lunes, 5 de diciembre de 2011

LA VIDA MISMA EN PALABRAS...


 
 
*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera-http://galeria.walkala.eu

 
 
 
 
PRIMER AMANECER*               
  Para mi hijo Néstor

*Por Emilse Zorzutzurmy@yahoo.com.ar





CANCIÓN DE CUNA

Arqueo mis entrañas.
Entretejo una cuna
con lloviznas de septiembre.
Surge el febril encanto
de bordar la mantilla,
elaborar la leche,
enhebrar plumas al nido.
Amaso goce y angustia
entrelazadas con dudas.
Anhelo fibras de acero
para completar mi hazaña.
Canto canciones de cuna
y abro puertas al mañana.



MISIÓN

Oprimo tu mano.
Pensarás que mi palma
es tu morada,
el conjuro mágico que ahuyenta
lo que duele,
lo que daña, lo que frustra.
Que la fiebre cesará
con mi caricia
y beberá tu angustia hasta matarla.
Potenciarás mi magia
en tu mente
para que brille el sol
cada mañana.
Esa no es mi misión,
el desafío
es sembrar en ti mis ideales,
es darte la nobleza de mi raza,
es verter el acero en tus entrañas
y que el lodo
no te doble de rodillas,
que puedas nacer al amor
en la caverna
donde todos los días
nace el alba.




FRUSTRACIÓN

Construí con mi razón
el primer muro.
Con mi "NO" marqué tu territorio.
Pude ver tu rencor,
tu rebeldía
congelando sentimientos,
ensanchando la distancia.
Elegiste tu refugio
y a hurtadillas
esperaste mi arrepentimiento.
Pero debes saber, niño mío,
que te señalo
el largo preciso de tus alas.




PRIMERA PALABRA

Estás jugando con letras
que aprendiste
en la vida.
La A es una montaña
que encierra amor
en su cueva.
La M es un camino
que ondula
por la rivera.
La O es un gran pozo
muy húmero
y en tinieblas.
La R es un capricho
que no se sabe
donde comienza.




MIEDO

¿Por qué se enoja el viento
y siembra amenazas
que liberan miedos?
¿Por qué el relámpago es fuego
y parece entretenerse
arañando nuestro  techo?
Acuna, hijo, tus fantasmas
que solo son ilusiones
hijas de cada invierno.
Conocerás otro infierno
que construyeron los hombres
sólo para alimentar su ego.


*Poemas de Emilse Zorzutzurmy@yahoo.com.ar





 
LA VIDA MISMA EN PALABRAS...
 
 
 
 
 
AQUEL TIEMPO*
          

*Por Jorge Isaíasjisaias46@yahoo.com.ar



 En ese tiempo traslúcido yo me iba silbando con mi perro y mis tramperas, mis boleadoras de plomo y mi honda matadora de pájaros.           
Cuando escribo “en ese tiempo”, es como si no hubiese existido o estuviera allí, esperándome, como una película detenida que espera el accionar de la manivela para que todo vuelva a andar. Si bien los medios de locomoción eran más primitivos con respecto al presente, y la vida más sacrificada, y tal vez gracias a eso había más movimiento y más  gente en los negocios y en las calles, que, si no fabulo con el paso de los años, la población era más numerosa. Pero no, no fabulo porque están los censos para atestiguar el lento desgranamiento de numerosas familias que comenzaron a migrar hace setenta años y hoy lo hacen con mayor premura, aunque no se van las enteras familias sino la parte más joven y dinámicamente expectante del pueblo. No obstante, a veces, se me van cruzando algunos nombres, fechas, situaciones que hoy son el olvido y que  resultaron interesantes en su momento.
Sé que no conmuevo a nadie si escribo algunos nombres, pero alguien debe hacerse cargo de ejercer una justicia melancólica, o un gesto reparador, pese a los vientos de olvido y desolvido.
            ¿Quién se acuerda de Adrian Oscare, a quien apodaban “El Juez”, siendo que no era sino un oscuro hombreador de bolsas de la Casa Arregui? ¿Y los hermanos Aróstegui?, Vicente y Ricardo, eran “el Vasco grande” y “el Vasco chico”, respectivamente. ¿Y Faustino Brochero, apodado “Pancita”? Y Cipriano Carmen Herrera, el popular “Chocolate”? ¿Y Rosalino Mansilla, Raúl Cornelio Arias, apodado “El Manco”, y su hermano Albino, negro como la noche, no hacía honor a su nombre?. ¿Y Juan Amalio Herrera a quien todos llamaban “El Chino”, y don Horacio Vega, y el “turco” Abraham Salí, a quien llamaban “El turco sucio”, o a Francisco Alí, a quien decían “El turco Francisco”?
¿Y don Esteban Echeverría casado con doña Dolores Fino que vendía chocolatines y helados en la puerta de la cancha?
Toda esta gente vivía en el pueblo antiguo y sus gestos estaban nimbados como por una luz tan clara que casi siempre enceguecía, como el sol si se mira muy de frente.
Los primeros diecisiete años de mi vida estuvieron absolutamente tiranizados por una sola pasión excluyente: el fútbol.
 En el primer equipo que yo vi, el primer equipo al que mi viejo me llevó a mirar como jugaban estaban aquellos ídolos que hoy permanecen intactos en la memoria de los veteranos: Tin Morón, arquerito heroico: en defensa Quique Moreno, Anselmo Vera, a que llamábamos “Verita”, Juicho Becerro,”Tit” Gardella, Capobianco, “Tuto” Vega.
Y adelante: Morenito, Carbonin, Parabatti: Remigio Gramajo, el “Loco” Moreno que se vendió en un clásico y como era ferroviario llamó ese domingo a la 11 de la mañana al club diciendo que había atropellado una vaca y estaba  detenido.
¡Las pasiones que producían en ese entonces los clásicos! Empezaban las ansiedades y los pronósticos quince  días antes y se comentaba una semana después el terror de la circunstancia de una derrota o las mieles de un triunfo. Todo el barrio “El Jazmín” participaba de los preparativos aunque la emoción ese día tenía que ser agasajada. Doña Emilia Latini de Peralta era nuestra vecina y consultaba a sus amistades, nobles señoras que se fanatizaban por la camiseta roja y entre ellas hacían una cadena de oraciones y en esos días el “Ramos Generales” del Cholo Belluschi incrementaba la venta de velas y se concurría más  a la Iglesia para reforzar “in situ” las oraciones.
El reducido, el cuasi recoleto, pero visto a la distancia, el inmenso tiempo de entonces era amplio como el mismo universo, en esas primeras emociones en que todo se daba por amor a una camiseta, no importa si del barrio, o del Club, a esas protoremeras a la cual le colgábamos unas chapas de gaseosas de entonces a modo de distintivo o esas blancas, muy usadas que osábamos pintarle una inscripción o un distintivo porque entre los agujeros que ostentaba su uso auguraba un pronto pase al indecoroso destino del trapo de piso o siquiera repasador que limpiaba la plancha de las cocinas económicas ahítas de marlo o de leña seca esa que no hacía llorar los ojos de las señoras de entonces. Sus lagrimales se preparaban para ser usados oyendo las radionovelas ingenuas: “El paisano mala suerte” con Federico Fábrega y su compañía que recorría los polvorientos caminos de entonces, donde los pueblitos se colgaban en ese bordado asequible y lloroso en el hilo sentimental y cuasi ingenuo a prueba de corazones sensibles.
Nosotros, en ese tiempo, habíamos armado un equipito aguerrido con el cual competíamos en partidos de hacha y tiza con otros barrios de entonces.
Sin embargo,  por más que recorro mi memoria quienes eran esos otros pibes que con entusiasmo armaban sus propios cuadros para jugarnos un desafío, han sido olvidados.
Sólo recuerdo como entusiasta “armador” de otros cuadros rivales al buenazo de “Nenucho” Faravelli,  a quien todavía suelo ver por las calles de esta ciudad donde transcurrimos nuestro exilio de años. Sin embargo, hace poco le hice esta misma pregunta.¿quienes jugaba con vos contra la barrita dura del barrio “El Jazmín”?. Yo sólo recuerdo a Edgardo Tossini, le digo. Y él siempre amable me dio alguna respuesta que no me satisfizo porque los que me nombró  eran muy chicos con respecto a nosotros. Hubo, lo digo amablemente, un desacuerdo o un desacople entre su recuerdo y el mío, que al ser dos subjetividades persiguiendo el retazo percudido de la memoria, es factible que se pierdan en los vericuetos insomnes de la nada.






