martes, 4 de septiembre de 2012

NUEVA Revista Literaria (# 10) de REALIDADES Y FICCIONES


NUEVA Revista Literaria (# 10) de REALIDADES Y FICCIONES

Al pie se encuentra el Nº 10 de revista literaria REALIDADES Y FICCIONES. Si conoce amigos interesados en inscribirse gratis como LECTORES, deben dirigirse a:  zab_he@hotmail.com, indicando nombre, apellido, ciudad y país. Saludos cordiales.
EQUIPO EDITOR DE REALIDADES Y FICCIONES
Ciudad de Buenos Aires, Argentina
REALIDADES Y FICCIONES - Revista literaria  (ISSN 2250-4281)

REALIDADES Y FICCIONES
–Revista Literaria–
Nº 10 – Septiembre de 2012 – Año III
ISSN 2250-4281
Inscripción gratuita como LECTOR
si escribe a zab_he@hotmail.com
indicando nombre y apellido, ciudad y país
(se le avisará cada nuevo número trimestral).

Sumario:

Narrativa (Héctor Zabala)
• La Fe y las montañas, de Tito Monterroso. Cuento y análisis. Bibliografía
• El collar, de Guy de Maupassant. Cuento y análisis. Bibliografía.
• La máquina de ajedrez, de Robert Löhr. Reseña. Biografía del autor.

Poesía (Luis Benítez)
• La poesía de Niels Hav.
• Selección de poemas del autor.

Ensayo
• The Buenos Aires Affair de Manuel Puig: un análisis desde la sexualidad y el poder, de Agustín Arosteguy.
• Una forma diferente de afrontar la piratería, de Francisco Angulo Lafuente.

Y algo más… (Héctor Zabala)
• La Ilíada, ¿mito o realidad? – Parte III.

Nuevos colaboradores de Realidades y Ficciones:
• Agustín Arosteguy (currículo).
• Francisco Angulo (currículo).


Narrativa

LA FE Y LAS MONTAÑAS
de Augusto Monterroso ©

Al principio la Fe movía montañas sólo cuando era absolutamente necesario, con lo que el paisaje permanecía igual a sí mismo durante milenios.
Pero cuando la Fe comenzó a propagarse y a la gente le pareció divertida la idea de mover montañas, éstas no hacían sino cambiar de sitio, y cada vez era más difícil encontrarlas en el lugar en que uno las había dejado la noche anterior; cosa que por supuesto creaba más dificultades que las que resolvía.
La buena gente prefirió entonces abandonar la Fe y ahora las montañas permanecen por lo general en su sitio.
Cuando en la carretera se produce un derrumbe bajo el cual mueren varios viajeros, es que alguien, muy lejano o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de Fe.


