ahora estaba contemplando una noble obra de arte, erigida allí para conmemorar los hechos de un pasado heroico del que él había cumplido una cuota poco gloriosa. Pero un ligero movimiento del grupo quebró el hechizo: el caballo, sin mover las patas, había retrocedido ligeramente del borde del abismo; el hombre permanecía inmóvil como antes. Despierto del todo y consciente de la gravedad del momento, Druse llevó la culata del rifle contra la mejilla, avanzando cautelosamente el caño entre los arbustos; amartilló el arma, y observando por la mira cubrió un punto vital en el pecho del jinete. Un toque en el gatillo y todo habría ido bien para Carter Druse. En ese instante, el jinete volvió el rostro en la dirección de su oculto antagonista. Parecía estar examinando, a través del follaje, la cara misma, los ojos, su corazón bravo y compasivo.
¿Es entonces tan terrible matar en la guerra a un enemigo –un enemigo que ha sorprendido un secreto vital para la propia seguridad y la de nuestros camaradas–, un enemigo más formidable por lo que sabe, que todo su ejército por la multitud de combatientes? Carter Druse palideció, le temblaron los miembros, se tornó débil y vio al grupo estatuario ante él como figuras negras, subiendo, bajando, moviéndose inseguras en arcos de círculos en un cielo de fuego. Su mano soltó el arma, la cabeza cayó lentamente hasta dar de cara entre las hojas. Este corajudo caballero y duro soldado estaba a punto de desmayarse por la intensidad de la emoción.
No fue por mucho tiempo; un instante después irguió la cabeza, las manos retomaron su lugar en el rifle, el dedo índice buscó el gatillo; la mente, el corazón y los ojos estaban claros; sanas, la razón y la conciencia. No podía pensar en capturar a ese enemigo y alarmarlo equivalía a ponerlo de un golpe en el campamento sureño con las fatales noticias. Su deber de soldado era sencillo: debía matar al hombre por sorpresa. Sin previo aviso, sin un instante de preparación espiritual, sin siquiera una plegaria, debía enviarlo a saldar sus cuentas. Pero no: hay una esperanza; quizá no ha descubierto nada, quizá no hace más que admirar la majestad del paisaje. Si se lo permite, acaso dé media vuelta y cabalgue despreocupado hacia el lugar de donde vino. Seguramente se podrá juzgar si sabe algo en el momento preciso en que se marche. Bien podría ser que la fijeza de su atención... Druse volteó la cabeza y miró hacia abajo, como desde la superficie hacia el fondo de un mar transparente. Vio serpenteando a través del verde prado una sinuosa fila de hombres y caballos: ¡algún oficial estúpido estaba permitiendo que los soldados de su escuadrón abrevaran los caballos a campo abierto, bien visibles desde una docena de montañas!
Druse apartó sus ojos del valle y los fijó de nuevo en el grupo de hombre y caballo recortados contra el cielo, y de nuevo aplicó su ojo a la mira del rifle. Pero esta vez apuntaba al caballo. En su memoria, como si se tratara de un mandato divino, sonaban las palabras de su padre en el momento de partir: “Pase lo que pase, haga lo que considere su deber”. Ahora estaba tranquilo. Los dientes apretados con firmeza pero sin rigidez, los nervios tan calmos como los de un bebé dormido, ningún temblor en su cuerpo. La respiración, aunque contenida en el momento de apuntar, era regular y lenta. El deber había vencido. El espíritu le había ordenado al cuerpo: “Calma, no te muevas.” Hizo fuego.

