domingo, 12 de junio de 2011

Inventiva Social Junio 2011


AGUA MANSA DEL RÍO*

El viento trae del río
las añoranzas de barcos,
adioses de quienes partieron
para volar como pájaros.
El movimiento del agua
me da indicios de vida
y siento que si me detengo
el abismo se abrirá para mí
sin que pueda rebelarme,
sin retroceso que impida
buscar un nuevo destino
para seguir sin morir.
El río me da la imagen
de la lucha con la muerte,
mientras avance en mi senda
buscaré el amanecer

*De Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar






VENTANA QUE DA AL NORTE*



Ven amor. Valle quieto. Centauro. Pájaro dormido.
Descansa en mis pechos de bruma.
¿Temes  el presagio en tu ventana que da al Norte?
¿Te llama la heredad de un reino amurallado?
¿Tus manos temerosas, son un reloj parado?
¿Tu historia que se enreda en  tristísimos líquenes?
¿Los oídos, las bocas, los memoriosos ojos?
Un reino de ruleta rusa.
¿La alienación esfuma el rostro?
Suspendidos ojos, flotan.
Huellas. Angustiosas huellas. Miedo.
Sobre todo, miedo.
Alguien llora. Alguien ríe.
¿Oyes? Nueve días y nueve noches, ha soplado el viento.
Ventana abierta.
 El viento no ha apagado las fogatas.
Entran voces, luz de miel, besos de río.
Desborde de llantos contenidos.
Ven, amor. Ven y grita.
Tu grito más profundo, tu raíz.
Mi preñez acaricia tu frente.
Ven amor la ventana está abierta y da al norte.
Al Norte, amor, al Norte



*De Amelia Arellano.  arellano.amelia@yahoo.com.ar





Gitanos*

Reina la noche. En una playa agreste los gitanos baten palmas, parados en ruedo. En el centro hay una hoguera. Una bailarina de rojo, cabellos como crin de caballo salvaje, lunar en la mejilla, gira y alza los brazos cual extraña mariposa. El viento levanta chispas que, lejos de quemar a los presentes, se levantan en espiral, sumándose a la danza.
Algo se gesta. Se siente ir y venir con el aire, recorrer la escena como furtivo espectro, sin atreverse a mostrar el rostro.
Dos hombres, uno de edad madura y otro muy joven, camisa blanca semiabierta, pañuelo rojo, navaja al cinto, pantalones negros que dejan ver los pies descalzos, se destacan entre los demás. La luna, los astros, la hoguera, las chispas iluminan sus rostros; nada de esto es necesario: tienen luz propia, un aura común a pesar de no ser padre e hijo, ni hermanos carnales. El vínculo que los ata viene de otras eras... Se ven como un espejo en dos edades, mas solo uno pertenece a este mundo. ¿Quién es ese gitano misterioso, de ojos como estrellas, parado junto al jefe?
Súbitamente emerge de la oscuridad una mano que clava un puñal en la espalda del mayor. El traidor es abatido, demasiado tarde… estaba vaticinado. Solo así podía ser vencido, los cobardes no dan la cara. El joven lo sostiene en la caída, lo abraza, las dos camisas son rojas como el fuego, como el vestido de la bailarina. Alza en brazos a su compañero, despliega sus alas y se pierden en la lejanía hasta ser solo dos luces que se van fundiendo en una.
Los ven partir en silencio. Una nueva estrella está naciendo.


*De Marié Rojas.
La Habana. Cuba.