Querido juanchi*

Como todos los años… me da las ganas de escribir
El espejo de tu figura tan varonil y masculina
Arrebatan mis esperanzas y mi futuro
Deseando lo mejor para vos.
No quiero que empañes con tus preocupaciones del ahora con un episodio más leve, pero que necesita de un tiempo de cuidados.
Todo el pasado que lograste superar y que  de nuevo ante un contratiempo del destino, nubles el aquí y ahora.

Como me decía Mercedes, mi Profesora de yoga
De las cosa negativas algo tenemos que aprender…
A veces el oráculo nos da  enigmas
Que pensamos que no nos merecemos
Y que otros la pasan medianamente mejor.
Pero bueno hay que afrontarlo por más duro que sea.
En el hechizo de la imperfección estará la aventura.
Las cosas malas parecerían que son las únicas que quedan
Que marcan y dejan huellas filosas.
¿Pero ahora me pregunto?

Con todo lo que pasaste  y lograste salir de esos estados de dolor
Que sabemos que casi estabas al ángulo de la muerte
Los sorteaste con fuerza y esmero.
No es fácil para un chiquilín de 17 años haber estado encadenado a una bomba
Que te daba aire para respirar
Si lo vemos del lado de la oscuridad
Parecías un perro atado con un collar de ahorque
Mientras todos estaban de vacaciones, vos la pasaste intentando respirar en forma independiente y entre ruidos metálicos de una clínica, en una habitación re diminuta

Si lo miramos desde la luz superaste esos tratamientos y lograste tener lo mejor que hay en la vida que son tus amigos.
Pudiste entrar en la Facu y rendir materias y recibirte de Mandatario Nacional.
Has tenido tus amores y desamores, ambos imprescindibles para beber el condimento del carácter.
Con tu padre, en tanto áspero has podido mantener una relación de trabajo que te sirve para estar más holgado.
Con yu ingeniosa inteligencia descubres las verdades y las mentiras. Sabes de la personas más de lo que puedes imaginarte. Tenés la cualidad de ser honesto con tus afectos y cruel con la injusticia.
Tu imperiosa sensibilidad hace de vos un portador de amplias virtudes.
Tu impaciencia, típica de la juventud no renuncia el tesón de la conquista...

Qué decir cuando en las noches escucho tu guitarra salvaje y  tu voz afinada cantando canciones de roqueros. Me has hecho admirar y escuchar detenidamente las letras de esos músicos con asombro. En esa tibieza de notas musicales me duermo creyendo que soy más joven de lo que dice mi documento.
Tus fotos de Facebook muestran el optimismo y la compañía de tus pares.
Tus comidas elaboradas por tus propias manos renuevan el espíritu de tu independencia.
Tus proyectos firmes se concretan ya en tu entusiasmo.
Hay más para decir, hay mucho por andar, pero por ahora creo que es suficiente..-
Mamá. 4/12/2011.-


*De Azul. azulaki@hotmail.com



 
 
LAS ENTREVISTAS DE CARLOS ALBERTO PARODÍZ MÁRQUEZ
 
 
“La literatura es poner en palabras la vida misma”


*Por CARLOS ALBERTO PARODÍZ MÁRQUEZ. parodizlaunion@gmail.com



Desde Comodoro Rivadavia el escritor, médico psiquiatra, y militante, Miguel Ángel de Boer, revisa su historia.


 
 
Los recuerdos son como los sueños: se interpretan. Y como la duda es la madre del descubrimiento, es oportuno hacerlo con este respetado profesional y elegido autor, publicado en el mundo, para conocerlo.
Escritor y médico psiquiatra, sus actividades se nutren de una resistencia llamativa que lo realimentan. Un militante político que perdió una esposa asesinada por la represión, se sobrepuso para dar su experiencia y elaborar la contención que la tarea demanda.
Ayuda a rehacer lo deshecho y esa solidaria vocación lo devuelve reconvertido en un poeta caudaloso, ensayista respetable y narrador de garra, que puede verificarse según se lee. La aventura de vivir y ayudar para que ello ocurra no es una tarea menor y se desliza en la construcción de sus respuestas..


–¿Cuál es tu historia, Miguel Ángel de Boer?


–Yo soy oriundo de Comodoro (Rivadavia) y nací en 1950; mi ascendencia es de abuelos sudafricanos y holandeses, Boer; ellos llegaron después de la guerra (anglo- boer), que duró cuatro años y fue cruenta, porque eran resistentes. Agrego que estos Boer recibieron campos de concentración y algunos fueron desaparecidos, antes de ser Sudáfrica.