Capítulo III  [6]
Un oficial de las fuerzas federales, en espíritu de aventura o en busca de experiencia, había dejado el vivac escondido en el valle, y con los pies sin rumbo se había abierto camino hasta el borde de un pequeño espacio abierto, cercano al pie del barranco. Meditaba en lo que podía ganar, de aventurarse más lejos en la exploración. A un cuarto de milla adelante, aunque parecía a un tiro de piedra, se elevaba desde su franja de pinos la cara gigantesca de la roca, remontándose a tanta altura sobre él, que le producía vértigo alzar la vista hacia donde su borde recortaba una línea clara, abrupta contra el cielo. Esto presentaba un perfil limpio, vertical, contra un fondo de cielo azul hasta casi la mitad y de colinas distantes apenas más pálidas desde allí hasta la copa de los árboles que estaban en su base. Al levantar los ojos hacia la vertiginosa altura, el oficial vio una escena pasmosa: ¡un jinete cabalgando valle abajo por el aire!
El jinete iba rígidamente erguido, de manera marcial, firme en la silla, y apretando con fuerza las riendas para contener la impetuosa zambullida del corcel. En su cabeza descubierta flotaba ondulante el largo pelo, cual penacho. Las manos, ocultas en la nube de crin levantada del caballo. El cuerpo del animal iba tan horizontal como si cada golpe de los cascos encontrase la resistencia del suelo. Los movimientos parecían los de un galope desbocado, con todas las patas del caballo estiradas hacia adelante como en el caso de completar un salto, aunque cesaron apenas el oficial miró, ¡pero esto era un vuelo!
Preso de terror y asombro por esta aparición de un jinete en el cielo –casi creyéndose el escriba elegido de algún nuevo Apocalipsis–, el oficial fue superado por la intensidad de las emociones: las piernas lo traicionaron y se fue al suelo. Casi al mismo tiempo oyó un estruendo en los árboles –un sonido que murió sin eco– y después todo quedó en silencio
El oficial se alzó sobre las piernas, temblando. La sensación familiar de una canilla contusa [7] le devolvió las aturdidas facultades. Esforzándose, corrió rápida y oblicuamente desde el barranco hasta un punto distante de su base: esperaba allí encontrar a su hombre, y allí naturalmente fracasó. En lo fugaz de la visión, la aparente intención, gracia y elegancia del portentoso hecho había influido tanto sobre su mente que no se le ocurrió que la marcha de la caballería aérea había de ser directamente a pique y que podía encontrar los objetos de su búsqueda en el mismo fondo del barranco. Media hora después regresó al campamento.
El oficial no era tonto; demasiado discreto como para contar una verdad increíble, nada dijo de lo que había visto. Pero cuando el comandante le preguntó si en su reconocimiento había aprendido alguna cosa de provecho para la expedición, respondió:
–Sí, señor, que no hay ningún camino que descienda al valle por el sur.
El comandante, mucho más al tanto, sonrió con discreción.

Capítulo IV
Después de disparar, el soldado Carter Druse volvió a cargar el rifle y siguió vigilando. Apenas diez minutos habían transcurrido cuando un sargento federal se deslizó cautelosamente hacia él, arrastrándose sobre manos y rodillas. Druse no volvió la cabeza ni lo miró; permaneció quieto, como si no lo hubiera notado.
–¿Usted hizo fuego? –susurró el sargento.
–Sí.
–¿A qué?
–A un caballo. Estaba parado sobre aquella roca, bastante lejos. Ya ve que no está más. Se despeñó por el barranco.
La cara del hombre estaba blanca, pero no mostraba signo alguno de emoción. Habiendo respondido, volvió los ojos y no dijo más. El sargento no entendía.
–Mire, Druse –dijo, tras un momento de silencio–, de nada sirve hacer de esto un misterio. Le ordeno dar parte. ¿Había alguien sobre el caballo?
–Sí.
–¿Y bien...?
–Mi padre.
El sargento se puso de pie para marcharse. “¡Dios Santo!”, exclamó.