QUIEN ERA JUAN ALI*



*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar

         
  Del ancho del alto, del soleado tiempo de la llanura vienen las cosas.
Aquella llanura no tenía nada que ver con la actual, cuyo verde monótono de la soja mató las mariposas y las abejas y ese mar que ondea “que sí, que no” diría Neruda, como una ola y más que nunca la llanura, o el campo, como deseen, marea más que nunca como un mar como escribió hace sesenta años Baldomero, o, Fernández Moreno, “el viejo”, como coqueta o tristemente firmó en sus últimos años.
            Entonces si las cosas, o mejor, si los amaneceres o los crepúsculos vienen de aquel tiempo remoto, mejor. Viene el recuerdo entonces discreto a veces, como un inmenso tubo que horada los otoños, y en otros viene desmalezando ardores como en un sueño turbio, como a sabiendas que estamos trabajando con una materia oscura y olvidada, pero que en algún lugar, en algún rincón persiste, con una pertinacia digna de mejor causa.
            En los atardeceres cuando volvíamos de la antigua cancha del Club, felices, despreocupados, cascoteando pájaros y perros, veíamos apoyado en ese siempreverde en la esquina de “Manolo” González al “Turco” Juan.
            Cara patibularia, bigotes anchos y espesos como nunca más vi. Era sin embargo –luego lo supe- más bueno que el pan. Me inspiraba un temor atávico verlo allí parado fumando incasablemente cigarrillos “Fontanares” negros, que en ese tiempo venían sin filtro.
            Sería aún un hombre joven, pero yo lo veía muy grande, con esos bigotes –gigantescos-, esa mirada que yo veía torva, pero era más oscura seguramente de tristeza, no sé de qué trabajaba, tal vez en los galpones  de las casas cerealeras, y estaría seguramente afiliado al Sindicato de Obreros Rurales.
            El hecho de que siempre estuviera en esa esquina estaba motivado porque alquilaba una piecita en el conventillo de don Manuel González, asturiano, pequeño y gran trabajador, abuelo de mi amigo “Toto” Míguez, por parte de madre.
            Tardé varios años en pasar solo por esa esquina cuando mi madre me ordenaba hacer los mandados. Tomaba por la otra calle, la del “Cholo” Belluschi y de la familia Godoy, donde hoy vive el “Nene” Croato y tiene una agencia de autos.
            No le conocía familia, ni mujer, ni hijos, nada. Ni un mísero afecto, nada. Lo imagino perdido en esa pampa a la que finalmente se aclimató y donde hablaba con gran dificultad el idioma de su país de adopción. ¿Vendría de las guerras, de las hambrunas, de un largo y definitivo exilio?. No sé. Sólo que siempre me produjeron estos ex-hombres para usar una expresión que no le sería desagradable a Máximo  Gorki, un gran  interrogante y un gran dolor: De dónde venían y de qué huían o qué buscaban en realidad. Algo  de trabajo y de paz  que en sus países  de origen no habrían tenido con seguridad.
            Inútil aclarar que se los llamaba “turcos” porque de esa nacionalidad era el pasaporte que traían, pero casi con seguridad eran todos árabes,  y Juan Álí no sería una excepción.
            En ese tiempo y en esas habitaciones, que “don Manolo” había construido cuando tenía en la esquina un almacén, también vivía el nutriero Faustino Leguizamón, de quien recuerdo su altura sostenida  por largos huesos flacos, su sombrero aludo y viejo y sus bigotito fino. Nos saludaba  con su acento simpáticamente santiagueño.
            En esas habitaciones también vivieron mis padres, recién casados, cuando yo no era ni proyecto siquiera, alguien que vendría luego a morar esta bendita tierra clara de luz y belleza, pero también de injusticias y contradicciones.
            Lo cierto que esa esquina la cruzábamos siempre en barra, en ese caso saludábamos al turco “Buchanga”, o Juan Buchanga, como le decían, quien nos miraba con sus inmensos ojos desaforados y movía lentamente la cabeza hacia abajo, esa cabeza que estaba siempre cubiertos por una gorra a cuadros de visera.
            Pero solo no me animaba a pasar por allí donde Juan fumaba, tomado de una rama baja del “siempreverde”, el mismo que fue testigo del primer pájaro (un gorrión) que maté en mi vida, el que cayó con su piquito rojo sobre mi camisa y me manchó para siempre.
            En ese día no estaba Juan Buchanga, quien seguramente se paraba todas las tardes junto a ese árbol para cuidar la vida de esos gorriones que se reunían allí, meta bullicio, para esperar el sueño, y uno de ellos encontró la piedra de mi gomera asesina.
          



Su voz*



A pesar de que era difícil entablar una conversación, me encantaba escuchar su voz. En cuanto tenía un momento aprovechaba para llamarla y pasaba con ella todas las horas que podía.
Estaba deseando llegar a casa para tomar el teléfono y escucharla. Quizás alguno pudiera pensar que era una obsesión, pero a mí, estos ratos con ella me relajaban de todos los problemas de la jornada.
En cuanto llegué llamé inmediatamente y ella contesto al instante desde el otro lado del hilo: Son las 14 horas, 17 minutos 45 segundos, son las 14 horas, 17 minutos...
Me acomodé dispuesto a una larga velada disfrutando de su voz.



*de Joan Mateu  joan@cimat.es







El abarcamiento*



Él la abarcaba a veces, y ella otras lo mecía como si ella fuera la barca. Ella acunándolo mientras él la contiene en sus brazos a ella que lo abarca a él que la contiene a ella que lo sueña a él soñándola.
Ese día de niebla parecía el principio o el final del  mundo. El con la barca la va a buscar.
Lo único que lleva son los libros. Era mejor que el fuego este  destino exilio para ellos.
Era otro fuego.
Se bajó de la barca. Con los brazos cargados de hojas, la abrazó. Ella orejas abiertas, el voz. Se decían las vueltas de la tinta. Él, sobre la desnuda piel de ella inventaba palabras collares, palabras prendedores,  palabras aros. Tipografía, recortes, el mundo casi.  Ella lo condecoraba, lo
subrayaba, lo significaba, él se elevaba de poema. Envuelta  de polisemia, ella esperaba . Los significantes abrían los sonidos, los abrigaban. El mundo era tan expulsivo que habían querido retornar al principio. Dos cuerpos que se leen incansables, escribiéndose .
Sin dios, manzana ni serpiente, el paraíso tenía la forma de una biblioteca .  