–¿Y qué fue de tus estudios?


–Estudié la primaria en la región, en campamentos de YPF en colegios estatales, hice el secundario en el Nacional Perito Moreno, estatal de excelencia, terminé en el ‘66. Ya había ocurrido el golpe de Onganía. Tengo la suerte de tener una formación media buena, soy hijo adoptivo, busque a mis padres y estuve cerca, pero no logré dar con ellos.
Educación y trabajo son ejes del crecimiento humano. Yo cumplo uno de los primeros grandes sueños, que fue estudiar medicina, lo hice en Córdoba por el prestigio de la Universidad. Fue en 1966-67. Tengo una esposa muerta, previo al ‘76, con quien estudiaba.
Ya habíamos estado en la cárcel. Murió en un enfrentamiento. Un militar me dio el título, investido como decano, en la Facultad. Y me vuelvo a Comodoro y empiezo a trabajar en un servicio de Psiquiatría. Yo atendía gente afectada por Malvinas, luego tuve un espacio profesional bastante afirmado.


–¿Y el acercamiento a la literatura?


–Tuve la suerte de aprender a leer a los cuatro años. No tengo preferencias, soy lector errático, soy lector ecléctico, soy de leer cinco o seis libros a la vez.


–¿Qué resultó de la experiencia de escribir?


–Escribir para mí se fue construyendo; primero ensayos por la profesión, después empiezo a escribir artículos para diarios locales sobre salud mental, por hechos sociales y su relación con la salud.
Ese conjunto de textos fueron ocurridos entre el ‘83 y el ‘90. En la dictadura hice relatos que nunca publiqué, relatos y poemas sobre mi experiencia cordobesa, y dadas las condiciones, jamás pensé en publicarlos. Ahora será mi próximo trabajo.


-¿Cómo se ve ese recorrido?


–La suma de trabajos constituyen mi primer libro, “Desarraigo y depresión en Comodoro Rivadavia (y otros textos)” de 1993, cuya tercera edición lancé este mes.
Ese libro está en todo el mundo, sobre todo en universidades, es materia de estudio en la Sorbona, Córdoba, en España, contiene artículos orientados a la salud mental. Utilizo un lenguaje coloquial y prosa poética. Tiene reconocimiento.
Me sorprendió muchísimo. La primera edición fue en 1993 pero los artículos datan del ‘83 en adelante. Luego publico poesías en distintos medios locales y en Buenos Aires, en Antologías.
En el 2002 en Noruega, publican una Antología que es anual y aparezco junto a García Márquez, Mario Benedetti, Eduardo Galeano, antología donde hacen aparecer escritores relevantes de Latinoamérica, que se distribuye en el mundo. El titulo es “Anuario sobre Latinoamérica”.


–¿Cómo fue ese impacto?


–El primer impacto lo recibo con el primer libro y una carta de Ernesto Sábato felicitándome. Estoy publicado en antologías varias, una en Roma en 2005. “Poemas traducidos”. La venta era para reconstruir el museo africano en Cuba.
Uno de esos trabajos dedicado a mi padre se llama “Contramaestre, mar y viento”. En 2006, en Letras del mundo, editado en Buenos Aires, un rumano elige el material a publicar en su país, y ese trabajo se edita en Rumania, en 2005.
Se titula “Pura luz contra la noche”, y es de gran difusión en el mundo, luego me incluyen con poemas y relatos en el libro que sacan Las madres de Plaza de Mayo, en 2006 “A los 30 años por los 30.000 memoria verdad y justicia”.
También publico artículos profesionales. Los títulos citados han sido editados en chino, en árabe, he sido traducido en Israel, por ejemplo. Ahora están por publicar en Roma poemas que saldrían en el 2012. Mis próximos libros son de relatos de ensayos y de cuentos.


–¿Algunas percepciones?

-La vida es compartir. La literatura es poner en palabras la vida misma. Dios si es que existe esta distraído, pero más me preocupa que algunos hombres lo estén.


*Fuente: La Unión Espectáculos y Cultura 4/12/11 http://www.launion.com.ar/?p=72635






Durmientes*



*Por Horacio González.