Notas de Héctor Zabala:
[1] En el original: A Horseman in the Sky (1889).
[2] Más de mil pies: es decir que el precipicio superaba los trescientos metros.
[3] El lector encontrará en algunas traducciones la frase errónea “quinientos hombres”, pero el original inglés dice claramente “half a hundred men”, es decir medio centenar de hombres.
[4] Grafton es un pueblo del condado de Taylor en la Virginia Occidental (West Virginia).
[5] Los confederados o sureños usaban uniforme gris, en contraste con los norteños cuya vestimenta era azul.
[6] En este capítulo, el narrador muestra una cara curiosa de la guerra: cómo la tensión y el continuo diálogo con la muerte suelen provocar terror místico, aun en oficiales veteranos. Así, la figura de un jinete lanzado al vacío induce en la mente del oficial norteño (que observa desde abajo) una sensación de vuelo, una especie de visión apocalíptica, pues nos recuerda a los famosos jinetes del libro bíblico de cierre. La turbación del oficial es tan grande que incluso decide no informarlo a sus superiores por temor al ridículo.
[7] Algunas versiones traducen “abraded shin” como canilla dislocada, pero he preferido canilla contusa (o dañada), porque la palabra dislocar implicaría una articulación. Se llama canilla a los huesos largos, en especial a la tibia y aún más específicamente a su borde delantero.


ANÁLISIS DEL CUENTO “EL JINETE EN EL CIELO”
por Héctor Zabala ©

Ambrose Bierce describía las batallas con la crudeza de alguien que las había sufrido. Este notable escritor no regalaba los oídos de nadie: ni de un público, ávido de heroísmos, ni de gobiernos proclives a mostrar la supuesta faceta amable de lo bélico, ni de políticos militaristas prontos a justificar la fuerza por cualquier motivo. Su visión de la guerra fue siempre de un realismo trágico, severo, duro, incluso aunque se tratase de obras de ficción.

CUESTIONES TÉCNICAS
El autor da ciertos detalles casternses que hacen muy creíble su obra. Entre otros:
• En el primer párrafo, pese a estar dormido, el centinela se halla en posición de cuerpo a tierra y el autor hace hincapié en la forma metódica en que está colocado. En efecto, en esta postura la disposición de las piernas es básica, especialmente la de los talones que no deben sobresalir demasiado del suelo para no servir de blanco a las balas enemigas.
• La pena de muerte para el centinela que no cumple con su deber es un hecho cierto. Ya en los ejércitos de la antigüedad, se la aplicaba como regla básica a quienes se dormían o abandonaban su puesto.
• El pelaje del caballo del jinete sureño sugiere una elección premeditada y muy acorde a su función. En general, a cierta distancia lo opaco pasa más desapercibido o camuflado que lo brillante; máxime en un explorador cuya actividad de reconocimiento lo expone mucho más que a cualquier otro soldado.
• Aunque se califica a la carabina recortada de insólita, en realidad justamente por esto solía ser práctica como arma de defensa personal, tanto para disparar desde un caballo como para disimularla; en especial para un jinete explorador cuya misión no consiste en ir a matar enemigos sino en descubrir la posición adversaria sin ser descubierto a su vez.

LAS DOS HISTORIAS DEL CUENTO
Aquí, Bierce no relata una batalla, ni siquiera un combate, simplemente se refiere a una escaramuza entre un centinela de los federales y un explorador de los sureños. [1]
Su pluma es ágil pese a que describe cuidadosamente la topografía del terreno y muestra con cierto detalle la difícil situación de ambos bandos en un valle cuasi cerrado, al que califica de ratonera militar.
Escondido en un bosque hacia el norte del valle y dispuesto a caer por sorpresa sobre la retaguardia sureña en una operación no exenta de riesgos, el ejército norteño sitúa a un centinela en un lugar elevado. Desde este punto estratégico, el vigía puede dominar todo ese valle boscoso y encajonado hasta tanto se complete la operación de ataque. El ejército sureño se encontraría hacia el sur del mismo valle. Pero…

La historia evidente para el lector.
El centinela se queda dormido, delito que implicaría la muerte, pero despierta justo a tiempo para contemplar la figura de un jinete enemigo atisbando el valle en disputa. Bierce no nos revela enseguida las razones del centinela para no dispararle de inmediato y juega tanto con las dudas del vigía así como con la tensión del momento. El lector puede suponer entretanto que se trata de un impedimento táctico (vgr. la posible cercanía del campamento enemigo o de otros exploradores cercanos) o de la incertidumbre de errar el tiro, lo que haría que el jinete corriera de inmediato a dar aviso de la presencia de un ejército confederado.
Pero al fin el centinela norteño hace fuego. Y jinete y corcel son lanzados al precipicio tras una bala dirigida al caballo. El “vuelo” es visto por un oficial de los federales que se encuentra en el valle y oído por el sargento de guardia.