*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar








El Espíritu de la Señora X*



*De Norma Costanzo. normacostanzo@vocampo.com.ar



Cuando falleció la señora X, protagonista de esta historia, el mundo de su familia se había derrumbado.
La señora X era el puntal de aquella casa, en todo sentido.
Cuando se casó, su esposo la llevó a vivir allí, era en ese entonces un caserón antiguo, sombrío, opaco. Ella, poco a poco lo fue modelando a su gusto, dándole formas diferentes. La llenó de color y vida.
Los muebles,  muy bonitos , hacían eco con la decoración en general.
Nada quedó librado al azar, estaba todo organizado y bien planificado.
Tuvieron tres hermosos hijos, así que además de ser el alma de la casa, manejaba a su criterio la vida de sus niños.
Era muy sobre protectora y celosa de ellos, de todo lo suyo, yo que la conocía muy bien, sabía cómo resguardaba todo de todos, cómo amaba celosamente sus cosas materiales y su familia. Por eso digo que cuando murió, todo se fue por la borda, se destruyó poco a poco. 
Después de su muerte, su esposo y los hijos se fueron a otra ciudad para reconstruir sus vidas. Ella quizás presintió esto y decidió quedarse en forma de espíritu cuidando su casa.
Por un tiempo, la casa quedó solitaria. Cuando yo pasaba por allí, me sobrecogía un no sé qué, algo inexplicable, no podía dejar de recordar el momento aquel en que murió, y luego el servicio fúnebre en el living de su casa.
Al tiempo alquilaron la vivienda y allí comenzaron las  apariciones. Su dueña no quería que nadie ajeno a su familia ocupe ese lugar tan sagrado para ella.
Nadie pudo quedar por mucho tiempo allí, porque la señora X no aceptaba la intromisión de ningún extraño. Todos se iban despavoridos con la sensación de ser tocados por un halo frío y misterioso. Los ruidos y movimiento de cosas de la casa espantaban a cuanto ser viviente osaba pernoctar en ella.
La señora X se aparece con una túnica blanca , larga, y solloza entrecortadamente.
Cuando me contaron estas cosas, me estremecí. En silencio, en mis oraciones, le pregunté qué la aquejaba. ¿Sería tal vez, un sueño no realizado? ¿Sería quizás no haber cumplido toda la misión que tenía pensada? ¿Llorará desde el más allá, por sus hijos? . Comencé a pedirle a Dios por su tranquilidad y paz eterna.
Hace poco, una señora sola, alquiló la casa  sin saber lo que allí acontecía. Muy pronto comenzó a sentir la presencia del espíritu.
Cuando me enteré de esto, hice coraje y fui a visitarla.  Para sorpresa mía, me encontré con una persona muy, muy especial.
Susana me contó que la señora X se aparece ante ella y le habla en un tono muy lejano, no siente miedo, al contrario, para ella es como un ángel.
Cuando toca el piano, lo hace a cuatro manos, porque “ella” se sienta a su lado y la acompaña en el teclado. También le gustan los perritos de Susana (tiene varios), porque ellos miran hacia el vacío y mueven la cola en señal de alegría.
Se nota que Susana es del agrado de la dueña, ambas se toleran, se quieren y están bien juntas. No puede ser de otra manera , como dije antes, Susana es buena, dulce y con un cierto aire de melancolía. Ella también sufrió mucho por los seres que amó, y valora mucho lo que fue en vida la señora X.
Esta casa que está en constante movimiento de misterio, tiene el encanto de lo oculto y la realidad viva de su actual ocupante.
Ya no siento temor cuando voy a visitarla, al contrario, me atrapa la dulzura de Susana, un ser que sabe ver más allá de las miserias humanas.
Es bueno que las dos señoras se entiendan, la de aquí y la de allá, así la señora X deambulará tranquila por su casa sabiendo que nadie la molestará y a su vez, Susana se sentirá acompañada por este espíritu que se niega a volar hacia el infinito.