Primer durmiente

El que escribe estas líneas es viajero de ferrocarril, no investigador. Se jacta de los viajes que ha hecho y de los kilómetros de vías que ha recorrido desde su infancia, misteriosa medida a la que lo introdujo su abuelo ferroviario, antiguo encargado de la estación San Martín del entonces Ferrocarril Mitre, de quién escuchó pronunciar por primera vez palabras como buje o estopa. Luego, en las traducciones de un Shakespeare leído en la facultad –“la estopa de que están hechos los sueños”, en La tempestad-, la palabra no podía abandonar su traqueteo ferroviario.
  Tiene también fuente remota –en mi propia experiencia y seguro que en la de muchos- la equiparación del paso del tren a la expresión cinco-pesos-mucha-plata. La cadencia de la locomotora parece que desde el comienzo exigió el acompañamiento de un silabeo propicio. ¿Pero por qué ése? Evidentemente, en el fondo último del lenguaje hay una melodía repetitiva que busca su origen en el mundo mecánico. Cuando el tren cruza las poblaciones, hay un corte en la imaginación, nos deslizamos hacia un contraste inspirador entre el que pasa –fugazmente entrevisto a través de fugaces ventanillas- y el que queda mirando absorto, sin poder armonizar sus propios pensamientos. Nada mejor que acompañar ese sentimiento con una frase indescifrable, pero de apariencia clara. Cinco-pesos-mucha-plata. La patria ferroviaria de la infancia. Los brazos mecánicos de la locomotora, maravilloso invento de la era de las calderas a vapor, exigen la pleitesía de un lenguaje que a la vez se mecanice.
Y la ironía. Cinco pesos quizás sería mucha plata en algún momento y con algún tipo de moneda. Pero más bien parece la exclamación de un padre frente a un hijo pedigüeno. Le niega los cinco pesos, pero a través de un ajetreo de la máquina. Quizás piensa que en lo sucesivo no sería necesario decir esas palabras rituales, pues bastaría escuchar el pasaje de una formación ferroviaria como una súplica ignorada. Ella hablaría por el padre y el hijo escucharía en ese pasaje, de una manera amistosa, la síntesis de los dichosos rechazos a sus rogativas.
Con el tiempo, olvidado ya el mítico origen de la expresión en la economía dineraria familiar, podría funcionar como una relación del ferrocarril con la manera de hablar de los financistas o de los hombres de negocios. El ferrocarril habla con su gramática alojada en la juntura de las vías. Nunca el encaje es perfecto; no puede haber una vía única, un listón de acero infinito sin incisiones. Es una necesidad compositiva del ferrocarril. Pero el efecto es gramatical, la pausa entre frase y frase, que siente el viajero como una letanía que puede acompañarlo mientras dormita contra el marco interno de una ventanilla. Así, la rítmica de la rueda sobre el hiato de las vías, reclama la frase. En un film de Kurosawa, esa frase es dodes-ka-den. Sería fácil decir que en el origen del lenguaje hay una onomatopeya mundana, naturalista. Aquí lo sería del mundo industrial, hecho de trenes, hierro, trolebús y carbón.
Hasta que conociéramos otras tecnologías, el ferrocarril era una síntesis del ingenio humano. Su entrecortado silabario ya no puede estar presente en la era digital, cuyos sonidos rítmicos –que consigue amortiguar el tipeo de las antiguas máquinas de escribir-, ya no está sometido al ensamble de pitidos y pequeños saltos de vagones en cada juntura de vías, sino a un continuun de redes y conexiones perpetuas. Porque el ferrocarril, en esencia, es un fenómeno perceptivo, lo que no disminuye sino que aclara su papel en la civilización industrial y la guerra.
Es que desde hace casi dos siglos, ha contribuido a cambiar nuestra percepción del territorio, del paisaje y de la vida. En su mismo nombre, el “camino de fierro” lleva inscripto el emblema del mundo moderno: la ingeniería del metal y la travesía. Su escenario histórico lo componen la economía capitalista, el diseño industrial y un constante vapor de calderas, que muy bien ha sido captado por las primeras imágenes del cine –Lumière- o escenas clásicas como la entrada del tren a la estación Saint Lazare, pintada por Monet. Los materiales ferroviarios están en su propio nombre. Son tan macizos como impalpables: el hierro y el tiempo, las señales mecánicas o eléctricas y ese acto revolucionario de la visión en movimiento.
            En la era industrial, el ferrocarril no es sólo un evento de la expansión de la riqueza y un instrumento político y militar, sino también una forma de vida. Una de las más potentes metáforas del siglo XIX es esa conjunción entre el camino (es decir, el movimiento, la economía, el permanente desplazamiento) y el hierro (es decir, el poder de permanencia de la materia).
            No disminuye el papel del ferrocarril en la expansión capitalista –que tan bien consideró Marx en El dominio británico en la India-; es decir que novela y ferrocarril van juntos. Mientras Stendhal definía la novela como un espejo que recorre un camino, Marcel Proust estudiaba las mudanzas que ocurrían en la mirada humana, en el pasaje del ferrocarril al automóvil. Por eso, ferrocarril e invitación ideológica al “mundo moderno” son indisociables. Mientras la expansión económica descansaba en la ampliación de la red mundial ferroviaria, muchos escritores lo tomaban como escenario de acontecimientos radicalmente modernos, como intrigas policiales o persecuciones peligrosas. Por eso, ferrocarril y cine se dan la mano. Porque si entre las primeras escenas tomadas por una cámara de cine, se puede recordar la filmación de un beso, también la entrada de una locomotora a la estación es aquella potente y célebre imagen que ya tiene más de cien años, en su momento extraordinariamente remedada por Favio en Gatica en la estación Retiro, convertida en una Gàre universal.

