*Obra de Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu
LAS VISITAS*
*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
Eran tiempos demasiados lentos pero también eran distintos, no sé si mejor, diría González Tuñón. Y aclaraba nuevamente: eran distintos.
La manteca que tanto me gustaba era carísima y sólo la comía cuando iba al campo donde vivían mis parientes, que la hacían casera, ¡y era tan rica! Un gusto exquisito que ya mi paladar ha perdido para siempre. Muy de vez en cuando mi madre juntaba sus monedas y yo iba hasta el almacén del Cholo Belluschi, quien con un sabio corte de cuchillo cortaba el paquete de 600 gramos y lo cortaba al medio. No había otro en ese tiempo.
-Medio paquete de manteca le pedía yo desde la puerta con las papilas hechas agua.
Con el dulce de leche era distinto. Se vendía suelto, era muy barato y muy rico, grueso, áspero que hacía la delicia de todos nuestros paladares simples. Cuando a mi madre le caía una visita de improviso, luego que se acomodaban en el pequeño comedorcito hechos los saludos de rigor, elle me hacia una seña imperceptible y yo salía hacia el patio y me paraba en la ventana de la cocina. Ella entonces me alcanzaba unas monedas y una gran taza de loza blanca con un dibujo celeste en el fondo. Entonces yo corría los cien metros llanos hasta el almacén del Cholo y le pedía que me llenara la taza con ese rico manjar. Él pesaba el recipiente y abría un inmenso tarro de cartón de cinco kilos donde venía el dulce. Lo iba llenando con una cuchara grande de madera hasta dar con el peso. Pero yo no me movía hasta que me ponía la última pizca, era la yapa, algo de rigor en esos tiempos. No se me olvidaba nunca, pero si eso sucedía, yo le reclamaba:
-¿Y la yapa?
Entonces volvía a correr los cien metros y disimuladamente ponía con mi pequeña mano esa exquisitez a través de la ventana en la mesita de la cocina. Y aparecía en el comedor, como si nada. Y allí mi madre estaría con sus amigas de mate y conversación fluida.
Cuando las visitas avisaban era distinto porque ella preparaba algún agasajo de ocasión para acompañar el mate, que podían ser unos ricos buñuelos o rosquitas al horno con azúcar impalpable o algún biscochuelo que había horneado esa mañana en la cocina económica.
Todo este misterio del dulce de leche, muchas veces he pensado y su trámite, no pasaría desapercibido como es lógico para sus amigas, pero eran aquellas épocas discretas, donde todo debía ser hecho con discreción ya que confianza entre ellas no habría faltado para hacerlo abiertamente. El rico dulce de leche se expondría sobre unas rodajitas de pan que podía estar tostado o no. Y se servía en un plato común, “para acompañar el mate” decía mi madre a modo de disculpa.
A mí me hacía un gran tazón de mate cocido y luego de despacharme unas cuantas rodajas de pan con ese sabroso dulce me iba hacia la calle seguro que el permiso no era necesario porque ella mi madre, de natural callada se ponía muy conversadora cuando venían sus amigas o alguna de las cuatro o cinco vecinas con las cuales tenía amistad o buen trato, muy cordial al menos.
Era, por lo que recuerdo, la más joven de todas y me encantaba verla entre sus flores, en ese jardín que era su orgullo y su esmero con es batón celeste y su delantal al que había bordado una paloma en un extremo que cuando ella caminaba parecía presta a tomar vuelo y mezclarse con las que picoteaban miguitas y algún gusanillo por el mismísimo patio de tierra.
De la cocina seguramente, siempre emanaba algún olor que era pasible de abrir el apetito y poner las cosas en un punto agradable, en una disposición que abría ese optimismo de vivir, con ese empuje imparable que tienen los chicos en la energía que los años y van limando de a poquito y lo dejan a uno en esa incertidumbre donde se puede creer que muchas veces las cosas no sucedieron. Que no sucedieron así, al menos, pero que mucho se le parecen o hubiera sido bueno que así fuera.