ANÁLISIS DE “LA FE Y LAS MONTAÑAS” DE MONTERROSO
por Héctor Zabala ©

ANTECEDENTES
Esta narración corta reconoce como antecedentes tres textos bíblicos del llamado Nuevo Testamento: Mateo 21:21-22, Marcos 11:23-24 y Primera Carta a los Corintios 13:2.
Los dos primeros textos son una respuesta de Jesús de Nazaret a sus discípulos cierta mañana que caminaban entre Betania y Jerusalén tras el conocido suceso de la higuera marchita del día anterior [1]. El texto de Mateo es el siguiente: “… en verdad les digo: Si sólo tienen fe y no dudan, no sólo harán lo que yo hice a la higuera, sino que si dijeran a esa montaña ‘Sé alzada y arrojada al mar, sucederá’. Y todas las cosas que pidan en oración, teniendo fe, las recibirán”. El escrito de Marcos es muy parecido.
Ambos textos recogen la misma idea que fuera expresada a esos mismos discípulos días antes, camino de Jericó (Lucas 17:6), aunque en esa oportunidad Jesús utilizó un árbol como base de su metáfora en lugar de una montaña: “Si tuvieran fe, tanto como un grano de mostaza, dirían a este sicómoro [2]: ‘Sé desarraigado y plantado en el mar’ y el árbol les obedecería”.
Por su parte, el apóstol Pablo [3] aplica esta figura de la fe y las montañas en su carta desde Éfeso, enviada durante su tercer viaje misional: “Y si tengo el don de profecía y conozco los misterios sagrados y poseo todo el conocimiento y tanta fe como para trasladar montañas, pero no tengo amor, no soy nada”.Aquí, este escritor toca el tema de la fe tangencialmente porque en ese momento el asunto perentorio era el amor entre cristianos. Y lo hace a modo de admonición hacia la comunidad de fieles que él mismo había establecido hacía pocos años en Corinto, la que para entonces ya sufría escándalos y divisiones.
Ni hace falta aclarar que estos autores bíblicos utilizaron metáforas; de hecho no se conoce ningún caso en la historia del cristianismo de alguien que haya movido una montaña y eso que, tanto en la Biblia como en los libros que versan sobre la vida de centenares de santos, los milagros (creíbles o supuestos) deben contarse por miles. En realidad, todo el asunto enseña que cualquiera que pida con fe, Dios responderá solucionando sus problemas, incluidos aquellos que no parecen tener solución alguna. Lo de mover montañas es, en cierta manera, además de una metáfora, una hipérbole.

DOS INTERPRETACIONES
a) Pero socarrón y escéptico, Monterroso juega con las palabras y decide que tales textos no son una metáfora ni una hipérbole sino frases literales, como si de verdad fuera posible mover una montaña con sólo la voluntad, con la simple fe. Y sagazmente imagina un mundo trastornado donde personas de fe mueven montañas sólo para divertirse hasta que finalmente se aburren y dejan de hacerlo, pero que mientras tanto han creado el descalabro absoluto porque después de eso ninguna montaña queda quieta.
Incluso es muy graciosa la frase: “La buena gente prefirió entonces abandonarla Fe y ahora las montañas permanecen por lo general en su sitio”. Y es tremendo el resultado final: “Cuando en la carretera se produce un derrumbe bajo el cual mueren varios viajeros, es que alguien, muy lejano o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de Fe”, dando a entender que de haber seguido habiendo masivamente gente de mucha fe, hoy ya no quedarían sobrevivientes de los continuos cataclismos orográficos.
La idea de Monterroso, más allá del humor negro y la parodia, implica una paradoja notable: la fe (al menos, por sí sola) no solamente no soluciona los problemas sino que los aumenta, y mucho.
b) Pero también podría haber otra interpretación: una velada crítica a la historia del cristianismo (o mejor dicho, a cierto equivocado cristianismo) que, como tantas confesiones, cayó –y no pocas veces– en el fanatismo más escandaloso con sus cruzadas, persecuciones, inquisiciones, cazas de brujas y hasta genocidios, producto de una fe exacerbada.
En efecto, el autor se encarga de aclararnos que al principio la fe sólo movió montañas cuando era absolutamente necesario, una regla que se mantuvo durante milenios. Incluso, esto abarcaría por lo menos los dos primeros siglos del cristianismo en que no hubo fanatismo desmedido sino un mensaje de paz, de respeto al prójimo (más allá de que el otro pensara distinto), un mensaje para nada iracundo como ocurrió después.
Siguiendo el razonamiento que plantea la obra, si la fe descontrolada de algunos (o de muchos) trae a la humanidad semejantes “terremotos”, por llamarlos de alguna manera, bien puede ser que a medida que disminuye la fe tales “terremotos” también vayan disminuyendo.   

[1] En Mateo 21:19-20.
[2] Hay versiones que traducen morera, en lugar de sicómoro. De la familia de las moráceas a la que también pertenece la higuera, no debe confundirse con el falso plátano o arce sicómoro.
[3] Pablo, el apóstol: su nombre de nacimiento o de registro romano era Saulo de Tarso.


