NUEVA Revista Literaria (# 10) de REALIDADES Y
FICCIONES
Al pie se encuentra el Nº 10 de revista literaria REALIDADES
Y FICCIONES. Si conoce amigos interesados en inscribirse gratis como
LECTORES, deben dirigirse a: zab_he@hotmail.com, indicando nombre, apellido, ciudad
y país. Saludos cordiales.
EQUIPO EDITOR DE REALIDADES Y FICCIONES
Ciudad de Buenos Aires, Argentina
REALIDADES Y FICCIONES - Revista literaria (ISSN 2250-4281)
REALIDADES Y FICCIONES
–Revista Literaria–
Nº 10 – Septiembre de 2012 – Año III
ISSN 2250-4281
Inscripción gratuita como LECTOR
indicando nombre y apellido, ciudad y país
(se le avisará cada nuevo número trimestral).
Sumario:
Narrativa (Héctor Zabala)
• La Fe y las montañas, de
Tito Monterroso. Cuento y análisis. Bibliografía
• El collar, de Guy de
Maupassant. Cuento y análisis. Bibliografía.
• La máquina de ajedrez, de Robert
Löhr. Reseña. Biografía del autor.
Poesía (Luis Benítez)
• La poesía de Niels Hav.
• Selección de poemas del autor.
Ensayo
• The
Buenos Aires Affair de Manuel Puig: un análisis desde la sexualidad y el poder, de
Agustín Arosteguy.
• Una forma diferente de afrontar la
piratería, de Francisco Angulo Lafuente.
Y algo más… (Héctor Zabala)
• La Ilíada, ¿mito o realidad? – Parte III.
Nuevos colaboradores de Realidades y Ficciones:
• Agustín Arosteguy (currículo).
• Francisco Angulo (currículo).
Narrativa
LA FE Y LAS MONTAÑAS
de Augusto Monterroso ©
Al
principio la Fe movía montañas sólo cuando era absolutamente
necesario, con lo que el paisaje permanecía igual a sí mismo durante milenios.
Pero
cuando la Fe comenzó a propagarse y a la gente le pareció divertida
la idea de mover montañas, éstas no hacían sino cambiar de sitio, y cada vez
era más difícil encontrarlas en el lugar en que uno las había dejado la noche
anterior; cosa que por supuesto creaba más dificultades que las que resolvía.
La buena
gente prefirió entonces abandonar la Fe y ahora las montañas
permanecen por lo general en su sitio.
Cuando en
la carretera se produce un derrumbe bajo el cual mueren varios viajeros, es que
alguien, muy lejano o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de Fe.
ANÁLISIS DE “LA FE Y LAS MONTAÑAS” DE
MONTERROSO
por Héctor Zabala ©
ANTECEDENTES
Esta narración corta reconoce como antecedentes
tres textos bíblicos del llamado Nuevo Testamento: Mateo 21:21-22, Marcos
11:23-24 y Primera Carta a los Corintios 13:2.
Los dos primeros textos son una respuesta de Jesús
de Nazaret a sus discípulos cierta mañana que caminaban entre Betania y
Jerusalén tras el conocido suceso de la higuera marchita del día anterior [1].
El texto de Mateo es el siguiente: “… en verdad les digo: Si sólo
tienen fe y no dudan, no sólo harán lo que yo hice a la higuera, sino que si
dijeran a esa montaña ‘Sé alzada y arrojada al mar, sucederá’. Y todas las
cosas que pidan en oración, teniendo fe, las recibirán”. El escrito de
Marcos es muy parecido.
Ambos textos recogen la misma idea que fuera
expresada a esos mismos discípulos días antes, camino de Jericó (Lucas 17:6),
aunque en esa oportunidad Jesús utilizó un árbol como base de su metáfora en
lugar de una montaña: “Si tuvieran fe, tanto como un grano de mostaza,
dirían a este sicómoro [2]: ‘Sé desarraigado y plantado
en el mar’ y el árbol les obedecería”.