Segundo durmiente

Antes del exocet, el misil inteligente y los aviones caza silenciosos, el ferrocarril fue un acontecimiento técnico y comunicacional contemporáneo de las antiguas grandes guerras. Hay que pensarlo junto al acorazado Potemkin, aUna excusión a los indios ranqueles y los cañones Krupp. (Y a Bonaparte III y al Mariscal Francisco Solano López.) Hay antiguas viñetas, estampas o fotos con escenas ferroviarias provenientes de la Guerra de Crimea (de donde se trajo la primera locomotora argentina, La Porteña), de la Guerra Franco-Prusiana de 1870, de la Revolución Rusa (que hizo circular los famosos trenes blindados del ejército soviético), de la revolución mexicana o de la primera guerra mundial, sin olvidarnos del sórdido papel del traslado de prisioneros hacia los campos de concentración en la segunda guerra mundial, apretujados en vagones de carga. Y esas imágenes son también un compendio del mundo moderno en su triple dimensión económica, bélica y técnica, dimensiones que suelen coincidir en momentos muy dramáticos de la historia.
Un relato sobre los campos de concentración –olvidé el nombre de su autor- refiere el momento en que alguien, cuando se detiene el vagón, lee por primera vez una palabra que en ese momento no significaba nada: “Auschwitz”. Una prueba. Miremos con inocencia el nombre de las estaciones y pongámonos en guardia. Durante años viajé desde la estación Villa Pueyrredón hacia Retiro. Los nombres de estaciones no significaban nada de tanto revisitados, pero cierta vez, en un viaje al Norte, entre sueños miré hacia fuera de un tren cuya locomotora esperaba reponer agua –esas mangueras de lona verde y una quijotesca bomba de succión superior a la de las estaciones de nafta- y vi “Taco Ralo”. Era el pacato nombre de una estación tucumana, pero ya había entrado en la crónica política argentina.
            El ferrocarril nos recuerda precisamente ese dramatismo que permiten destilar las ventanillas. No hay representaciones fuertes de la historia social y política del último siglo y medio, en las que no esté presente el ferrocarril. Alguien dijo cierta vez “el automóvil es la guerra”. Podría decirse lo mismo del “camino de fierro”, que alternó su papel civil con su papel militar, enlazando ambos aspectos con su verdadera condición de signo mayor de las fuerzas productivas basadas en el carbón, el petróleo y el acero.
            Surge el ferrocarril en las minas inglesas al final siglo XVII y se va desarrollando como una combinación de máquina a vapor, caldera tubular y distintos tipos de riel, que primero eran de madera. Su idiosincrasia económica, inscripta desde su momento inaugural, se reveló en su capacidad de ser protagonista de las grandes aventuras colectivas que fundaron naciones, como la expansión hacia “el Lejano Oeste” en los Estados Unidos, o la consolidación de los ciclos del trigo y de las carnes en la Argentina, trazando en este caso su destino de país exportador de bienes primarios. Pero esta simbiosis íntima entre el ferrocarril y la economía mundial, no impide que su imagen complementaria sea la del convoy militar o la del trasporte de tropas, de modo tal que también podría decirse: “la locomotora...fue la guerra”.
La expansión ferroviaria se despliega en economías mundiales basadas en un conocido esquema: las materias primas de los países no industrializados son exportadas hacia países manufactureros, y ese “intercambio desigual” forja la civilización industrial europea desde la mitad del siglo XIX. Los escritos de los políticos y economistas de principios de siglo, como Hilferding o Lenin, señalaron el rol que cumplía el ferrocarril en las finanzas mundiales y en la división de trabajo entre países industriales y países coloniales.
            En la Argentina, esta situación fue estudiada por ensayistas o políticos, entre los que se destacó Raúl Scalabrini Ortiz. La obra de este escritor está marcada muy profundamente por la conciencia de que el drama político argentino era en primer lugar un drama ferroviario, pues el trazado de las ferrovías –la “red asfixiante”- se había hecho para garantizar que el país cumpliera funciones económicas subordinadas a los centros industrializados, particularmente Gran Bretaña, de donde provenían los capitales que controlaban los ferrocarriles argentinos.
            De este modo, podía estudiarse el rol de la Argentina en el mundo, casi equiparándolo al de la India. El ferrocarril “textil” del Ganges había sido construido casi simultáneamente al ramal “cereal ero” que iba de Buenos Aires a Rosario. El ferrocarril, para estas concepciones, era visto como una poderosa fuerza productiva que introducía culturas industriales, pero también como una “telaraña de sujeción colonial”. Así, Sarmiento, gran impulsor de ferrocarriles, pudo preguntarse en su vejez, si ese progreso que parecía la obra impulsiva de un puñado de visionarios, no era asimismo un hecho que escapaba a la voluntad de los políticos, al hallarse prefigurado -y de manera inflexible- en el corazón mismo de los capitales mundiales.
            Lenin menciona varias veces a la Argentina en su escrito sobre el imperialismo. (Jorge Abelardo Ramos las había contado, creo que 19 veces). Las menciones son a propósito del ferrocarril, esos más de 30.000 quilómetros que protagonizaban la “etapa superior del capitalismo” en un remoto país que sin embargo tenía en su vasta llanura un símil cálido de la estepa. Los economistas de las izquierdas nacionales –y también los demás- habían analizado exhaustivamente cómo la malla ferroviario hacía de la pampa argentina una economía complementaria de la acumulación y producción industrial europea. El ferrocarril como espada de acero y hulla del alto capitalismo fue un tema central del pensamiento económico como lo es hoy la economía informática y las telecomunicaciones reticulares. Las grandes fábricas de imágenes forman extendidos talleres de operadores simbólicos –es una manera de decir- equivalentes a cientos de “Tafís Viejos” o “Lagunas Paivas”.
El movilero de la era de de la televisión universal, en su inocencia preguntona, es el último eslabón de captura, póstumo juez de cualquier ocurrencia barrial o de la novedad constituida en la última frontera. En la historia de los oficios forjados ante la razón técnica, comparémoslo con el ferroviario. Una figura central de la cultura argentina -y por supuesto, de por lo menos dos siglos de una cultura fenecida- es la del ferroviario. El jefe de estación, el conductor de locomotoras, el guardabarreras, el señalero, el boletero, el guarda... Todos ellos son oficios y profesiones que están en extinción, al compás de las aceleradas mutaciones producidas en las últimas décadas. El propio ferrocarril, que forma parte de la cultura popular argentina como animador de vida y productor de imágenes (el silbato del tren en la noche, el soliloquio del guarda al anunciarse con su “pases, boletos y abonos...”) se halla en estado de desmantelamiento y de desprestigio. Estaciones abandonadas suelen coincidir con pueblos abandonados, con pérdida de la identidad cultural de las poblaciones y con destinos individuales crecientemente empobrecidos o disminuidos. El “Chancho”, mote del inspector de trenes, ya no pasa más, bamboleante con su gorra bordada y con su uniforme de general en jefe de un ejército de durmientes y pasajeros sin boleto.
            Los obreros ferroviarios, por otra parte, fueron el eje del sindicalismo en numerosos países, desde principios de siglo hasta bien pasados los años 30. La historia de las ideas sociales en todo el mundo está nítidamente asociada al gremialismo de los hombres del riel, una versión ocupacional del hombre que está solo y espera, menos metafísica pero no menos colectiva.
Tampoco la historia de la inmigración, en la Argentina, puede separarse de los oficios ferroviarios. El ferrocarril trajo, fijó, instituyó, dio trabajo, generó técnicos ferroviarios conscientes. Paradoja. Los más conscientes de su condición de obreros privilegiados fueron leales servidores de la clase gerencial británica. Podrían haberse considerado súbditos de la Corona. Lo digo con melancolía y consideración. Mi abuelo seguí con puntillosidad lo que podríamos llamar la “orientación británica” de la política argentina. En su Recanati natal había sido clarinetista de la banda municipal. En la Argentina entendía el ferrocarril, la puntualidad en los horarios, la disciplina laboral, el cumplimiento con los jefes. Fue un trabajador constituido por la episteme ferroviaria, sin Scalabrini Ortiz ni Gramsci, que pensó en los inmigrantes italianos como portadores de una Italia del rissorgimento en los países sudamericanos. Se mantuvo ajeno a los accesos reivindicativos de un país no muy cómodo para esos regentes  y contadores de las railways inglesas en las pampas –no hubo un Kiplyng ferroviario-, que sin embargo pudieron jugar tranquilamente al golf muchas décadas. Mi abuelo fue un antiperonista decidido, enemigo mayor de las nacionalizaciones del ‘49, deseoso del dominio inglés, mientras recordaba a la vuelta del trabajo algunas poesías de Giacomo Leopardi, el hombre célebre de Recanati, quién no conoció los ferrocarriles. 