AUGUSTO MONTERROSO
Tito Monterroso

Nació el 21 de diciembre de 1921 en Tegucigalpa, capital de Honduras. De familia guatemalteca, vivió en Guatemala desde muy jovencito hasta 1944, en que debió emigrar por el golpe de estado de Castillo Armas. Enemigo acérrimo de los regímenes dictatoriales y autoritarios, fue un gran defensor de los derechos de los indígenas. Estuvo en Bolivia y Chile y desde 1956 se radica definitivamente en México.
Autodidacta, está considerado el cuentista guatemalteco más importante del siglo XX y uno de los más importantes de América. Empezó a publicar a partir de 1959, año de la primera edición de sus Obras completas (y otros cuentos), conjunto de incisivas narraciones donde comienzan a notarse los rasgos esenciales de su estilo: prosa concisa, de apariencia sencilla pero llena de referencias cultas (y ocultas), así como un magistral manejo de la parodia, la caricatura y el humor negro.
Considerado como uno de los maestros de la mini-ficción, fue un verdadero especialista en abordar temáticas complejas y fascinantes de manera breve con una provocadora visión del mundo a través de una narrativa que deleita a los lectores más exigentes.
Contrajo matrimonio con la escritora Bárbara Jacobs, su alumna y más ferviente admiradora.
Su composición “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí” fue considerada durante décadas el relato más breve de la literatura universal. En 1970 ganó el premio Magda Donato; en 1975, el Xavier Villaurrutia; en 1988, la condecoración del Águila Azteca por su aporte a la cultura mexicana; el JuanRulfo en 1996; el Nacional de Literatura “Miguel Ángel Asturias” en 1997 y el Príncipe de Asturias de las Letras en 2000, entre otros.
Tito, como lo llamaban sus allegados, el gran hacedor de cuentos y fábulas breves, murió el 7 de febrero de 2003 en la ciudad de México.

OBRAS:
• Obras completas (y otros cuentos), 1959.
• La oveja negra y demás fábulas, 1969.
• Movimiento perpetuo (cuentos, ensayos y aforismos), 1972.
• Lo demás es silencio (novela), 1978.
• Viaje al centro de la fábula (entrevistas), 1981.
• La palabra mágica (cuentos y ensayos), 1983.
• La letra e: fragmentos de un diario, 1987.
• Los buscadores de oro (autobiografía), 1993.
• La vaca (ensayos), 1998.
• Pájaros de Hispanoamérica (antología), 2001.
• Literatura y vida (cuentos y ensayos), 2004.