Por su parte, el apóstol Pablo [3] aplica
esta figura de la fe y las montañas en su carta desde Éfeso, enviada durante su
tercer viaje misional: “Y si tengo el don de profecía y conozco los
misterios sagrados y poseo todo el conocimiento y tanta fe como para trasladar
montañas, pero no tengo amor, no soy nada”.Aquí, este escritor toca el tema
de la fe tangencialmente porque en ese momento el asunto perentorio era el amor
entre cristianos. Y lo hace a modo de admonición hacia la comunidad de fieles
que él mismo había establecido hacía pocos años en Corinto, la que para
entonces ya sufría escándalos y divisiones.
Ni hace falta aclarar que estos autores bíblicos
utilizaron metáforas; de hecho no se conoce ningún caso en la historia del
cristianismo de alguien que haya movido una montaña y eso que, tanto en la
Biblia como en los libros que versan sobre la vida de centenares de
santos, los milagros (creíbles o supuestos) deben contarse por miles. En
realidad, todo el asunto enseña que cualquiera que pida con fe, Dios responderá
solucionando sus problemas, incluidos aquellos que no parecen tener solución
alguna. Lo de mover montañas es, en cierta manera, además de una metáfora, una
hipérbole.
DOS INTERPRETACIONES
a) Pero socarrón y escéptico, Monterroso juega con
las palabras y decide que tales textos no son una metáfora ni una hipérbole
sino frases literales, como si de verdad fuera posible mover una montaña con
sólo la voluntad, con la simple fe. Y sagazmente imagina un mundo trastornado
donde personas de fe mueven montañas sólo para divertirse hasta que finalmente
se aburren y dejan de hacerlo, pero que mientras tanto han creado el descalabro
absoluto porque después de eso ninguna montaña queda quieta.
Incluso es muy graciosa la frase: “La buena
gente prefirió entonces abandonarla Fe y ahora las montañas permanecen por
lo general en su sitio”. Y es tremendo el resultado final: “Cuando
en la carretera se produce un derrumbe bajo el cual mueren varios viajeros, es
que alguien, muy lejano o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de Fe”,
dando a entender que de haber seguido habiendo masivamente gente de mucha fe,
hoy ya no quedarían sobrevivientes de los continuos cataclismos orográficos.
La idea de Monterroso, más allá del humor negro y
la parodia, implica una paradoja notable: la fe (al menos, por sí sola) no
solamente no soluciona los problemas sino que los aumenta, y mucho.
b) Pero también podría haber otra interpretación:
una velada crítica a la historia del cristianismo (o mejor dicho, a cierto
equivocado cristianismo) que, como tantas confesiones, cayó –y no pocas veces–
en el fanatismo más escandaloso con sus cruzadas, persecuciones, inquisiciones,
cazas de brujas y hasta genocidios, producto de una fe exacerbada.
En efecto, el autor se encarga de aclararnos que al
principio la fe sólo movió montañas cuando era absolutamente necesario, una
regla que se mantuvo durante milenios. Incluso, esto abarcaría por lo menos los
dos primeros siglos del cristianismo en que no hubo fanatismo desmedido sino un
mensaje de paz, de respeto al prójimo (más allá de que el otro pensara
distinto), un mensaje para nada iracundo como ocurrió después.
Siguiendo el razonamiento que plantea la obra, si
la fe descontrolada de algunos (o de muchos) trae a la humanidad semejantes
“terremotos”, por llamarlos de alguna manera, bien puede ser que a medida que
disminuye la fe tales “terremotos” también vayan disminuyendo.
[1] En Mateo 21:19-20.
[2] Hay versiones que traducen morera,
en lugar de sicómoro. De la familia de las moráceas a la que
también pertenece la higuera, no debe confundirse con el falso plátano o arce
sicómoro.
[3] Pablo, el apóstol: su nombre de nacimiento o
de registro romano era Saulo de Tarso.