Estación Ordoqui*


"Y le ofreció la aventura vulgar del encuentro en un cuarto de hotel
Amor no es literatura si no se puede escribir en la piel" (J.M.Serrat)


Descienden del tren casi al mismo tiempo, aunque no llegan a verse hasta pasados varios minutos, cuando la casi totalidad de los pasajeros ya ha abandonado la plataforma. Se encuentran en aquel espacio desierto, descubriéndose en una sonrisa compartida, él de traje sport, ella muy informal, mientras el tren se aleja pitando hacia la próxima parada. Se acercan resueltos, quizá algo temblorosos, para fundirse en un breve pero intenso abrazo. Un reencuentro entre el pasado y el presente, con un secreto
anhelo de futuro.
Caminan uno junto al otro hasta salir de aquella antigua estación, rozándose las manos. Al cruzar la calle encuentran un bar, clásico, con mucha madera.
Se sientan junto a la ventana, al solcito, pudiendo elegir ubicación al haber varias mesas vacías a esa hora de la mañana. Piden dos cafés, sin leche ni crema, y vuelven a mirarse.
Más de quince años de distancia entre ambos se volatilizan en segundos.
Parece como si se hubiesen visto el mes pasado, o tal vez un año antes. La esencia de la relación está allí, inquebrantable, como si ambos la hubiesen preservado para llegar a este momento, como si nunca se hubiese muerto entre los dos. Contemplándose a pocos centímetros, evaluando cada detalle, sorprendidos ante la decantación del tiempo.
La charla comienza con el intercambio habitual de figuritas: ¿en qué estás trabajando?. ¿te casaste?. ¿cuántos hijos tenés?. ¿qué fue de la vida de tus hermanos?. ¿y de tu vieja? El cruce de los relatos se abre paso en la memoria de ambos, cada uno modelando el camino recorrido en su propia vida hasta entonces. Y en medio de tanta frase interrumpida por la emoción de querer contarse todo, silenciando quizá lo más importante, no dejan de contemplarse. El la ve mucho más bonita que en su adolescencia, sin haber perdido la frescura, con los rasgos marcados de haber vivido mucho, con la risa chispeante de siempre. Ella lo ve más calmo, con menos pelo y más canoso, con esa típica profundidad en la mirada que lo atraviesa todo, atento a cada cosa que ella dijese. Y a medida que van pasando los minutos, que el café desaparece o se enfría en el pocillo, que la rigidez inicial que los dominara se va diluyendo, sin darse cuenta comienzan a extrañarse.
De pronto, ya no están más allí. La charla los lleva por caminos transitados en otra época, volviendo atrás en el tiempo, para descubrirse solteros e inexpertos, con la torpeza propia de la juventud para saber qué hacer con ese sentimiento que nace dentro del pecho y se proyecta de diversas maneras hacia el otro. El siempre quiso cortejarla de manera romántica, respetándola por sobre todo, y le escribió extensas cartas que ella releería durante años, volviendo a escuchar a su lado la voz de él -única para ella- al repasar aquellas arrugadas líneas, consiguiendo recrear la magia del primer momento, sintiendo cómo la calmaba con sólo hablarle, contemplando en ella a una persona además de una mujer. Por su parte, ella siempre se maravilló de que alguien pudiese considerarla de esa forma, ya que la diferencia en el trato habitual que mantenía con los demás varones que la rodeaban era abismal, acostumbrada más al lenguaje de los cuerpos que a la palabra. Y generó algo que él jamás había conocido hasta entonces de esa manera: lo excitó. En aquellos veranos que pasaron juntos en las llanuras entrerrianas, rodeados de árboles y caballos, saboreando mates y tortas fritas, a medio camino entre la estancia familiar de él y las estrechas calles del pueblo de ella, el sentimiento fue creciendo y madurando para ambos, quizá con tonos diferentes, pero siempre pujante, con el impostergable deseo de volverse a ver.
Hasta que promediando él los veintiún años, y ella con los dieciocho recién cumplidos, una madrugada de enero el destino los encontró en una bocacalle del pueblo, con varias copas de más, y el desvencijado jeep en el que viajaban con amigos y parientes volcó al morder el ripio de la cuneta en una maniobra desafortunada, y todos a su vez mordieron el polvo, algunos más que otros. Ella rodó y quedó en shock por algunos minutos, afortunadamente ilesa, hasta que escuchó los alaridos de él, atrapado debajo de una de las ruedas del vehículo, y volvió a la realidad sólo para ver cómo su mundo se derrumbaba. De pronto, sintió que a pesar de cada desencuentro amoroso estaba a punto de perderlo, y se le estrujó el corazón. Hizo todos los esfuerzos posibles por acompañarlo mientras estuvo internado, mientras él sufría tendido en aquella cama de hospital, con un brazo y una pierna quebrados -inmovilizados por toda una estructura ortopédica-, canalizado con una botella de suero y aguardando un par de operaciones. Fue en aquella
