Acerca del libro ¡A darle, que es mole de olla!, de Áurea Leticia Reza
Por Bruna Anzures
Tengo el privilegio de presentar
una de las obras de Áurea Leticia Reza, ¡A
darle, que es mole de olla! Áurea Leticia, como ya sabemos, es vecina del
pueblo de Cuauhtenco. Ella emprendió una actividad que le gusta, que la hace
sentirse libre, que disfruta: escribir. No todos tenemos ese valor, ni el
talento. Como ella misma dice, “a veces
por vergüenza ante el qué dirán,” no escribe uno. Pero cuando uno se
libera, toma la pluma, o la laptop,
ahora, y se pone a escribir, la vida vale la pena de ser vivida.
Sobre todo, me da gusto que este
acontecimiento reúna a tantas personalidades en este bello lugar. Lo que me da
pena es que de una población de más de 17000 habitantes sólo estemos nosotros.
Esto es un reflejo de la poca importancia que le dan a la cultura nuestras
autoridades. Para ellas, un libro más o menos en este pueblo es intrascendente,
que lo haya escrito una habitante del pueblo vecino, tampoco importa. No se
promueve la lectura, mucho menos la escritura, y ni pensar en invitar a que
vengan a escuchar de la mismísima voz de la autora uno de sus cuentos.
¿¡Escuchar la lectura de un cuento!? ¡Ni que fuera bebé! En realidad no se
promueve nada, los pocos destellos de cultura que hay son gracias a la
promoción individual.
Pero mejor hablemos de este
libro. La presentación de esta obra pretende animar a las mujeres y los
varones, jóvenes y no tan jóvenes, ¿por qué no?, a que escriban. Que escriban
sus vivencias, sus recuerdos, lo que sueñan cuando están despiertos o cuando
están dormidos, y que lo den a conocer entre sus iguales, sus vecinos, sus
familiares. Al escribir, afloran ideas que de otro modo quedarían sepultadas
para siempre entre las neuronas.
Es necesario que sepamos que uno
de los cuentos que forman este volumen (Olores)
fue finalista en un certamen internacional. Yo coincido con el jurado por mi
gusto muy personal de la novela negra.
Con este libro pequeñito,
Leticia nos provoca un vaivén de emociones, nos hace recorrer pueblos que
conocemos, paisajes que hemos visto, que vemos aún sin valorarlos. En algún
momento éstos desaparecerán para siempre, así como vamos, es mi visión
pesimista, y necesitaremos un libro en el que se describan dichos lugares para imaginarlos.
Además, Leticia nos adentra en las casas, las recorremos, recordamos con cierta
nostalgia las cocinas de humo, las paredes de donde colgaban jarros, ollas y
cazuelas de barro, nos lleva a los corrales, nos habla de los animales que
había en ellos, nos muestra algunas costumbres, algunas ya perdidas, como la
reunión a la hora de comer alrededor del tlecuil.
Claro, las recordamos con gusto porque nos tocó comer allí, pero no nos tocó
cocinar solas para siete o más personas. Leticia nos relata leyendas que a
veces hemos escuchado en otros lugares con otros personajes, con otras palabras
(El cincuate), y que al leerlas las
reconocemos. Nos lleva a reflexionar sobre situaciones que eran comunes hace
algún tiempo, y que al hablar sobre ellas nos damos cuenta de que las aceptábamos
sin chistar, y decimos “así era..., así se acostumbraba...”, pero al leer los
cuentos que nos ofrece Leticia (Vestigios)
empezamos a hacernos preguntas, y percibimos con asombro cómo se podía romper
un lazo tan fuerte como suele ser el de madre e hija. Esa costumbre de
amamantar hijos ajenos (hijos de leche) originaba una lactancia mercenaria,
puesto que las mujeres recibían un ingreso que ayudaba a sostener el hogar
propio, y hasta a mantener al marido. Pero en este cuento vemos una situación
singular entre la madre biológica y la hija que “nació un viernes santo y tiene la gracia”... Después de que hayan
leído el cuento no me vayan a decir que no se estremecieron y se llenaron de
pesadumbre.