AUGUSTO MONTERROSO
Tito Monterroso
|
Nació el 21 de diciembre de 1921 en Tegucigalpa,
capital de Honduras. De familia guatemalteca, vivió en Guatemala desde muy jovencito
hasta 1944, en que debió emigrar por el golpe de estado de Castillo Armas.
Enemigo acérrimo de los regímenes dictatoriales y autoritarios, fue un gran
defensor de los derechos de los indígenas. Estuvo en Bolivia y Chile y desde
1956 se radica definitivamente en México.
Autodidacta, está considerado el cuentista
guatemalteco más importante del siglo XX y uno de los más importantes de
América. Empezó a publicar a partir de 1959, año de la primera edición de
sus Obras completas (y otros cuentos), conjunto de incisivas
narraciones donde comienzan a notarse los rasgos esenciales de su estilo: prosa
concisa, de apariencia sencilla pero llena de referencias cultas (y ocultas),
así como un magistral manejo de la parodia, la caricatura y el humor negro.
Considerado como uno de los maestros de la
mini-ficción, fue un verdadero especialista en abordar temáticas complejas y
fascinantes de manera breve con una provocadora visión del mundo a través de
una narrativa que deleita a los lectores más exigentes.
Contrajo matrimonio con la escritora Bárbara Jacobs, su alumna y más ferviente admiradora.
Su composición “Cuando despertó, el
dinosaurio todavía estaba allí” fue considerada durante décadas el
relato más breve de la literatura universal. En 1970 ganó el premio Magda Donato; en 1975, el Xavier Villaurrutia; en 1988, la condecoración del Águila Azteca por su aporte a la cultura
mexicana; el JuanRulfo en 1996; el
Nacional de Literatura “Miguel Ángel Asturias” en 1997 y el Príncipe de
Asturias de las Letras en 2000, entre otros.
Tito, como lo llamaban sus allegados, el gran
hacedor de cuentos y fábulas breves, murió el 7 de febrero de 2003 en la ciudad
de México.
OBRAS:
• Obras completas (y otros cuentos), 1959.
• La oveja negra y demás fábulas, 1969.
• Movimiento perpetuo (cuentos,
ensayos y aforismos), 1972.
• Lo demás es silencio (novela), 1978.
• Viaje al centro de la fábula (entrevistas), 1981.
• La palabra mágica (cuentos
y ensayos), 1983.
• La letra e: fragmentos de un diario, 1987.
• Los buscadores de oro (autobiografía), 1993.
• La vaca (ensayos),
1998.
• Pájaros de Hispanoamérica (antología), 2001.
• Literatura y vida (cuentos
y ensayos), 2004.
EL COLLAR
de Guy de Maupassant ©
Era una de esas hermosas y encantadoras criaturas nacidas como por un
error del destino en una familia de empleados. Carecía de dote y no tenía
esperanzas de cambiar de posición; no disponía de ningún medio para ser
conocida, comprendida, querida, para encontrar un esposo rico y distinguido; y
fue así que aceptó casarse con un modesto agente del Ministerio de Instrucción
Pública.
No pudiendo adornarse, fue sencilla pero desgraciada, como una mujer
obligada por la suerte a vivir en una esfera inferior a la que le corresponde;
porque las mujeres no tienen casta ni raza, pues su belleza, su atractivo y su
encanto les sirven de ejecutoria y de prosapia. Su nativa firmeza, su instinto
de elegancia y su flexibilidad de espíritu son para ellas la única jerarquía,
que iguala a las hijas del pueblo con las más grandes señoras.
Sufría constantemente, sintiéndose nacida para todas las delicadezas y
todos los lujos. Sufría contemplando la pobreza de su hogar, la miseria de las
paredes, las sillas estropeadas, su fea indumentaria. Todas esas cosas, en las
cuales ni siquiera habría reparado ninguna otra mujer de su familia, la
torturaban y la llenaban de indignación.