habitación, una madrugada en que ella se quedó a cuidarlo, dos días después del accidente, cuando se besaron por primera vez. Ella sentía que era la única manera en que podía reconfortarlo, para que sintiera menos dolor y estuviese más vivo. Pero las ilusiones de él se dispararon al infinito.
Volvieron a encontrarse un mes después, ya dado de alta, en casa de él, mientras hacía su rehabilitación física, y ella se tomaba unos días de inesperadas vacaciones en Buenos Aires. Otra madrugada de besos y caricias, de mates y canciones en la cocina, que acrecentaron aún más -si fuera posible- el amor que él le profesaba en solitario desde hacía mucho tiempo.
Se distanciaron por espacio de varios años, entre nuevas idas y venidas cuyo recuerdo se desdibuja, él siempre buscándola, con el corazón en la mano, ella siempre toreándolo, esquiva pero sin desaparecer. Hasta que otro verano, seis años después de aquel accidente, él la invitó a pasar la tarde en la casa quinta que una tía le pidió que cuidase, y ella aceptó gustosa, sabiendo que se reencontraría con su amigo de siempre, cuyo único adjetivo válido que pudiera definirlo correctamente fuera "incondicional". La tarde discurrió en el parque arbolado, entre mates y anécdotas, hasta la noche, cuando ella quiso irse a su casa después de cenar y él no la dejó.
Terminaron jugando de manos y cayendo muertos de risa en una pileta, estrategia que él usara para que ella no pudiera irse, aunque tenía puesta una bikini debajo de la ropa mojada. Pasaron la noche juntos, con un abrazo que comenzó al borde de la pileta y se continuó dentro de su cama, charlando y tarareando canciones, mientras las horas pasaban y la magia inundaba la noche sin que se hubiesen desnudado. La atracción seguía siendo la misma del primer día, pero él ni siquiera se animó a volver a besarla, temeroso de que lo rechazase como con aquel último beso en la puerta de la pensión, seis años antes, él aún calzado con muletas, ella transitando sus primeros meses de vida lejos de su familia, en la capital.
Aquella noche de la zambullida, ella deseó concretamente hacerle el amor, porque el clima gestado entre ambos era el mejor, y sin embargo. . algo la detuvo. Una sombra que quizá se le haya presentado varios años antes, en la cocina de la casa de él, mientras lo veía acurrucado en su silla de ruedas, y se lamentaba de no tenerlo entero y de una pieza para poder abrazarlo y besarlo como a un verdadero hombre, y no como a la estatua enyesada que tenía delante. Una sombra que esa noche de la zambullida se le grabó para siempre: la del sexo imposible. Esa maldita sombra que había marcado la diferencia desde el principio, y que a pesar de llegar a nombrarse como "respeto" o "romanticismo", quedó bautizada desde entonces como "admiración".
Sombra que lo tornara inalcanzable, diferente al resto de los mortales, incorpóreo en su propia idealización.
El permaneció expectante, soñando con el momento preciso en que ella accediera a entregarse por su propia voluntad y sin reservas. Ardiente fantasía que lo consumiera durante eternas noches de insomnio, intentando abrazar en la oscuridad a ese cuerpo que se le escabullía en el recuerdo. Y a pesar de sus caprichosas insistencias, de la muda negativa de ella, de la pujante incomodidad que creció entre ambos luego de aquella madrugada de la casa quinta en la que yacieron juntos en traje de baño, ninguno de los dos supo cómo manejar las sensaciones que les despertara semejante atracción. Y volvieron a dejar de verse, portazo mediante, esta vez de manera definitiva. .¿O no?.
La bruma del recuerdo abre paso a esta realidad de bar de provincia, quince años después, ambos casados, con hijos en edad escolar o aún usando pañales, con responsabilidades propias, maduros y asentados -como los buenos vinos-, contemplándose a los ojos, disfrutando de lo increíble. Una mirada que tiende un puente entre ambas sensibilidades, pero que los sigue incomodando.
Un sentimiento que no debería estar presente, que tendría que haber fluido por su cuenta hacia el olvido, que pertenece a un pasado que ya no existe.
¿Qué estamos haciendo acá?, parecen preguntarse sin decirlo, aunque ninguno se atreva a tomar las manos del otro, sabiéndose en peligro, con el vértigo de estar de pie al filoso borde de un abismo sin retorno.