La historia oculta para el lector.
A priori, sería insólito imaginar un posible cargo de conciencia de parte del centinela por dispararle al jinete. Y sin embargo es así, al final del cuento se revela el porqué de la indecisión: el jinete enemigo era su propio padre.

Haciendo gala de prolijidad y tensión narrativas, Ambrose Bierce nos va dejandovarios indicios a medida que avanza en el relato:

1) Indicios sobre la probabilidad de que ambos (padre e hijo) se encontraran en una escaramuza:
1.1) El padre del centinela se había alistado, como era natural, en el ejército confederado (sureño) por ser ciudadano de Virginia. Días antes había sufrido un disgusto por la decisión de su hijo de enrolarse en el ejército contrario o atacante, el de la Unión.
1.2) Enojado o decepcionado, el padre le había dicho: “si ambos llegamos vivos al final de la guerra, volveremos a hablar del asunto”.
1.3) Ambos eran oriundos de la zona, lo que tornaba muy alta la probabilidad de que fueran destinados como avanzadas de reconocimiento en sus respectivas unidades.
Incluso, respecto del hijo se dice: “…su casa quedaba a pocas millas de donde ahora se encontraba”. Y un poco más adelante: “…debido a estas cualidades y a algún conocimiento que tenía de la región, se lo había elegido para este peligroso puesto en la extrema avanzada”.
Todo esto era igualmente válido en el caso del padre. Por ende, un indeseable enfrentamiento militar entre ambos era también muy probable.

2) Indicios de una relación de jerarquía entre el centinela y el jinete:
2.1) “…inmóvil al borde de la roca saliente y nítidamente recortada contra el cielo, había una estatua ecuestre de impresionante dignidad. Era la figura del hombre montada sobre la del caballo, erguida y marcial, pero con la calma de un dios griego tallado en mármol que petrifica todo movimiento…”.
El centinela ve en el jinete adversario a alguien que merece un respeto reverencial. Todavía no sabe que es su padre pero su figura ya le inspira admiración y temor. En aquellos tiempos, un padre inspiraba tales sentimientos. Prueba de esto lo da la propia narración, apenas un párrafo antes: “…inclinándose reverentemente ante su padre –quien respondió al saludo con una cortesía solemne que ocultaba un corazón roto– abandonó el hogar de su niñez para enrolarse.” Y esta sumisión subsistía pese a que acababa de ser maltratado de palabra: “…haga lo que considere su deber. Virginia, a quien traiciona, seguirá adelante sin usted.”
2.2) “...Magnificada por su elevación contra el cielo y por la formidable sensación que causaba en el soldado la proximidad de un enemigo, la estatua parecía de un tamaño heroico, casi colosal.”
El hijo ve en el jinete a un ser superior, digno de erigírsele una estatua. A esto contribuye su propia posición de cuerpo a tierra (rastrera, diríamos), en contraste con la hidalga, casi aristocrática, del padre montado en el caballo sobre el risco cercano.
2.3) Esto condice también con alguna frase suelta del capítulo II, como por ejemplo: “El padre levantó la leonina cabeza…”, sugiriendo que el padre del vigía era una especie de rey en su casa; tomado a la ligera, el lector puede suponer de que sólo se trata de una costumbre personal de cortarse el pelo o de una moda de la época. Por ende, es notable la habilidad del autor para colocar detalles “como al pasar”, que dicen mucho más de lo que en un principio se piensa. Esto, indudablemente, hace de Bierce un gran escritor.