EL COLLAR
de Guy de Maupassant ©

Era una de esas hermosas y encantadoras criaturas nacidas como por un error del destino en una familia de empleados. Carecía de dote y no tenía esperanzas de cambiar de posición; no disponía de ningún medio para ser conocida, comprendida, querida, para encontrar un esposo rico y distinguido; y fue así que aceptó casarse con un modesto agente del Ministerio de Instrucción Pública.
No pudiendo adornarse, fue sencilla pero desgraciada, como una mujer obligada por la suerte a vivir en una esfera inferior a la que le corresponde; porque las mujeres no tienen casta ni raza, pues su belleza, su atractivo y su encanto les sirven de ejecutoria y de prosapia. Su nativa firmeza, su instinto de elegancia y su flexibilidad de espíritu son para ellas la única jerarquía, que iguala a las hijas del pueblo con las más grandes señoras.
Sufría constantemente, sintiéndose nacida para todas las delicadezas y todos los lujos. Sufría contemplando la pobreza de su hogar, la miseria de las paredes, las sillas estropeadas, su fea indumentaria. Todas esas cosas, en las cuales ni siquiera habría reparado ninguna otra mujer de su familia, la torturaban y la llenaban de indignación.
La vista de la muchacha bretona que tenía de sirvienta despertaba en ella pesares desolados y ensueños delirantes. Pensaba en las antecámaras mudas, guarnecidas de tapices orientales, alumbradas por altísimas lámparas de bronce y en los dos pulcros lacayos de calzón corto, dormidos en anchos sillones, amodorrados por el intenso calor de la estufa. Pensaba en los grandes salones con colgantes de sedas antiguas, en los finos muebles repletos de figurillas inestimables y en los saloncitos coquetones, perfumados, hechos para hablar cinco horas con los amigos más íntimos, los hombres famosos y mimados, cuyas atenciones ambicionaba toda mujer distinguida.
Cuando, a la hora de comer, se sentaba delante de una mesa redonda, cubierta por un mantel de tres días, frente a su marido, que destapaba la sopera, diciendo con aire satisfecho: “¡Ah! ¡Qué buen caldo! No hay nada tan excelente como esto”, pensaba en las comidas delicadas, en los cubiertos de plata, en los tapices que cubren esas paredes con personajes antiguos y aves extrañas de un bosque fantástico; pensaba en los exquisitos y selectos manjares, ofrecidos en fuentes maravillosas; en las galanterías murmuradas y escuchadas con sonrisa de esfinge, al tiempo que se paladea la sonrosada carne de una trucha o un ala de faisán.
No poseía galas femeninas, ni una joya; nada absolutamente y sólo aquello de lo que carecía le gustaba; no se sentía nacida sino para aquellos goces imposibles. ¡Cuánto habría dado por agradar, ser envidiada, ser atractiva y asediada!
Tenía una amiga rica, una compañera de colegio a la cual no quería ver con frecuencia, porque sufría todavía más al regresar a casa. Porque después pasaba días y días llorando de pena, de pesar, de desesperación.
Una mañana el marido volvió a casa con expresión triunfante y agitando en la mano un sobre enorme.
–Mira, mujer, aquí hay una cosa para ti.
Ella rompió rápido la envoltura y sacó un pliego impreso que decía:
“El Ministro de Instrucción Pública y señora ruegan al señor y la señora de Loisel les hagan el honor de pasar la velada del lunes 18 de enero en el hotel del Ministerio.”
Pero en lugar de enloquecer de alegría, como había pensado el marido, ella tiró la invitación sobre la mesa, murmurando con desprecio:
–¿Y qué voy a hacer yo con esto?
–Ay, mujercita mía, creí que te pondrías contenta. ¡Sales tan poco y es tan buena la ocasión que hoy se presenta!... Te aclaro que me ha costado bastante trabajo obtener esta invitación. Todo el mundo la busca, la persigue. Son invitaciones muy solicitadas y se reparten muy pocas entre los empleados. Verás allí a todo el mundillo oficial.
Clavando en su esposo una mirada llena de angustia, le dijo con impaciencia:
–¿Y qué quieres que me ponga para ir allá?
Él no estaba preparado para semejante pregunta y balbució:
–Pues el vestido que llevas cuando vamos al teatro. Me parece muy bonito...
Se calló, estupefacto, atontado, al ver que su mujer lloraba. Dos gruesas lágrimas se desprendían lentamente para rodar por las mejillas.
El hombre murmuró:
–Pero, ¿qué te pasa?, ¿qué te pasa?
Mas ella, haciendo un esfuerzo, venció su pena y respondió con voz tranquila, enjugando sus mejillas todavía húmedas:
–Nada; que no tengo vestido para ir a esa fiesta. Regala la invitación a cualquier compañero cuya mujer se encuentre mejor provista de ropa que yo.
Él, desolado al verla así, atinó a decir:
–Vamos a ver, Matilde. ¿Cuánto te costaría un vestido decente, uno que pudiera servirte en otras ocasiones, un vestido sencillito?
Ella meditó unos segundos, haciendo sus cuentas y especulando también con la suma que podía pedir sin provocar una negativa rotunda y una exclamación de asombro del empleaducho.
Al fin, respondió titubeando:
–No lo sé con seguridad, pero creo que con cuatrocientos francos me arreglaría.
El marido palideció, pues reservaba precisamente esa cantidad para comprar una escopeta, pensando salir de caza en el verano, a la llanura de Nanterre, con algunos amigos que los domingos iban allí a cazar alondras.
No obstante, dijo:
–Bien. Te doy los cuatrocientos francos. Pero, ya que hacemos el sacrificio, trata de que el vestido luzca lo mejor posible.
El día de la fiesta se acercaba y la señora de Loisel parecía preocupada, andaba inquieta, ansiosa. Pese a todo, el vestido estuvo a tiempo. Una noche, él le volvió a preguntar:
–¿Qué pasa? Te veo inquieta, ensimismada, desde hace tres días.
Y ella respondió:
–Me disgusta no tener ni una alhaja, ni una sola joya que ponerme. Pese al vestido, de todos modos pareceré una miserable. Casi, casi, me gustaría no ir a ese baile.
–Ponte unas cuantas flores naturales –replicó él–. Son muy elegantes, sobre todo en este tiempo, y por diez francos encontrarás dos o tres rosas magníficas.
Ella no quería convencerse.
–No hay nada tan humillante como parecer una mujer pobre en medio de señoras ricas.
Pero su marido enseguida exclamó:
–¡Qué tontita eres! Anda, anda a ver a tu compañera de colegio, la señora de Forestier, y ruégale que te preste alguna alhaja. Eres lo bastante amiga como para tomarte esa libertad.
La mujer dejó escapar un grito de alegría.
–Tienes razón, no lo había pensado.
Al día siguiente fue a casa de la amiga y le contó su problema.
La señora de Forestier fue hasta un mueble con espejo interior, tomó un cofrecito, lo sacó, lo abrió y dijo a la señora de Loisel:
–Escoge, querida.
Primero vio brazaletes; luego, un collar de perlas; después, una cruz veneciana de oro, y hasta pedrería primorosamente construida. Se probaba aquellas joyas ante el espejo, vacilando, no pudiendo decidirse a abandonarlas, a devolverlas. Preguntaba sin cesar:
–¿No tienes ninguna otra?
–Sí, mujer... Dime por favor qué quieres. No sé que otra cosa te gustaría más.
De repente la señora de Loisel descubrió, en una caja de raso negro, un soberbio collar de brillantes, y su corazón comenzó a latir sobresaltado.
Sus manos temblaron al tomarlo. Se lo puso, rodeando su cuello, y permaneció en éxtasis contemplando su imagen.
Luego preguntó, vacilante, llena de angustia:
–¿Podrías prestármelo? No quisiera llevar otra joya que ésta.
–Ay, sí mujer.
Abrazó y besó a su amiga con alegría, y después escapó con su tesoro.
Llegó el día de la fiesta. La señora de Loisel tuvo un verdadero triunfo. Era más bonita que las otras y estaba elegante, graciosa, sonriente y loca de alegría. Todo hombre la miraba, preguntaba su nombre, buscaba que alguno se la presentara. Todos los directores generales querían bailar con ella. Hasta el ministro reparó en su hermosura.
Ella bailaba con embriaguez, con pasión, inundada de alegría, no pensando ya en nada más que en el éxito de su belleza, en la gloria de aquel triunfo, en la dicha que le provocaban todos los homenajes que recibía. Estaba exultante por toda esa admiración permanente, por todos los deseos despertados, por esa victoria tan completa, tan dulce para su alma de mujer.