La vista de la muchacha bretona que tenía de sirvienta despertaba en
ella pesares desolados y ensueños delirantes. Pensaba en las antecámaras mudas,
guarnecidas de tapices orientales, alumbradas por altísimas lámparas de bronce
y en los dos pulcros lacayos de calzón corto, dormidos en anchos sillones,
amodorrados por el intenso calor de la estufa. Pensaba en los grandes salones
con colgantes de sedas antiguas, en los finos muebles repletos de figurillas
inestimables y en los saloncitos coquetones, perfumados, hechos para hablar
cinco horas con los amigos más íntimos, los hombres famosos y mimados, cuyas
atenciones ambicionaba toda mujer distinguida.
Cuando, a la hora de comer, se sentaba delante de una mesa redonda,
cubierta por un mantel de tres días, frente a su marido, que destapaba la
sopera, diciendo con aire satisfecho: “¡Ah! ¡Qué buen caldo! No hay nada tan
excelente como esto”, pensaba en las comidas delicadas, en los cubiertos de
plata, en los tapices que cubren esas paredes con personajes antiguos y aves
extrañas de un bosque fantástico; pensaba en los exquisitos y selectos manjares,
ofrecidos en fuentes maravillosas; en las galanterías murmuradas y escuchadas
con sonrisa de esfinge, al tiempo que se paladea la sonrosada carne de una
trucha o un ala de faisán.
No poseía galas femeninas, ni una joya; nada absolutamente y sólo
aquello de lo que carecía le gustaba; no se sentía nacida sino para aquellos
goces imposibles. ¡Cuánto habría dado por agradar, ser envidiada, ser atractiva
y asediada!
Tenía una amiga rica, una compañera de colegio a la cual no quería ver
con frecuencia, porque sufría todavía más al regresar a casa. Porque después
pasaba días y días llorando de pena, de pesar, de desesperación.
Una mañana el marido volvió a casa con expresión triunfante y agitando
en la mano un sobre enorme.
–Mira, mujer, aquí hay una cosa para ti.
Ella rompió rápido la envoltura y sacó un pliego impreso que decía:
“El Ministro de Instrucción Pública y señora ruegan al señor y la señora
de Loisel les hagan el honor de pasar la velada del lunes 18 de enero en el
hotel del Ministerio.”
Pero en lugar de enloquecer de alegría, como había pensado el marido,
ella tiró la invitación sobre la mesa, murmurando con desprecio:
–¿Y qué voy a hacer yo con esto?
–Ay, mujercita mía, creí que te pondrías contenta. ¡Sales tan poco y es
tan buena la ocasión que hoy se presenta!... Te aclaro que me ha costado
bastante trabajo obtener esta invitación. Todo el mundo la busca, la persigue.
Son invitaciones muy solicitadas y se reparten muy pocas entre los empleados.
Verás allí a todo el mundillo oficial.
Clavando en su esposo una mirada llena de angustia, le dijo con
impaciencia:
–¿Y qué quieres que me ponga para ir allá?
Él no estaba preparado para semejante pregunta y balbució:
–Pues el vestido que llevas cuando vamos al teatro. Me parece muy
bonito...
Se calló, estupefacto, atontado, al ver que su mujer lloraba. Dos
gruesas lágrimas se desprendían lentamente para rodar por las mejillas.
El hombre murmuró:
–Pero, ¿qué te pasa?, ¿qué te pasa?
Mas ella, haciendo un esfuerzo, venció su pena y respondió con voz
tranquila, enjugando sus mejillas todavía húmedas:
–Nada; que no tengo vestido para ir a esa fiesta. Regala la invitación a
cualquier compañero cuya mujer se encuentre mejor provista de ropa que yo.
Él, desolado al verla así, atinó a decir:
–Vamos a ver, Matilde. ¿Cuánto te costaría un vestido decente, uno que
pudiera servirte en otras ocasiones, un vestido sencillito?
Ella meditó unos segundos, haciendo sus cuentas y especulando también
con la suma que podía pedir sin provocar una negativa rotunda y una exclamación
de asombro del empleaducho.