Otra característica es que con muy
pocas palabras, Leticia nos muestra un vívido retrato del soldado macho
revolucionario (La campana de Cuauhtenco).
Leticia hace decir a la hija de este personaje: ¡Sí señor, así era él: enérgico, cabrón! ¡Miren que casi llega a
general en la Revolución! Con esta última frase nos deja pensando. Y nos expone
también una verdad contundente en este texto: que “la Revolución fue puritita tristeza”. Asimismo, en otro texto (El amor es un coctel) nos describe sin
aspavientos, con una sola frase, al marido soso, rutinario, displicente,
egoísta: “sin dejar de ver el partido de futbol...” Yo me lo imagino gordo,
panzón, con una cerveza en la mano derecha. Leticia da trabajo al lector: éste
tiene que poner imaginación de su parte para saborear el cuento.
Se vale de otro texto
interesante, El Oaxaca, para
mostrarnos varios puntos a la vez, y nos invita a reflexionar sobre ellos: el
habla actual de los jóvenes, y no tan jóvenes, la situación de la educación, la
política, la corrupción, la inconsciencia política, el político vividor, la
pobreza del país. Por un lado nos muestra cómo la muletilla “güey” o “wey”
adquiere un sinfín de significados, con lo que queda borrada una cantidad de
palabras del idioma español. Es decir, en lugar de ganar una nueva palabra, el
idioma pierde. Cuando nos dicen “No seas güey”, no sabemos si nos dicen tonto, ingenuo,
pesado, molesto, torpe, estúpido, inhábil, inútil, incapaz, deficiente mental,
necio, o todo junto. Recuerden que en español no hay sinónimos. Cada palabra
tiene su significado o significados. Tampoco sabemos si dicen “güey” sólo para
manifestar su pertenencia a una tribu exclusiva, y excluir a los otros.
Por otro lado, también en este
texto, que puede ser una crónica, remarca la pobreza que ahoga al país, y
aunque la historia se ubica en el año 2006, podemos ver que la pobreza no ha
disminuido. Todo lo contrario: ha aumentado. Y a eso se debe que abandonen sus
pueblos familias enteras o alguno de sus miembros, los emigrantes nacionales, y
los veamos por acá. Nos condolemos de los pobrecitos hondureños, salvadoreños, pero
nos olvidamos de los que nacieron en Oaxaca o en el estado de México, o en
Puebla, o en Veracruz, y que vienen a la ciudad de México creyendo encontrar
trabajo, y acaban mendigando por las calles.
Con dicho texto y con el que lleva
por título La blusa nueva, Leticia
nos proporciona información que muchos desconocemos, y nos invita a ahondar en
el tema. En esta crónica nos habla de doña Luz Jiménez: una mujer nativa de
Malacachtepec Momozco que se codeó con las grandes figuras de la vanguardia
artística nacional de los años veinte y treinta del siglo pasado, pero que
apenas en estos años, casi cien años después, se le está reconociendo. Vale la
pena decir, que tampoco ellos, los artistas de vanguardia, la reconocieron
cabalmente.
Hay otro cuento (Entre la clandestinidad y la quimera)
que plantea preguntas para las que quisiera que Leticia me respondiera en otro
cuento: la mujer que toma por fin las riendas de su vida y va a encontrarse con
... ¿A quién va a ver? ¿Es joven? ¿Guapo? ¿Un gañán? ¿Qué pasará?, pero lo más
importante ¿por qué lo va a ver? ¿qué la lleva a ir a ver a esa persona?
Leticia le vuelve a dejar tarea a nuestra imaginación.
En fin, recorran las páginas de
este libro para encontrar al nahual, al ser anónimo que somos en la Ciudad de
México, el amor que no pudo ser, las pláticas anodinas que llenan nuestros
viajes, la relación madre-hija por la costumbre de que una nodriza amamantara a
la hija o hijo del patrón (Vestigios),
la nota roja, la santa muerte, y como el mole de olla, les gustará.
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