Se fue como a las cuatro de la madrugada. Su marido, desde medianoche, dormía en un saloncito vacío, junto con otros tres caballeros cuyas mujeres se divertían mucho.
Él le echó sobre los hombros el abrigo que había llevado para la salida, abrigo modesto de su vestir ordinario, abrigo cuya pobreza contrastaba extrañamente con la elegancia del vestido de baile. Ella sintió la discordancia y quiso huir, huir para no ser vista por las otras mujeres que se envolvían en ricas pieles.
Loisel la retuvo diciendo:
–Espera, mujer, vas a resfriarte al salir. Iré a buscar un coche.
Pero ella no le oía, y bajó rápidamente la escalera.
Ya en la calle no encontraron coche, y se pusieron a buscar, gritando a los cocheros que veían pasar a lo lejos.
Anduvieron hasta el Sena, desesperados, tiritando. Por fin pudieron hallar una de esas vetustas berlinas que sólo aparecen en las calles de París cuando la noche se cierra, como si se avergonzasen de su miseria durante el día.
La berlina los llevó hasta la puerta de casa, situada en la calle de los Mártires, y entraron abatidos en el portal. Apesadumbrado, el hombre pensaba que a las diez debía estar en la oficina.
La mujer se quitó el abrigo que llevaba echado sobre los hombros, delante del espejo, a fin de contemplarse una vez más ricamente alhajada. Pero al mirarse, dejó escapar un grito.
Su marido, ya medio desnudo, le preguntó:
–¿Qué pasa?
Ella se volvió hacia él acongojada.
–Pasa..., pasa... –balbució– que no encuentro el collar de la señora de Forestier.
Él se irguió, sobrecogido:
–¿Eh?... ¿cómo? ¡No es posible!
Y buscaron entre los adornos del traje, en los pliegues del abrigo, en los bolsillos, en todas partes. No lo encontraron.
Él preguntó:
–¿Estás segura de que lo llevabas al salir del baile?
–Sí, incluso lo toqué al cruzar el vestíbulo del hotel.
–Pero si lo hubieras perdido en la calle, lo habríamos oído caer.
–Debe estar en el coche.
–Sí. Es posible. ¿Te fijaste qué número tenía?
–No. Y tú, ¿no miraste?
–No.
Se contemplaron aterrados. El señor Loisel se vistió por fin.
–Voy –dijo– a recorrer a pie todo el camino que hemos hecho, a ver si por casualidad lo encuentro.
Y salió. Ella permaneció con el vestido de baile, sin fuerzas para irse a la cama, desplomada en una silla, sin lumbre, casi helada, sin ideas, casi estúpida.
Su marido volvió hacia las siete. No había encontrado nada.
Al día siguiente fue a la comisaría, a las redacciones de los periódicos para publicar un anuncio ofreciendo una gratificación por el hallazgo, a las oficinas de las empresas de coches, a todas partes donde alguien pudiera darle una esperanza.
Ella le aguardó todo el día, con el mismo abatimiento desesperado ante aquel horrible desastre.
Loisel regresó por la noche con el rostro demacrado, pálido; no había podido averiguar nada.
–Es necesario –dijo– que escribas a tu amiga diciéndole que se rompió el broche del collar y que lo llevaste para que lo arreglen. Así, al menos, ganaremos tiempo.
Ella escribió lo que su marido le pedía.
Al cabo de una semana perdieron hasta la última esperanza.
Y Loisel, envejecido por aquel desastre, como si de repente le hubieran echado encima cinco años, manifestó:
–Habrá que hacer lo posible por reemplazar esa joya por otra semejante.
Al día siguiente llevaron el estuche del collar a casa del joyero cuyo nombre se leía en su interior.
El comerciante, después de consultar sus libros, afirmó:
–Señora, de mi casa no salió collar alguno dentro de este estuche; simplemente lo vendí vacío para complacer a un cliente.
Anduvieron de joyería en joyería, buscando una joya semejante a la perdida, recordándola, describiéndola, tristes y angustiados.
Al fin, encontraron en una joyería del Palais Royal, un collar de brillantes que les pareció idéntico al que buscaban. Valía cuarenta mil francos, y regateando consiguieron que se lo dejaran en treinta y seis mil.
Rogaron al joyero que se los reservase por tres días. Se fueron con la condición de que les darían por el collar treinta y cuatro mil francos en caso de devolución, si el otro se encontraba antes de fines de febrero.
Loisel poseía dieciocho mil que le había dejado su padre. Pediría prestado el resto.
Y, efectivamente, tomó mil francos de uno, quinientos de otro, cinco Luises aquí, tres allá. Firmó pagarés, tomó compromisos ruinosos, tuvo tratos con usureros, con toda clase de prestamistas. Se comprometió de por vida, firmó sin saber lo que firmaba, sin detenerse a pensar y, espantado por las angustias del porvenir, por la horrible miseria que los aguardaba, por la perspectiva de todas las privaciones físicas y de todas las torturas morales, fue en busca del nuevo collar dejando sobre el mostrador del comerciante treinta y seis mil francos.
Cuando la señora de Loisel devolvió la joya a su amiga, ésta le dijo un tanto displicente:
–Debiste devolvérmelo antes, porque bien pude haberlo necesitado.
No abrió siquiera el estuche, cosa que la otra juzgó una suerte. Si notara la sustitución, ¿qué supondría?, ¿acaso, no era seguro que imaginara que lo habían cambiado a propósito?