Al fin, respondió titubeando:
–No lo sé con seguridad, pero creo que con cuatrocientos francos me
arreglaría.
El marido palideció, pues reservaba precisamente esa cantidad para
comprar una escopeta, pensando salir de caza en el verano, a la llanura de
Nanterre, con algunos amigos que los domingos iban allí a cazar alondras.
No obstante, dijo:
–Bien. Te doy los cuatrocientos francos. Pero, ya que hacemos el
sacrificio, trata de que el vestido luzca lo mejor posible.
El día de la fiesta se acercaba y la señora de Loisel parecía
preocupada, andaba inquieta, ansiosa. Pese a todo, el vestido estuvo a tiempo.
Una noche, él le volvió a preguntar:
–¿Qué pasa? Te veo inquieta, ensimismada, desde hace tres días.
Y ella respondió:
–Me disgusta no tener ni una alhaja, ni una sola joya que ponerme. Pese
al vestido, de todos modos pareceré una miserable. Casi, casi, me gustaría no
ir a ese baile.
–Ponte unas cuantas flores naturales –replicó él–. Son muy elegantes,
sobre todo en este tiempo, y por diez francos encontrarás dos o tres rosas
magníficas.
Ella no quería convencerse.
–No hay nada tan humillante como parecer una mujer pobre en medio de señoras
ricas.
Pero su marido enseguida exclamó:
–¡Qué tontita eres! Anda, anda a ver a tu compañera de colegio, la
señora de Forestier, y ruégale que te preste alguna alhaja. Eres lo bastante
amiga como para tomarte esa libertad.
La mujer dejó escapar un grito de alegría.
–Tienes razón, no lo había pensado.
Al día siguiente fue a casa de la amiga y le contó su problema.
La señora de Forestier fue hasta un mueble con espejo interior, tomó un
cofrecito, lo sacó, lo abrió y dijo a la señora de Loisel:
–Escoge, querida.
Primero vio brazaletes; luego, un collar de perlas; después, una cruz
veneciana de oro, y hasta pedrería primorosamente construida. Se probaba
aquellas joyas ante el espejo, vacilando, no pudiendo decidirse a abandonarlas,
a devolverlas. Preguntaba sin cesar:
–¿No tienes ninguna otra?
–Sí, mujer... Dime por favor qué quieres. No sé que otra cosa te
gustaría más.
De repente la señora de Loisel descubrió, en una caja de raso negro, un
soberbio collar de brillantes, y su corazón comenzó a latir sobresaltado.
Sus manos temblaron al tomarlo. Se lo puso, rodeando su cuello, y
permaneció en éxtasis contemplando su imagen.
Luego preguntó, vacilante, llena de angustia:
–¿Podrías prestármelo? No quisiera llevar otra joya que ésta.
–Ay, sí mujer.
Abrazó y besó a su amiga con alegría, y después escapó con su tesoro.
Llegó el día de la fiesta. La señora de Loisel tuvo un verdadero
triunfo. Era más bonita que las otras y estaba elegante, graciosa, sonriente y
loca de alegría. Todo hombre la miraba, preguntaba su nombre, buscaba que
alguno se la presentara. Todos los directores generales querían bailar con
ella. Hasta el ministro reparó en su hermosura.
Ella bailaba con embriaguez, con pasión, inundada de alegría, no
pensando ya en nada más que en el éxito de su belleza, en la gloria de aquel
triunfo, en la dicha que le provocaban todos los homenajes que recibía. Estaba
exultante por toda esa admiración permanente, por todos los deseos despertados,
por esa victoria tan completa, tan dulce para su alma de mujer.
Se fue como a las cuatro de la madrugada. Su marido, desde medianoche,
dormía en un saloncito vacío, junto con otros tres caballeros cuyas mujeres se
divertían mucho.