Ambos lo saben, pero es él, como siempre, quien pone en palabras lo que ambos sienten. Y tararea aquella canción de Serrat, que cuenta de las aventuras vulgares y la literatura sobre la piel. Pero ella baja la mirada, juguetea con la cucharita, suspira hondamente. No sabe qué decir, balbucea incoherencias, y él tampoco se atreve a más. ¿De qué vale insistir con una excitación del pasado, que recuerda erotismos casi ajenos a este producto adulto que la vida ha ido moldeando? Parecen haberse convertido por un instante, desde que se sentasen a la mesa de este bar, en aquellos mismos adolescentes que correteaban bajo el sol a la vera de un arroyo entrerriano, pescaban con red, se iban a bailar las noches del sábado al club del pueblo, y tomaban mate en la galería de la estancia o una cerveza en el pool. Pero vuelven a mirarse, y siguen siendo un hombre y una mujer sentados en un bar, cada uno con su historia y sus romances pasados, con una vida hecha. Ambos saben que la magia se extinguirá ni bien se separen, volviendo cada uno a su vida de siempre. Porque ella, aunque apenas lo diga, prefiere quedarse con su ilusión de un amante fantasma, que la viste como nadie con palabras hermosas, antes que verse frustrada ante la vacuidad de una relación sexual igual a todas, donde la magia se pierde y sólo quedan los cuerpos extenuados. Y quizá él tampoco tenga la valentía, como ya le ocurriese de adolescente, de abordar lascivamente a esta mujer. Algo parece detenerlo, como si aún la sostuviese en aquel altar romántico de su juventud y no pudiese desterrarla hacia la más cruda carnalidad, o simplemente lo devore la culpa de engañar a su mujer por primera vez. ¡Qué odiosas son las primeras veces!, piensa él, y evoca sin quererlo a sus primeras ex novias.
El silencio resulta más incómodo aún que cualquier negativa que pudieran decirse. El ordena la cuenta. Ella extrae una cámara digital y le pide al mozo que los retrate cuando vuelve a darles el cambio. El quiere una copia de esa foto. Ella quisiera que él le garabatee en alguna servilleta una enésima poesía en la que le declare todo su amor. El se conforma con mucho menos: una caricia, un beso que llevarse de recuerdo.. No han tenido más que esto en esta historia compartida. Y sin embargo, es precisamente eso lo que han vivido: una historia. Un romance que se extendió a lo largo del tiempo, con sus vaivenes y anécdotas, sus encuentros y soledades, sus roces y ansiedades, sus palabras y miradas.
¿De qué sirve mantener un contacto posterior a este café?, piensa él, aturdido de no concretar hoy lo que ansiara durante tantos años, sabiendo que por su propia salud mental deberá sumergir todo este sentimiento nuevamente en el arcón de los recuerdos de donde parece haber surgido; o de la cámara criogénica donde se conservara congelado e intacto, dispuesto a resurgir en cuanto las condiciones necesarias estuviesen dadas. Ella tiembla por dentro de solo pensar en acariciarlo desnudo, pero le resultaría imposible, algo prohibido, de lo que quizás se arrepienta por el resto de su vida; ha traspasado la línea sin retorno del matrimonio, se ha civilizado, ya ha cometido sus locuras de muy chica, ¿para qué arriesgarse a algo de lo que no está segura. como quizá nunca lo estuvo de nada? Ambos cargan con sus temores, sus vacilaciones, y un intenso contacto con el otro que no quisieran perder ni aun estando lejos, o muertos.
A paso lento y vacilante se dirigen hacia la puerta. Cada uno lleva una marca en el corazón que los unirá de por vida, y hoy la han descubierto, casi aterrados. La tensión erótica entre los dos permanece inmutable. Y al llegar a la calle, donde sus caminos se bifurcan, ella para tomar el tren de regreso, él para adentrarse en la ciudad, se detienen frente a frente, arrasados por las emociones, conformándose con un reencuentro que ha sido demasiado breve, pero sin lugar en sus conciencias para generar algo más.
El abrazo, cálido, estrecho, cariñoso, los funde en un preciado instante de intimidad. Aunque puedan dejar de verse para siempre, esta despedida tiene un sabor mucho más grato y entrañable que el de la última vez, resentidos y asustados. El se aferra a ella sin deseos de dejarla ir, queriendo retenerla a su lado para cuando tenga ganas de reír, guardándola como un tesoro muy preciado del que desconoce su verdadero valor. Y ella en sus brazos, sencillamente se encuentra en paz, ajena a cualquier tristeza o desilusión que pudiera enfermarla en sus horas de soledad, mientras ordena la casa o espera que sus hijos salgan del colegio. Fantasean con compartir la vida cotidiana del otro, visitándose en familia, conociendo al resto de sus seres queridos. Pero ambos saben que nunca lo harán. Que éste es el final, y que preservan la ilusión, por sobre todas las cosas.
 Los únicos besos que se permiten -muchos, que nunca se terminen-, son en la mejilla o en el pelo. Sus embarcaciones zarpan en direcciones distintas, y la sirena de un puerto imaginario ya clama por la partida. Deben irse, por más que se resistan. Y aunque se digan lo contrario, saber que nunca más se
volverán a ver.
Se tienden las manos al alejarse. Al dar la vuelta y seguir su camino, ella se emociona, casi al borde de las lágrimas, que esta vez son de felicidad. Y él, con la mirada perdida en el horizonte, sabe que para encender de nuevo la cámara criogénica.