A partir de entonces, la señora de Loisel conoció la vida horrible de los menesterosos. Tuvo temple para adoptar una resolución inmediata y heroica. Era necesario devolver aquel dinero que debían: despidieron a la sirvienta y buscaron una habitación más económica, una buhardilla.
Conoció los duros trabajos de la casa, las odiosas tareas de la cocina. Fregó los platos, desgastando las uñitas sonrosadas sobre pucheros grasientos y fondos de cacerolas. Enjabonó la ropa sucia, las camisas y los paños menores, que ponía a secar de una cuerda; bajó todas las mañanas la basura a la calle y subió el agua, deteniéndose en todos los pisos para tomar aliento. Y además, vestida como una mujer pobre, fue a casa del verdulero, del almacenero y del carnicero, con la cesta al brazo, regateando, teniendo que sufrir desprecios y hasta insultos, porque defendía céntimo a céntimo su escasísimo dinero.
Era necesario mensualmente levantar los pagarés, renovar otros, ganar tiempo. El marido se ocupaba por las noches de pasar en limpio las cuentas de un comerciante y, cuando podía, escribía para afuera a veinticinco céntimos la hoja.
Y vivieron así diez años.
Al cabo de ese tiempo habían pagado todo. Todo, capital más intereses, multiplicados hasta el infinito por las renovaciones usurarias.
La señora Loisel parecía entonces una vieja. Se había transformado en la mujer fuerte, dura y ruda de las familias muy pobres. Mal peinada, con las faldas torcidas y las manos rojas, hablaba en voz alta, fregaba los suelos con agua fría. Pero a veces, cuando su marido estaba en el Ministerio, se sentaba junto a la ventana, pensando en aquella fiesta de otro tiempo, en aquel baile donde lució tanto y fue tan festejada, tan admirada.
¿Cuál sería su fortuna, su estado al presente, si no hubiera perdido aquel collar? ¡Quién sabe! ¡Quién sabe! ¡Qué mudanzas tan singulares nos ofrece la vida! ¡Qué poco hace falta para perderse o para salvarse!
Un domingo, mientras daba un paseo por los Campos Elíseos a fin de descansar de las fatigas de la semana, de pronto reparó en una señora que pasaba con un niño de la mano.
Era su antigua compañera de colegio, siempre joven, siempre hermosa, siempre seductora. La pobre señora de Loisel sintió un escalofrío. ¿Tendría coraje para detenerla y saludarla? ¿Y por qué no? Habiendo pagado ya todo, bien podía confesar, casi con orgullo, su desdicha.
Se paró frente a ella y le dijo:
–Buenos días, Juana.
La otra no la reconoció, sorprendiéndose de verse tratada de manera tan familiar por aquella infeliz.
–Pero, señora… no entiendo... Usted… debe de confundirse...
–No. Soy Matilde Loisel.
Su amiga lanzó un grito de sorpresa.
–¡Oh! ¡Mi pobre Matilde, qué cambiada estás!...
–Sí; muy malos días he pasado desde que no te veo, y además bastantes miserias.... todo por ti...
–¿Cómo por mí? Cómo… ¿cómo es eso?
–¿Recuerdas aquel collar de brillantes que me prestaste para ir al baile del Ministerio?
–Sí, pero...
–Pues bien: lo perdí.
–¡Cómo! ¡Si me lo devolviste!
–Te devolví otro semejante. Y después hemos tenido que sacrificarnos diez años para pagarlo. Comprenderás que representaba una fortuna para nosotros, que sólo teníamos el sueldo. En fin, a lo hecho pecho y estoy muy satisfecha.
La señora de Forestier se había detenido y meditaba en voz alta:
–¿Dices que compraste un collar de brillantes para sustituir al mío?
–Sí. No lo habrás notado, ¿eh? Casi eran idénticos.
Y al decir esto, sonreía orgullosa de su noble sencillez. La señora de Forestier, sumamente impresionada, le tomó ambas manos:
–¡Oh! ¡Mi pobre Matilde! ¡Pero si el collar que yo te presté era de piedras falsas!... Valía quinientos francos a lo sumo...