Él le echó sobre los hombros el abrigo que había llevado para la salida,
abrigo modesto de su vestir ordinario, abrigo cuya pobreza contrastaba
extrañamente con la elegancia del vestido de baile. Ella sintió la discordancia
y quiso huir, huir para no ser vista por las otras mujeres que se envolvían en
ricas pieles.
Loisel la retuvo diciendo:
–Espera, mujer, vas a resfriarte al salir. Iré a buscar un coche.
Pero ella no le oía, y bajó rápidamente la escalera.
Ya en la calle no encontraron coche, y se pusieron a buscar, gritando a
los cocheros que veían pasar a lo lejos.
Anduvieron hasta el Sena, desesperados, tiritando. Por fin pudieron
hallar una de esas vetustas berlinas que sólo aparecen en las calles de París
cuando la noche se cierra, como si se avergonzasen de su miseria durante el
día.
La berlina los llevó hasta la puerta de casa, situada en la calle de los
Mártires, y entraron abatidos en el portal. Apesadumbrado, el hombre pensaba
que a las diez debía estar en la oficina.
La mujer se quitó el abrigo que llevaba echado sobre los hombros,
delante del espejo, a fin de contemplarse una vez más ricamente alhajada. Pero
al mirarse, dejó escapar un grito.
Su marido, ya medio desnudo, le preguntó:
–¿Qué pasa?
Ella se volvió hacia él acongojada.
–Pasa..., pasa... –balbució– que no encuentro el collar de la señora de
Forestier.
Él se irguió, sobrecogido:
–¿Eh?... ¿cómo? ¡No es posible!
Y buscaron entre los adornos del traje, en los pliegues del abrigo, en
los bolsillos, en todas partes. No lo encontraron.
Él preguntó:
–¿Estás segura de que lo llevabas al salir del baile?
–Sí, incluso lo toqué al cruzar el vestíbulo del hotel.
–Pero si lo hubieras perdido en la calle, lo habríamos oído caer.
–Debe estar en el coche.
–Sí. Es posible. ¿Te fijaste qué número tenía?
–No. Y tú, ¿no miraste?
–No.
Se contemplaron aterrados. El señor Loisel se vistió por fin.
–Voy –dijo– a recorrer a pie todo el camino que hemos hecho, a ver si
por casualidad lo encuentro.
Y salió. Ella permaneció con el vestido de baile, sin fuerzas para irse
a la cama, desplomada en una silla, sin lumbre, casi helada, sin ideas, casi
estúpida.
Su marido volvió hacia las siete. No había encontrado nada.
Al día siguiente fue a la comisaría, a las redacciones de los periódicos
para publicar un anuncio ofreciendo una gratificación por el hallazgo, a las
oficinas de las empresas de coches, a todas partes donde alguien pudiera darle
una esperanza.
Ella le aguardó todo el día, con el mismo abatimiento desesperado ante
aquel horrible desastre.
Loisel regresó por la noche con el rostro demacrado, pálido; no había
podido averiguar nada.
–Es necesario –dijo– que escribas a tu amiga diciéndole que se rompió el
broche del collar y que lo llevaste para que lo arreglen. Así, al menos,
ganaremos tiempo.
Ella escribió lo que su marido le pedía.
Al cabo de una semana perdieron hasta la última esperanza.
Y Loisel, envejecido por aquel desastre, como si de repente le hubieran
echado encima cinco años, manifestó:
–Habrá que hacer lo posible por reemplazar esa joya por otra semejante.
Al día siguiente llevaron el estuche del collar a casa del joyero cuyo
nombre se leía en su interior.
El comerciante, después de consultar sus libros, afirmó:
–Señora, de mi casa no salió collar alguno dentro de este estuche;
simplemente lo vendí vacío para complacer a un cliente.
Anduvieron de joyería en joyería, buscando una joya semejante a la
perdida, recordándola, describiéndola, tristes y angustiados.
Al fin, encontraron en una joyería del Palais Royal, un collar de
brillantes que les pareció idéntico al que buscaban. Valía cuarenta mil
francos, y regateando consiguieron que se lo dejaran en treinta y seis mil.