...tiene que volver a escribir....


"No hay nostalgia peor
que añorar lo que nunca jamás sucedió"
"Por las arrugas de mi voz
se filtra la desolación
de saber que éstos son
los últimos versos que te escribo
para decir con Dios:
¡a los dos nos sobran los motivos!"
(J.Sabina)


*De ALDIMA.  licaldima@yahoo.com.ar
Abril de 2011






Metáfora sobre huesos*

Cargo sobre mis hombros mi esqueleto cada día más roído, más pesado.
De entre sus ranuras brotan anémicos árboles, hambrientos de savia nueva.

No florecerán
   No habrá frutos.

Pasa un tiempo y no los siento, pero de pronto descargan todo su peso sobre mi, las rodillas flaquean y debo apoyarme para no caer. Amo estos viejos y sufridos huesos. Conozco de sus luchas, de sus largas caminatas sobre piedras punzantes.
En algún minuto de este milenio nos fundiremos y con una sonrisa cómplice, descansaremos en paz.


*De Elsa Hufschmid.  elsahuf@yahoo.com.ar







DEL OTRO LADO DEL MOSTRADOR*

Crónicas del Hombre Alto (n° 67)

*De Alfredo Di Bernardo alfdibernardo@fibertel.com.ar


 Apenas terminada la entrega de premios del certamen literario para adolescentes, la Colo se me acerca y me comenta algo azorada: “¡Qué loco estar de este lado del mostrador!”. Su apreciación no es casual: hace no demasiados años (ayer nomás, podría decirse) ella y Julia estuvieron sentadas entre el público con todo su entusiasmo y su timidez adolescente a cuestas, aguardando ansiosas que las llamaran para subir al escenario a recibir su diploma de ganadoras. Esta noche, en cambio, ambas han conducido el acto conmigo. Les ha tocado, por lo tanto, estar en el escenario, ver al público de frente, llamar a los jóvenes ganadores, entregarles su premio, percibir su ineludible mixtura de entusiasmo y timidez adolescente. “¡Qué loco estar de este lado del mostrador!”, dice la Colo y yo, con filosófica imprudencia, aventuro: “La vida es eso, andar siempre pasándose al otro lado de algún mostrador”.

No sé si la Colo alcanza a escucharme pero la extrema naturalidad con la que he formulado semejante sentencia me deja perplejo. ¿De dónde salió esa frase? La he pronnnciado  como si la hubiese escrito antes, como si fuese algo sabido desde siempre. ¿Tan arraigada estaba en mí esa idea y yo no lo sabía? Puede ser. A diferencia del hecho de cumplir 20, 30 o 40 años, que fue relevante para mí sólo por el valor simbólico que cargan las cifras redondas, siempre me han resultado mucho más significativas (y causantes de un vértigo mucho mayor) esas instancias en que uno se descubre cumpliendo el rol exactamente opuesto al ejercido poco tiempo atrás, incurriendo de manera impensada en discursos y actitudes en los que antes incurrían otros, viendo las cosas desde una perspectiva insospechada que enriquece nuestra mirada sobre el mundo pero que, al mismo tiempo, socava sin piedad la validez supuestamente monolitica de nuestra perspectiva anterior.

De concursantes a organizadores de concursos, sí. Pero también de hijos que deben ser provistos y protegidos a padres encargados de proveer y proteger. De alumnos siempre intolerantes con los profesores a docentes recurrentemente quejosos de sus alumnos. De jóvenes con más de una razón para cuestionar el mundo adulto a adultos con más de una razón para cuestionar el mundo juvenil. De adolescentes despreocupados que despotrican contra la vecina que chilla por el volumen de la música a vecinos desvelados que chillan contra los adolescentes de al lado que no los dejan dormir. De empleados recelosos frente a sus patrones a jefes desconfiados de sus subalternos. De incendiarios a bomberos, de controlados a controladores, de debutantes a veteranos, de inexpertos a consejeros. De victimarios a víctimas. Y viceversa.

Mutación favorable o negativa según el caso, signo inequívoco de evolución o decadencia según el ángulo desde el cual se evalúe el asunto, cada una de estas travesías existenciales es un proceso lento y silencioso pero tan irrefrenable como el correr de los días o la llegada de las estaciones. Justamente por eso, lo que en verdad causa vértigo no es la notable permeabilidad que caracteriza a los mostradores, sino darse cuenta de ella, digerir la impactante extrañeza con la que uno se descubre un día del otro lado, obligado a preguntarse “¿en qué momento sucedió todo esto?”. Quizás nunca encontré mejor expresada esta sensación que en una viñeta de Crist en la que un niño pide: “Abuelo, contame tu vida” y el abuelo contesta: “No sé, m’hijo. Yo estaba en el patio de mi casa jugando lo más tranquilo, y de golpe estoy acá”.