Tercer durmiente

Son innumerables las novelas, películas y poemas que tienen como protagonista a los hombres y las situaciones de esta densa cultura ferroviaria, que es una de las vigas maestras de la historia moderna. Films como Kilómetro 11, cuentos de Borges como “El Sur” o  “El jardín de los senderos que se bifurcan”, ensayos como Radiografía de la pampa de Martínez Estrada, o novelas como Los siete locos de Roberto Arlt, revelan hasta qué punto el ferrocarril es una mítica imagen que hunde su raíz en la imaginación colectiva, una escena imposible de separar de nuestra vida, sea como melancolía, sea como autodefensa de un patrimonio cultural que no puede ser despreciado ni abandonado.
En todos esos escritos hay pensamiento ferroviario. Es decir, pensamiento por el cual la literatura propone escenas que se tornan ferroviarias en la necesidad de un suicidio –el de Erdosain en un vagón- o en el reclamo de una teoría política –“el ferrocarril es unitario”, en Radiografía de la pampa. El origen del peronismo hubiera sido ferroviario, si no hubiera existido Berisso, la industria de la carne, los puentes no ferroviarios sobre el Riachuelo.  
Juan Bautista Alberdi en 1837 escribe una de aquellas palabras simbólicas, la número 10, que es de excelente factura. Es difícil encontrar hoy un registro o un estudio de los antecedentes federales y unitarios del país de esa envergadura, de esa precisión y de ese laconismo alberdianos. Y uno de los recuerdos de los antecedentes unitarios, además del republicanismo que según él es exógeno, es el nombre de la Argentina.
Es una de las primeras observaciones entre nosotros sobre el poder que tiene el nombre; el nombre de la argentina es unitario y ¿qué es el antecedente federal? La falta de caminos, de medios de comunicación, y de ahí, la necesidad “unitaria” del ferrocarril. Y el ferrocarril –dice Alberdi- es una forma de deshacer, de manera correcta y con la forma de los derechos, lo que la conquista española había hecho mal. El ferrocarril resumiendo el país, dándole su forma política moderna.
Ese Alberdi es retomado por Martínez Estrada: “El ferrocarril es unitario”. Esta frase es muy poderosa, si el ferrocarril es unitario, tenemos aquí el enlace de las variantes y los ámbitos conceptuales por lo que transcurre  este encuentro entre territorio, tecnología y forma de gobierno. Tenemos el territorio tecnificado con una categoría política que lo presentaría homogéneo. Lo unitario como nivel de civilización material, técnica. Es una proposición sobre la que vale la pena volver. No sea que la televisión sea el único factor de unidad territorial a partir de su capacidad de homogeneidad cognitiva, que hace ahora el papel del “ferrocarril unitario”.

Cuarto durmiente

Precisamente, eventos como la transmisión de los incidentes en la estación Constitución son lo unitario-visual cuyo tema es de alguna manera la crónica del desguace ferroviario del país. Lo ocurrido en la rebelión de Constitución, al promediar el año 2007, es un interesante momento de la relación televisión-ferrocarril. Puedo citar un artículo periodístico publicado en el diario Clarín sobre ese tipo de conflictos urbanos, donde la protesta se dirige contra el incumplimiento generalizado en el servicio público y las condiciones que vulneran las mínimas exigencias del derecho social al transporte colectivo.
Esa nota periodística  logra una imagen de la estación Constitución con todo su drama íntegro en relación en cómo se fue montando la reacción de las personas desde el inicio de la rebelión. Hubo una percepción inicial respecto a que el servicio se interrumpía en una hora de retorno a hasta la violencia final, después de la aparición de la policía. Lo que vimos en televisión, por otro lado, es muy importante, como lo suelen ser horas de televisión bajo el sentimiento de lo irresoluble, ese ida y vuelta de la violencia espontánea en un lugar cerrado, como lo es esa arquitectura catedralicia de principios del siglo veinte, templos para el creyente pasajero de los tiempos de oro del ferrocarril. Ahora la televisión filma ahí las batallas de los desesperados. La televisión, que cuando juega a lo inmutable, produce una escena pura, un tiempo regido por lo insoportable. Busca el grado primero de la violencia, pero que siendo filmada como hecho nítido e irreversible, se torna también un hecho narrativo, por lo tanto, reversible. Pero la televisión captó también la discusión entre los policías, cómo reprimir, con qué tipo de acción respecto al uso del armamento, un jefe incluso daba órdenes de no disparar.
Este tipo de escritos que aparecen en los diarios y que son seguidos por imágenes televisivas, son como fantasmas sueltos de nuestra actualidad; todos deseamos decir algo, escribir algo, tener nuestro texto y lenguaje, constituirnos en personas hablantes frente a ello; hay una insinuación de una voluntad colectiva de opinión sobre la “violencia presenciada” que no disocio para nada lo que puede ser una discusión sobre las formas, identidades y antagonismos de un país. Es decir, un tejido de presunciones que involucran la crónica, el estilo periodístico, la teoría u otro tipo de posiciones que, continuamente, mantienen la puntuación de acontecimientos difíciles de interpretar. Hay un desafío para la interpretación y puede muchas veces comenzar en un artículo de diario y terminar en un simposio.
Me pareció que esta periodista –su nombre es Ana Laura Pérez y estaba casualmente en el lugar- insinuó algo interesante, presenció el conflicto y lo escribió como una suerte de la analogía de la vida cotidiana, con crecimiento de los hechos de menor a mayor; está bien planteado, se lo lee con interés y perplejidad. Esta periodista dice algo muy interesante “eran personas incivilizadas pero pacíficas, de repente se convirtieron en hordas”.
Clarín tiene esas palabras en negrita y horda aparece en negritas. ¿Qué hace disculpable a esto? Porque si fuéramos lectores triviales, diríamos del modo en qué una periodista redunda otra vez en “civilización y barbarie”, pero incluso anota luego que la gente cantó  “el pueblo unido jamás será vencido”, anudando la disconformidad inmediatista con una verbalización política. Como es un escrito que podríamos denominar “fenomenológico”, al escribir horda, la periodista quiere decir: “lo que otros hubieran llamado horda”. Lo que podemos señalar como una escritura fenomenológica –cómo se despliega la protesta desde su primer elemento fáctico hasta su manifestación absoluta-, tiene la exención del juicio rudimentario directo que le condena las imputaciones. En verdad no hay imputación en ese tipo de escritura –que ya no es cabalmente filosófica, sino periodística, y a ese efecto, lateralmente filosófica- lo que permite leerla como un trozo limítrofe del idioma colectivo. Idioma que es injurioso, pero sin ánimo injuriante, que olvida su poder humillatorio, que retoma el veneno que está en el aire y lo señala en una prosa de captura –como la del movilero- pero para apenas decir “está ahí”. Es un alerta involuntario. Fenomenología pura: como se van creando y poniéndose ante la comprensión del mundo los cuerpos colectivos desde una sospechosa nada inicial.
Todo ello visto desprevenidamente en la estación Constitución. En los años 30 Martínez Estrada había escrito sobre ese viaje, de Constitución a La Plata, y lo había visto auspicioso, como un corredor de lujo. Hoy es el viaje de la pobreza, con un parque ferroviario desmantelado. Un viaje insurreccional. Pero de una insurrección modesta en su virulencia. Es cierto que los marineros de un célebre acorazado tomaron conciencia de lo suyo ante pedazos de carne agusanada. Estaban en el lugar justo, un poderoso navío de la flota del báltico. ¿Es lo mismo un vagón a Témperley, a Berazategui? ¿Habrá allí otra etapa de la conciencia, una vez aceptado que la rebelión frente a una comida en mal estado no alcanza? La imaginación televisiva acepta que hay un escalonamiento de la conciencia, a la Eiseinsten. Pero ya sin visiones complejas del poder político. Desde la Estación Constitución insurgida a la hora pico ni siquiera modificar la Constitución es un dilema. Quizás estas insurgencias en las postrimerías de la edad de las ferrovías indican que hay que considerar otra conciencia diferente en cuanto a la relación del hombre con las máquinas.
Si con el Acorazado era posible la progresión dialéctica de la conciencia –lo que implicaba finalmente que amortiguase su odio para pasar a construir otra forma de  vida-, con la Estación Constitución ese odio se manifiesta muy nítido. Pero no progresa, solo es posible relatar el momento en que se manifiesta con miles de grumos aislados y luego cómo llega a su máxima agonía, tomando palabras de la política, cánticos de redención escuchados a la distancia. Cuando llega la guardia policial, ésta no es zarista. Vacila, tiene órdenes de reprimir suavemente. Discuten los pretorianos entre ellos. No es cine soviético. Luego llega a un punto de atenuación, hasta el próximo desperfecto ferroviario. Este sucinto relato no precisa de los maestros de la dialéctica. Una buena nota periodística, mejor si es casual, alcanza.  