Rogaron al joyero que se los reservase por tres días. Se fueron con la
condición de que les darían por el collar treinta y cuatro mil francos en caso
de devolución, si el otro se encontraba antes de fines de febrero.
Loisel poseía dieciocho mil que le había dejado su padre. Pediría
prestado el resto.
Y, efectivamente, tomó mil francos de uno, quinientos de otro, cinco
Luises aquí, tres allá. Firmó pagarés, tomó compromisos ruinosos, tuvo tratos
con usureros, con toda clase de prestamistas. Se comprometió de por vida, firmó
sin saber lo que firmaba, sin detenerse a pensar y, espantado por las angustias
del porvenir, por la horrible miseria que los aguardaba, por la perspectiva de
todas las privaciones físicas y de todas las torturas morales, fue en busca del
nuevo collar dejando sobre el mostrador del comerciante treinta y seis mil
francos.
Cuando la señora de Loisel devolvió la joya a su amiga, ésta le dijo un
tanto displicente:
–Debiste devolvérmelo antes, porque bien pude haberlo necesitado.
No abrió siquiera el estuche, cosa que la otra juzgó una suerte. Si
notara la sustitución, ¿qué supondría?, ¿acaso, no era seguro que imaginara que
lo habían cambiado a propósito?
A partir de entonces, la señora de Loisel conoció la vida horrible de
los menesterosos. Tuvo temple para adoptar una resolución inmediata y heroica.
Era necesario devolver aquel dinero que debían: despidieron a la sirvienta y
buscaron una habitación más económica, una buhardilla.
Conoció los duros trabajos de la casa, las odiosas tareas de la cocina.
Fregó los platos, desgastando las uñitas sonrosadas sobre pucheros grasientos y
fondos de cacerolas. Enjabonó la ropa sucia, las camisas y los paños menores,
que ponía a secar de una cuerda; bajó todas las mañanas la basura a la calle y
subió el agua, deteniéndose en todos los pisos para tomar aliento. Y además,
vestida como una mujer pobre, fue a casa del verdulero, del almacenero y del
carnicero, con la cesta al brazo, regateando, teniendo que sufrir desprecios y
hasta insultos, porque defendía céntimo a céntimo su escasísimo dinero.
Era necesario mensualmente levantar los pagarés, renovar otros, ganar
tiempo. El marido se ocupaba por las noches de pasar en limpio las cuentas de
un comerciante y, cuando podía, escribía para afuera a veinticinco céntimos la
hoja.
Y vivieron así diez años.
Al cabo de ese tiempo habían pagado todo. Todo, capital más intereses,
multiplicados hasta el infinito por las renovaciones usurarias.
La señora Loisel parecía entonces una vieja. Se había transformado en la
mujer fuerte, dura y ruda de las familias muy pobres. Mal peinada, con las
faldas torcidas y las manos rojas, hablaba en voz alta, fregaba los suelos con
agua fría. Pero a veces, cuando su marido estaba en el Ministerio, se sentaba
junto a la ventana, pensando en aquella fiesta de otro tiempo, en aquel baile
donde lució tanto y fue tan festejada, tan admirada.
¿Cuál sería su fortuna, su estado al presente, si no hubiera perdido
aquel collar? ¡Quién sabe! ¡Quién sabe! ¡Qué mudanzas tan singulares nos ofrece
la vida! ¡Qué poco hace falta para perderse o para salvarse!
Un domingo, mientras daba un paseo por los Campos Elíseos a fin de
descansar de las fatigas de la semana, de pronto reparó en una señora que
pasaba con un niño de la mano.
Era su antigua compañera de colegio, siempre joven, siempre hermosa,
siempre seductora. La pobre señora de Loisel sintió un escalofrío. ¿Tendría
coraje para detenerla y saludarla? ¿Y por qué no? Habiendo pagado ya todo, bien
podía confesar, casi con orgullo, su desdicha.
Se paró frente a ella y le dijo:
–Buenos días, Juana.