Claro que sí, Colo; es muy loco estar de este lado del mostrador. De este y de todos los demás que vas a cruzar. Te lo dice alguien que hace no demasiados años (ayer nomás, podría decirse) todavía no había saltado ninguno y hoy está escribiendo esta crónica.



*

Queridos amigos escritores:
en esta noche de 13 de Junio,
Día del Escritor en la Argentina,
a la hora del brindis quiero levantar mi copa por:
Los escritores de todas partes del mundo asesinados en esta época o en el pasado,
por mano de diferentes dictaduras.
Los escritores que hayan padecido o padezcan persecución, cárcel y tortura,
bajo diferentes especies de totalitarismos.
Los escritores que soporten o hayan soportado la censura de sus obras,
bajo cualquier forma de opresión.
Los escritores que sufran o hayan sufrido la quema de sus libros,
bajo cualquier clase de tiranía.
Los escritores que mueren –o viven- olvidados, por causa de la banalidad
del mercado editorial.
Los escritores que se han suicidado al no encontrar por ninguna parte
ni editores, ni lectores.
Los escritores que recogieron papel ya usado en las bolsas de basura,
pero no dejaron de escribir sus obras.
Los escritores que no durmieron ocho horas ni una vez, durante años,
para poder escribir sus obras.
Los escritores que sacaron plata de donde fuere
para poder publicar su primer libro.
Los escritores que supieron abrir las puertas de las grandes editoriales
a patadas o con maña, hasta emprender el camino del prestigio, la fama y el dinero.
Los escritores que nunca entregaron ni un palmo de su buena fe para conquistar
ni un minuto de fama, ni un centavo, ni un halago.
Los escritores que tuvieron la paciencia de escribir sus obras y esperar el oportuno
y lejano día en que un paciente lector las leyera con detenimiento y ecuanimidad.
Los que escribieron mientras viajaban en tren a su conchabo.
Los que escribieron soslayando el lujo que los rodeaba.
Los que escribieron para denunciar lo que su conciencia les denotaba como injusticia.
Los que escribieron para imaginar mundos nuevos y fabulosos.
Los que escribieron y rompieron sus primeras páginas porque no eran buena literatura.
Los que empezaron escribiendo por amor a alguien que amaban
y prosiguieron escribiendo por amor a la literatura.

Brindo por todos ellos y otros más que no recuerdo ahora, pues son todos una manga de giles,
pero han entendido que nunca perdimos el Paraíso, que sólo hay que regar esas plantas,
darle de comer a esos animales y cuidar de que no lo invadan ni los críticos literarios,
ni los déspotas de ninguna especie.
                                                                       

*De Eugenia Cabral. ecabral54@yahoo.com.ar






Correo:


Hola!:

Hace poco más de dos meses aquí en Ingeniero Maschwitz un grupo de jóvenes denominados COLECTIVO CULTURAL (quienes ya vienen trabajando desde hace unos años)
 http://www.colectivo-cultural.com.ar/ , sin ningún tipo de banderas políticas,  con los sueños intactos recuperaron un antiguo cine de barrio abandonado "EL CINE GLORIA".
Con el objetivo de enriquecer, unir, reinsertar y fortalecer a la comunidad a través de la cultura como eje principal.

 Hoy el Antiguo Cine Gloria, ya es un hecho. Renació luego de 40 años con el esfuerzo, el trabajo y el apoyo de TODA la comunidad de Ingeniero Maschwitz, el viejo cine volvió a ver la luz, como los árboles que crecieron adentro del predio de 900mts cuadrados.
A Junio de 2011 podríamos decir que el Centro Cultural ya está en marcha, en ese marco los invitamos a participar de la SUBASTA DE ARTE a beneficio del centro cultural, porque claro.. esos hermosos árboles y la inclemencia del tiempo destruyeron los techos por ejemplo, entonces se necesita dinero para juntar para la reestructuración del techo, entre otras cosas.

 Al grupo TACURÚ (artistas plásticos autoconvocados) se nos ocurrió donar una o dos obras originales y subastarlas para así colaborar con este proyecto que nos envuelve nos hace soñar y nos alberga. A su vez habrá muestra de obras de diferentes, pintores, dibujantes, escultores +  grabado/estampa, pintura en vivo, espectáculos musicales, tambores y degustación de vinos.
Todo esto gratis.
La pregunta es....
¿Te lo vas a perder?
La jornada comienza a las 11:00hs de la mañana, el remate se dará lugar a las 14:00hs y la muestra y los espectáculos se extenderán hasta la noche.
La cita es el Sábado 25 de Junio.
El Dorado 1518. (Frente a la estación de tren de Ingeniero Maschwitz)
Si llueve se suspende para el próximo Sábado.

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