ANÁLISIS DE “EL COLLAR” DE MAUPASSANT
por Héctor Zabala ©

Este cuento es una ironía trágica a la vanidad.

LA PERSONALIDAD DE LA PROTAGONISTA
La obra no sólo es interesante por su desarrollo en cuanto a intensidad dramática sino en especial por cómo va cambiando la personalidad de la protagonista, Matilde Loisel, en apenas diez años. En efecto, de,
• una mujer joven y fina pero pobre, que todo le parece poco, que realiza escasos quehaceres domésticos, que le avergüenza tener una sola sirvienta y no un ejército de servidores de librea y que sufre por la continua carencia de dinero, pasa a ser,
• una mujer avejentada, endurecida y aún más pobre que antes, que vive en una buhardilla sin sirvienta alguna, que debe hacer personalmente las compras en el mercado para después cumplir con todas las tareas domésticas y, que no sólo carece de dinero sino que encima está jaqueada por una deuda que amenaza no acabar nunca.
Sin embargo hay algo que no cambia en ella: su orgullo y su necedad. Al cierre de la historia, después de diez años, ya no se trata de un orgullo fundado en su hermosura, simpatía y finura sino en la idea de haber podido bastarse a sí misma para pagar algo a priori imposible y en la ilusión sobre el nivel socioeconómico que hubiera alcanzado de no haber ocurrido el accidente del collar. A decir verdad, Matilde cambió, pero en lo esencial no.
Lo irónico del asunto (y que recién se aclara al finalizar el cuento) es que se trató de algo estúpido: la pérdida de una mera bagatela, tan pobre como su propia condición miserable y tan de fantasía, como la fantasía de grandeza que todavía mantiene intacta en su soñadora cabecita.

INDICIOS
El autor nos va deslizando detalles que apuntan a decirnos sutilmente que en todo este asunto ocurrirá:

a) un malentendido
• Ya en los primeros párrafos se habla de “…un error del destino”, que si bien se refiere a las circunstancias de la joven Matilde, también se puede tomar como el preanuncio de un error grave (la pérdida de una joya aparentemente carísima, que resulta ser una bagatela).
• “…y después escapó con su tesoro”. En el momento de leerlo uno puede pensar que efectivamente se trata de una pieza valiosa, pero a decir verdad sólo era un tesoro para ella, Matilde, un tesoro en su imaginación.
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