Quinto durmiente

El ferrocarril está de muchas formas en la vida de las personas. Esa presencia es experiencial, visual y artística. También laboral y táctil. De las tantas maneras en que podemos decirlo, el ferrocarril ofrece una idea del diseño industrial felizmente consagrada. La locomotora tiene más de una centuria resistiendo con su forma finalmente lograda, artificios construidos alrededor de una caldera que adquiere atributos sonoros y visuales únicos. Se convierte en un proyecto antropomórfico. Basta consultar algún dibujo infantil para asemejarla a una vivienda –chimenea, humo-, a una fábrica o una iglesia –silbato, llamado- y a una casa rodante: dos hombres uniformados o no, la conducen. Son los “maquinistas”, cuyo gremio argentino se llama “La Fraternidad”. Sindicalismo jacobino, socialista, tecnológico, aristocrático. Alguna vez hemos vista fotos de ellos con lo que parecerían gorros de piyamas, echando carbón al hornillo, sacando el brazo por una ventana semicircular y bajando palancas, imperturbables.
            La locomotora encabeza el cortejo –la composición, la formación, el convoy- con arrogante dignidad. Hablamos de los brazos de los maquinistas. Están los brazos de acero que empujan las ruedas, pistones que entran y salen de una caja humeante. En ambos casos son brazos. Es la catacresis; hay menos nombres que objetos que los precisan. Se repiten cuando aparece algo que por comodidad, se asemeja a lo que ya está nombrado. Pero el brazo del conductor de locomotoras lo imaginamos poderoso. El mundo infantil pudo imaginarlo así, ser conductor de máquinas era un oficio prestigioso, antes que aparecieran los camioneros –que nunca fueron descollantes en el deseo profesional de los sectores “educados”- y los pilotos de avión, que aún conservan la nobleza de su voz coloquial, alejando el sentimiento trágico cuando apenas informan de la temperatura exterior con certera indiferencia.
            El gremio de conductores de locomotoras, en la Argentina es muy antiguo, no tanto como el de tipógrafos. Pero habla de un origen socialista, con un toque libertario y otro republicano. No en vano el ferrocarril había que disputarlo, como al resto de las tecnologías, de lo que ya era sin lugar a dudas el dominio de la guerra. Le chamin de fer c´est la guerre. Pero es también la agricultura del granero del mundo.
El ferrocarril de trazado radial fue uno de los ámbitos más relevantes de la peculiaridad económico-institucional argentina, desde la segunda mitad del siglo XIX hasta los años sesenta del siglo XX. Si desde el punto de vista económico respondía a las necesidades del desarrollo de una economía de exportación con distintos tipos de complementariedad con las de los centros industriales externos, desde el punto de vista institucional no puede ignorarse que los conocidos proyectos de organización nacional -con sus despliegues educativos y sociales- también eran coetáneos al trazado de la red ferroviaria como un tejido cultural de circulación de bienes y personas que contribuía a reproducir decisiones genéricas sobre la situación de la Argentina en el mundo: su tipo de Estado y la configuración del proceso de ciudadanización.
Desde luego, este esquema mantenía una relación inherente y necesaria con la lógica de un tipo de expansión económica que permitía el estilo productivo del país, en especial, caracterizado por sus vínculos financieros, comerciales y culturales con Gran Bretaña. Al ferrocarril le debemos los campos de golf –entretenimientos de los gerentes de los suburbios de Londres o Lancashire, que hacían su carrera en la argentina entre caddiescriollos, luego grandes campeones, y cafecitos en el bar Británico. Pero le debemos también la crítica histórico-social. La crítica a una manera de implante de la red ferroviaria, adosada a la reproducción de una economía fuertemente entregada a la expansión del capitalismo  británico de dominio. Esto orientó en largas décadas a la política argentina, inspirando una consistente crítica, como la pensaron sectores que veían en el trazado y gestión ferroviaria una fuerte merma de la capacidad de decisión nacional y un obstáculo al desarrollo autónomo.
La nacionalización de los ferrocarriles poco hizo para cambiar este cuadro, pues muy pronto sonaría la hora -pocas décadas después- de la pérdida de interés en la industria ferroviaria como órgano social de una política económica autonomista. Las razones tecnológicas y políticas de esa situación eran comprensibles, pero el declive de las instituciones públicas argentinas y la corrosión de su vida política -junto a la pérdida de impulso y prestigio de sus empresas públicas y sociales- aceleró la pérdida de la centralidad del ferrocarril en la vida nacional.
Por eso, al comienzo de los años 80 -hay que recordar que el primer gesto privatizador y desmantelados, el Plan Larkin, ocurre durante el gobierno de Frondizi- se asiste al dramático desguace de la red y su paso a manos privadas en los casos en que aún se consideraba rentable. Todo ello ponía al descubierto un hecho muy obvio pero que quizás había pasado desapercibido en los años en que -a través de obras notables, como la de Raúl Scalabrini Ortiz- se criticaba el logos ferroviario alienado, como la causa de los males públicos argentinos. Ese hecho era la fuerte relación del ferrocarril con una cultura democrática y social ciudadana, con la vida de los pueblos del interior, con un proceso de sindicalización de escala masiva y con fuertes calidades reivindicativas (la Unión Ferroviaria fue uno de los primeros gremios del modernismo sindical argentino, de lo que aún es testimonio su sede en la Avenida Independencia, que data de los años ‘30).
La pérdida del ferrocarril, entonces, y más allá de lo que parecía su retraso técnico, nunca fehacientemente demostrado en países como la Argentina, se constituyó en un atropello económico-cultural, que dejó a miles y miles de personas desprotegidas y abandonadas respecto no solo a servicios básicos, sino a formas de vida y participación política. Mirar el mapa de la red hacia 1930 y mirarlo ahora -de casi 40.000 km. activos a menos de 2.000- es la crónica visual de la injusta decadencia del país, no solo en su vida económica sino también política. El propio ideal del trabajo y del despliegue de tecnologías para una clase de trabajadores ligados a la ingeniería y a las ciencias básicas de fuerte implantación social, fue desmantelado junto a miles de kilómetros de vías férreas. El atentado masivo que se produce a las fuentes laborales, técnicas y vitales del país no puede comprobarse fácilmente, pues va más allá del proceso privatizador, y se constituye en una expropiación de las fuentes de vida al implicar la lenta agonía de poblaciones y modos de agrupamientos colectivo.
La Universidad también se ha visto afectada por el mismo proceso, pues si bien su red no se ha sido desmantelada (y hay un paralelismo entre la razón ferroviaria y la razón de los estudios superiores nacionales), los sentimientos hacia ella de una sector minoritario pero influyente de administradores estatales pudo ser también de privatización-desmantelamiento-achicamiento. Es hora pues de que la Universidad, con sus conocimientos específicos, tanto técnicos como humanísticos, tanto de la ingeniería como de las ciencias sociales, tanto de la arquitectura como de la filosofía, se dedique a pensar todas las dimensiones de este fenómeno de crisis económica y cultural. Es preciso movilizar nuestras fuerzas de conocimiento y acción -a través del cuadro de recursos intelectuales más elaborados con los que contemos- para imaginar respuestas a lo que fue este largo ciclo de desamparo del trabajo, la técnica y la cultura social. Actualmente, el Estado ha preparado un plan de rehabilitación de talleres y redes, que forma parte de un delicado andamiaje de reconstitución de la cultura económico-democrática del país, y que no puede realizarse solo desde el Estado, aún en el caso de que estén correctamente definidas sus políticas.
Esperamos un gran debate sobre la rehabilitación de la conciencia ferroviaria (y junto a ella la vuelta a la producción de talleres como Tafí Viejo, Junín o La Plata), no solo la conversión de esas ruinas (basta ver las de Tolosa, cercanas a Buenos Aires, asemejándose a castillos medievales luego de un ataque salvaje) en centros culturales o universidades suburbanas. Pensarlo así no es solo un tema de estudio sino de sobrevivencia de la propia universidad pública.
Por eso, como aporte esencial y autónomo a la recreación de la conciencia democrática ferroviaria del país, proponemos movilizar los saberes disponibles, también creando otros, en torno a estudios de factibilidad de un nuevo trazado ferroviario nacional Sur-Norte, reaprovechando partes de las redes existentes. Este proyecto tiene una singularidad utópico-técnica pues está en la línea de generar un nuevo entusiasmo colectivo en torno a las tecnologías materiales y sociales ligadas de resurgimiento de poblaciones, que deberán ser también tecnologías apropiadas y autosustentadas, para lo cual la vida técnico-intelectual del país y nuestras universidades está sensiblemente preparadas. El compromiso de profesores y estudiantes con los estudios técnico-sociales de posibilidades, deberán ser a la vez estudios entrelazados a una visión narrativamente convocante en torno a la conciencia pública de reapropiación de medios de producción y vida. Lo mismo para el petróleo, gas y minería.