La otra no la reconoció, sorprendiéndose de verse tratada de manera tan
familiar por aquella infeliz.
–Pero, señora… no entiendo... Usted… debe de confundirse...
–No. Soy Matilde Loisel.
Su amiga lanzó un grito de sorpresa.
–¡Oh! ¡Mi pobre Matilde, qué cambiada estás!...
–Sí; muy malos días he pasado desde que no te veo, y además bastantes
miserias.... todo por ti...
–¿Cómo por mí? Cómo… ¿cómo es eso?
–¿Recuerdas aquel collar de brillantes que me prestaste para ir al baile
del Ministerio?
–Sí, pero...
–Pues bien: lo perdí.
–¡Cómo! ¡Si me lo devolviste!
–Te devolví otro semejante. Y después hemos tenido que sacrificarnos
diez años para pagarlo. Comprenderás que representaba una fortuna para
nosotros, que sólo teníamos el sueldo. En fin, a lo hecho pecho y estoy muy
satisfecha.
La señora de Forestier se había detenido y meditaba en voz alta:
–¿Dices que compraste un collar de brillantes para sustituir al mío?
–Sí. No lo habrás notado, ¿eh? Casi eran idénticos.
Y al decir esto, sonreía orgullosa de su noble sencillez. La señora de
Forestier, sumamente impresionada, le tomó ambas manos:
–¡Oh! ¡Mi pobre Matilde! ¡Pero si el collar que yo te presté era de
piedras falsas!... Valía quinientos francos a lo sumo...
ANÁLISIS DE “EL COLLAR” DE MAUPASSANT
por Héctor Zabala ©
Este cuento es una ironía trágica a la vanidad.
LA PERSONALIDAD DE LA PROTAGONISTA
La obra no sólo es interesante por su desarrollo en
cuanto a intensidad dramática sino en especial por cómo va cambiando la
personalidad de la protagonista, Matilde Loisel, en apenas diez años. En
efecto, de,
• una mujer joven y fina pero pobre, que todo le
parece poco, que realiza escasos quehaceres domésticos, que le avergüenza tener
una sola sirvienta y no un ejército de servidores de librea y que sufre por la
continua carencia de dinero, pasa a ser,
• una mujer avejentada, endurecida y aún más pobre
que antes, que vive en una buhardilla sin sirvienta alguna, que debe hacer
personalmente las compras en el mercado para después cumplir con todas las
tareas domésticas y, que no sólo carece de dinero sino que encima está jaqueada
por una deuda que amenaza no acabar nunca.
Sin embargo hay algo que no cambia en ella: su
orgullo y su necedad. Al cierre de la historia, después de diez años, ya no
se trata de un orgullo fundado en su hermosura, simpatía y finura sino en la
idea de haber podido bastarse a sí misma para pagar algo a priori imposible
y en la ilusión sobre el nivel socioeconómico que hubiera alcanzado de no haber
ocurrido el accidente del collar. A decir verdad, Matilde cambió, pero en lo
esencial no.
Lo irónico del asunto (y que recién se aclara al
finalizar el cuento) es que se trató de algo estúpido: la pérdida de una mera
bagatela, tan pobre como su propia condición miserable y tan de fantasía, como
la fantasía de grandeza que todavía mantiene intacta en su soñadora cabecita.
INDICIOS
El autor nos va deslizando detalles que apuntan a
decirnos sutilmente que en todo este asunto ocurrirá:
a) un malentendido
• Ya en los primeros párrafos se habla de “…un
error del destino”, que si bien se refiere a las circunstancias de la joven
Matilde, también se puede tomar como el preanuncio de un error grave (la
pérdida de una joya aparentemente carísima, que resulta ser una bagatela).
• “…y después escapó con su tesoro”. En
el momento de leerlo uno puede pensar que efectivamente se trata de una pieza
valiosa, pero a decir verdad sólo era un tesoro para ella, Matilde, un tesoro
en su imaginación.
• “
...
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