3) Indicios de que el accionar del centinela no resultará en un acto glorioso sino en una especie de crimen o de culpa imborrable:
3.1) El narrador indica al final del primer párrafo que el centinela al dormirse estaba cometiendo un crimen pasible de pena de muerte. Y acto seguido se refiere a él como un criminal. Es necesario decir que en varias traducciones castellanas se omite esta palabra (“criminal”) del segundo párrafo, fundamental como indicio, ya que preanuncia un crimen aún mayor. Incluso más tarde (en el capítulo II), se habla de un estado de culpa o crimen (en inglés, his state of crime) en referencia a quedarse dormido aunque quizá también prefigurando otro crimen futuro.
3.2) El vigía está “…tendido bajo un monte de laurel” y más adelante se agrega que “…miró por entre la máscara de tallos de laureles”. [2]
Estas expresiones se pueden tomar como ironías ya que el laurel es un símbolo de gloria y el centinela estaba rodeado de laureles por todos lados; como quien dice, casi “coronado de laureles”. También se lo podría interpretar como que se durmió en los laureles, cosa que hizo de manera literal y no sólo a modo de metáfora [3]. En todo caso, por sus actitudes no sería merecedor de los honores que simboliza el laurel.
3.3) En un momento dado, el centinela tiene la sensación de ver en el jinete una estatua, una estatua levantada como “…para conmemorar los hechos de un pasado heroico del que él había cumplido una cuota poco gloriosa”. Esto es como un preanuncio de que el centinela no hará nada demasiado destacable en esa guerra, al menos nada que él mismo considere bueno, heroico o glorioso.
3.4) La manera entre indiferente y evasiva con la que responde al sargento (antes de revelarle quién era el jinete) denota que el propio centinela odiaba lo que había hecho.

4) Indicios de que en la escaramuza jinete-centinela sucede algo extraño:
4.1) Al principio, el vigía tiene clara intención de hacer fuego. A mitad del capítulo II, se dice: “…observando por la mira cubrió un punto vital en el pecho del jinete. Un toque en el gatillo y todo habría ido bien para Carter Druse.”
Pero, ¿por qué el narrador dice que todo le hubiera ido bien? Muy sencillo: porque la violencia del disparo, casi con seguridad, hubiera lanzado al jinete al fondo del precipicio sin que el centinela pudiera enterarse jamás de quien se trataba.
4.2) Pero “…en ese instante, el jinete volvió el rostro en la dirección de su oculto antagonista…” A partir de este detalle, el vigía cae en la indecisión. Y luego se agrega que el jinete “…parecía estar examinando, a través del follaje, la cara misma, los ojos, su corazón bravo y compasivo”.
Aquí la pregunta clave sería: ¿por qué un duro soldado, que debía vigilar el valle y el camino, tendría un corazón compasivo con un enemigo peligroso, capaz de descubrir al propio ejército, hasta entonces oculto?
Y enseguida el relato muestra que la confusión del centinela sigue en aumento, pues termina haciéndose preguntas inapropiadas para un soldado entrenado, y encima en situación personal de peligro inminente. Preguntas inapropiadas tales como: “¿Es entonces tan terrible matar en la guerra a un enemigo –un enemigo que ha sorprendido un secreto vital para la propia seguridad y la de nuestros camaradas…?” El asunto se pone cada vez más difícil: “Carter Druse palideció, le temblaron los miembros, se tornó débil…” Y no conforme con esto, el texto sigue creando tensión e incrementando las dudas de los lectores al decir: “Este corajudo caballero y duro soldado estaba a punto de desmayarse por la intensidad de la emoción.” Evidentemente, pasaba algo raro.
4.3) La actitud indecisa del centinela presenta detalles confusos en una primera lectura. Por un lado se afirma: “No podía pensar en capturar a ese enemigo y alarmarlo equivalía a ponerlo de un golpe en el campamento sureño con las fatales noticias. Su deber de soldado era sencillo: debía matar al hombre por sorpresa…”
Pero en oposición a esta lógica, se agrega a modo de monólogo interior del vigía: “Pero no: hay una esperanza; quizá no ha descubierto nada, quizá no hace más que admirar la majestad del paisaje”. Aquí las preguntas claves serían: ¿por qué el centinela se diría a sí mismo que hay una esperanza?, ¿por qué un rudo soldado, que además se enroló voluntariamente, tendría miramientos con un simple enemigo?
4.4) Finalmente, el vigía se decide a actuar cuando comprende que no tiene otra alternativa: el explorador sureño había descubierto movimientos de tropas norteñas en un pequeño prado al fondo del valle.
4.5) Sin embargo, el centinela cambia el objetivo: ahora no apunta al pecho del jinete sino directamente al caballo. Esto debe entenderse como una autodefensa psicológica del personaje: en su desesperación no quiere cometer parricidio directo (si bien por las consecuencias del disparo, sabe que lo cometerá) y prefiere dispararle al caballo para que éste se despeñe arrastrando al jinete en su caída.
Pero todos estos pruritos y dudas del centinela se comprenden recién al final del cuento, cuando queda revelada la identidad del jinete.