Sexto durmiente

            Un viaje en Tren de la Costa sirve para contrastar –a modo de científica prueba- todo lo que aquí decimos. Era un antiguo ramal del Mitre que luego de la estación Borges (¡nada que ver!), seguía junto al Río de la Plata, pasando por bellas estaciones como Acasusso y San Isidro. Desmantelado luego del Plan Larkin –no era “rentable”-, durante largos años ofreció un extraño espectáculo. Muchos lo descubrimos a fines de los sesenta, cuando llevaba más de una década de abandonado. Pasear por esas instalaciones excepcionales, el puente descascarado, los andenes bajo un inquieto pastizal, las maderas de las garitas pudriéndose al sol, las casillas de los pobre –todavía no habían aparecidos vocablos como carenciados, aunque sí asomabamarginales- generaba un auténtico sentimiento sobre los pliegues pasados de una historia. Un pensamiento puro, que nos golpeaba como estudiantes y que quizá de un modo irreconocible, se transportaba luego a la ansiedad militante. No porque había que “reactivar el país” –que eso lo hicieran los desarrollistas-, sino porque para la natural atracción que ejercían los cambios en la orientación del país, era una enigmática advertencia un ruina de las etapas industriales. ¿Era posible entrar a las militancias de la hora si no se tenía el complejo ideal de arrojar el optimismo indeclinable junto a los hierros inútiles? Nadie lo hubiera confesado, pero la militancia que coincidía en esos momentos con el final de la era ferroviaria, no solo quería reponer un orden justo, sino que salía al ruedo haciendo un pacto secreto con las ruinas modernas que siempre acechan. Los románticos vieron y saludaron a Roma decaída. Los sesentistas, a vagones ferroviarios aherrojados.
                Pues bien, el Tren de la Costa es la extensión de un shopping. Pero un shopping es la extensión de un vagón de tren. Incluso ahora mismo, en los destartalados trenes de pasajeros, los vendedores ambulantes son un shopping verdadero y auténtico, no atrapan al consumidor asignándole una falsa pasividad, sino que lo exigen con una dramática apelación. Un ferrocarril irreal, ese Tren es el reverso de la estación Constitución en guerra, nos trae falsamente el recuerdo del buen viajar, recuerdo al fin de una estructura práctico-histórico de una Argentina con puntualidad ferroviaria y ácido fervor scalabriniano. Los durmientes del este Tren duermen con tranquilidad su falso sueño de caddies detrás del gerente, esperando otros tiempos. Los durmientes de los otros ramales que aún funcionan, duermen un sueño verdadero del que despiertan con un lacónico aullido militante y fugaz.    

 
 
*Fuente: VÍAS ARGENTINAS. Ensayos sobre el ferrocarril.
milena caserola. 2010
-Contacto con los autores: viasargentinas@yahoo.com.ar
 
 
 
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