La manteca que tanto me gustaba era carísima y sólo la comía cuando iba al campo donde vivían mis parientes, que la hacían casera, ¡y era tan rica! Un gusto exquisito que ya mi paladar ha perdido para siempre. Muy de vez en cuando mi madre juntaba sus monedas y yo iba hasta el almacén del Cholo Belluschi, quien con un sabio corte de cuchillo cortaba el paquete de 600 gramos y lo cortaba al medio. No había otro en ese tiempo.
-Medio paquete de manteca le pedía yo desde la puerta con las papilas hechas agua.
Con el dulce de leche era distinto. Se vendía suelto, era muy barato y muy rico, grueso, áspero que hacía la delicia de todos nuestros paladares simples. Cuando a mi madre le caía una visita de improviso, luego que se acomodaban en el pequeño comedorcito hechos los saludos de rigor, elle me hacia una seña imperceptible y yo salía hacia el patio y me paraba en la ventana de la cocina. Ella entonces me alcanzaba unas monedas y una gran taza de loza blanca con un dibujo celeste en el fondo. Entonces yo corría los cien metros llanos hasta el almacén del Cholo y le pedía que me llenara la taza con ese rico manjar. Él pesaba el recipiente y abría un inmenso tarro de cartón de cinco kilos donde venía el dulce. Lo iba llenando con una cuchara grande de madera hasta dar con el peso. Pero yo no me movía hasta que me ponía la última pizca, era la yapa, algo de rigor en esos tiempos. No se me olvidaba nunca, pero si eso sucedía, yo le reclamaba:
-¿Y la yapa?
Entonces volvía a correr los cien metros y disimuladamente ponía con mi pequeña mano esa exquisitez a través de la ventana en la mesita de la cocina. Y aparecía en el comedor, como si nada. Y allí mi madre estaría con sus amigas de mate y conversación fluida.
Cuando las visitas avisaban era distinto porque ella preparaba algún agasajo de ocasión para acompañar el mate, que podían ser unos ricos buñuelos o rosquitas al horno con azúcar impalpable o algún biscochuelo que había horneado esa mañana en la cocina económica.
Todo este misterio del dulce de leche, muchas veces he pensado y su trámite, no pasaría desapercibido como es lógico para sus amigas, pero eran aquellas épocas discretas, donde todo debía ser hecho con discreción ya que confianza entre ellas no habría faltado para hacerlo abiertamente. El rico dulce de leche se expondría sobre unas rodajitas de pan que podía estar tostado o no. Y se servía en un plato común, “para acompañar el mate” decía mi madre a modo de disculpa.
A mí me hacía un gran tazón de mate cocido y luego de despacharme unas cuantas rodajas de pan con ese sabroso dulce me iba hacia la calle seguro que el permiso no era necesario porque ella mi madre, de natural callada se ponía muy conversadora cuando venían sus amigas o alguna de las cuatro o cinco vecinas con las cuales tenía amistad o buen trato, muy cordial al menos.
Era, por lo que recuerdo, la más joven de todas y me encantaba verla entre sus flores, en ese jardín que era su orgullo y su esmero con es batón celeste y su delantal al que había bordado una paloma en un extremo que cuando ella caminaba parecía presta a tomar vuelo y mezclarse con las que picoteaban miguitas y algún gusanillo por el mismísimo patio de tierra.
De la cocina seguramente, siempre emanaba algún olor que era pasible de abrir el apetito y poner las cosas en un punto agradable, en una disposición que abría ese optimismo de vivir, con ese empuje imparable que tienen los chicos en la energía que los años y van limando de a poquito y lo dejan a uno en esa incertidumbre donde se puede creer que muchas veces las cosas no sucedieron. Que no sucedieron así, al menos, pero que mucho se le parecen o hubiera sido bueno que así fuera.
Olvidé decir que en esos tiempos lentos de los mates de mi madre, que como buena italiana no los tomaba amargos, sino, con una pizca de azúcar y de vez en cuando con dos hojitas de peperina o una cascarita de naranja seca que pendía de un clavo suspendido en la pared. Digo que olvidé decir que sólo yo salía luego de lavar la taza donde había tomado mi merienda, un mate cocido que a mí a esa hora de la mediatarde me sabía a gloria como nunca y era el energizante que me hacía correr detrás de la pelota esquiva mientra nos trenzábamos en esos picados donde se dirimía no un partidito de fútbol sino la mismísima guerra de las Galias.