TRASFONDO PSICOLÓGICO
Alguien podría decir que se trata de una versión siglo XIX del complejo de Edipo: disputa padre-hijo por la madre (encima, hijo único) que termina con un parricidio. Y Freud chocho. Pero entiendo que no es así de fácil, porque Carter Druse no desea matar a su padre; y cuando lo hace, no le resulta para nada grato.
En principio, no se puede ver en las siguientes palabras del padre un pretexto de alejar al hijo por simples celos: “Su madre, como el médico ya le ha informado a usted, se encuentra en estado crítico; en el mejor de los casos no estará con nosotros más que unas pocas semanas, así que ese tiempo es precioso. Será mejor no molestarla.”
No, el problema era real, la madre estaba moribunda y era lógico, humanitario, que el marido no quisiera imponerle a su mujer una angustia mayor: ver que el único hijo de sus entrañas se plegaba a los enemigos de paisanos, parientes, vecinos y amigos. El pedido (o mandato) paterno tiene entonces un fundamento irrebatible: evitarle a la esposa la vergüenza de saberse madre de un traidor. No hay nada que permita suponer que esa madre fuera una Yocasta o el padre un Layo. ¿Y entonces?
Creo que el nudo del cuento se resuelve con dos preguntas claves:
1) ¿Por qué un joven sureño, nacido y criado en Virginia, se incorpora voluntariamente a las filas del invasor, del enemigo de sus parientes y vecinos?
2) ¿Por qué comunicarle tal decisión a su padre, si es evidente que no necesitaba la autorización paterna para enrolarse?

Hay un tema del que no se habla en el cuento porque no hace falta, dado que lo da el transfondo histórico. Me refiero a la causa más importante de la Guerra de Secesión que, como todos sabemos, fue el asunto de la esclavitud. El sur era esclavista; y el norte, abolicionista.
El cuento no dice explícitamente que el padre fuera esclavista (aunque por su excelente posición económica, sugerida en el capítulo II, lo más probable es que comulgara con tales ideas) ni tampoco que el hijo fuese abolicionista, aunque por su decisión de enrolarse en las filas enemigas también fuera lo más probable.
La respuesta a la segunda pregunta es evidente: hay un espíritu de rebeldía en el hijo que no se completa con plegarse al enemigo sino que, además, dicha rebelión exigía que el padre se enterara de propia boca. Un evidente desafío a la autoridad paterna.
Y esto determina la respuesta a la primera pregunta: una liberación personal y definitiva. Porque, ojo, se trataba de un camino sin retorno: terminada la guerra, el muchacho no podría volver a Virginia sin ser señalado con el dedo ni tampoco vivir en otro estado sureño por igual causa. De ahí que quizá sólo le quedaba emigrar, radicarse en algún estado del norte.
Por lo tanto, su decisión era una forma sencilla de sacudirse de manera radical la tutela paterna, una manera de cortar con el autoritarismo (real o imaginario) del padre. Por ende, es muy probable que este hijo (culto e inteligente, como sugiere el cuento) viera en la lucha Norte-Sur de esta guerra secesionista una crisis ampliada de su propio drama personal. De ahí que al enrolarse en el ejército de la Unión, resuelve dos problemas a la vez: liberarse de la esclavitud del padre y ayudar a la liberación de los demás esclavos.
De todas formas, queda una pregunta más: ¿qué hubier
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