Mientras me madre mateaba con sus visitas improvisadas y el cielo expandía su azul hacia la altura que solo cruzaba una pesada paloma solitaria.
Mientras me madre mateaba con sus visitas improvisadas y el cielo expandía su azul hacia la altura que solo cruzaba una pesada paloma solitaria.
EL LENGUAJE DE ESA HEREDAD PERDIDA...
ADIOS, BISABUELO, ADIOS*
HEREDEROS DE AUSENCIAS II
HEREDEROS DE AUSENCIAS II
Nunca sabré si el color de sus sueños inmigrantes.
era el azul sepia de los míos.
Nunca sabré si el tiempo de sus ojos
Era del acre sabor de mis mareas.
Nunca sabré
Porque vinieron. Porqué partieron.
¿Los trajo el hambre? ¿La esperanza?
¿Encontraron el pan y los anhelos?
¿Cumplidos fueron sus secretas voluntades?
¿Como fueron barajadas las cartas Mendelianas.?
era el azul sepia de los míos.
Nunca sabré si el tiempo de sus ojos
Era del acre sabor de mis mareas.
Nunca sabré
Porque vinieron. Porqué partieron.
¿Los trajo el hambre? ¿La esperanza?
¿Encontraron el pan y los anhelos?
¿Cumplidos fueron sus secretas voluntades?
¿Como fueron barajadas las cartas Mendelianas.?
Ella. Mi abuela , hija de gringos. Heredera de exilios.
Con su trenza criolla enterrada en la tierra ¿Lo sabría?
Hasta ahora no he descifrado el lenguaje de esa heredad perdida.
(Dónde llegarán sus cabellos)
(¿Habrán cruzado el charco, buscándolo?)
Solía recordar sus pasos en la noche furtiva.
Solía recordar las lágrimas oscuras de su madre.
Con su trenza criolla enterrada en la tierra ¿Lo sabría?
Hasta ahora no he descifrado el lenguaje de esa heredad perdida.
(Dónde llegarán sus cabellos)
(¿Habrán cruzado el charco, buscándolo?)
Solía recordar sus pasos en la noche furtiva.
Solía recordar las lágrimas oscuras de su madre.
Yo, sabía que él era el hijo expulsado por su madre.
Yo, aprendí que él era hijo de la puta madre.
No volvió de la guerra
Ella no ha vuelto de la muerte.
Tampoco ha vuelto la niña de trenzas coloradas.
Sola. Sin raíz cosmogónica.
Con un caleidoscopio ignorado de razas.
No sabiendo a quien amar. A quien odiar
Entre la puta madre patria y la madre América
Entre castañuelas y guitarras.
Entre guitarras y pañuelos.
Con una puta soledad
de tierra
doliendome
en las morenas manos
Sin rumbo, sin origen, sin madre
Yo, aprendí que él era hijo de la puta madre.
No volvió de la guerra
Ella no ha vuelto de la muerte.
Tampoco ha vuelto la niña de trenzas coloradas.
Sola. Sin raíz cosmogónica.
Con un caleidoscopio ignorado de razas.
No sabiendo a quien amar. A quien odiar
Entre la puta madre patria y la madre América
Entre castañuelas y guitarras.
Entre guitarras y pañuelos.
Con una puta soledad
de tierra
doliendome
en las morenas manos
Sin rumbo, sin origen, sin madre
*de Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
En sucesivo mudar de entusiasmos, hasta que suceda lo que tenga que suceder, una palabra trae otra palabra, como por efecto de magia. Un hombre atrae a una mujer como por efecto de magia. Una mujer mueve las manos por efecto de la noche boreal, que es mágica. Y la palabra hombre toma a la palabra mujer de la mano, por efecto de la soledad que es mágica. Le ofrece algo de beber y la palabra mujer da sorbos infinitos a la palabra hombre. Y la magia es un acto en cuerpo vivo. O el cuerpo vivo es un acto de magia.
*
En voz baja hablábamos de un amor imposible.
A medida que la noche con su filo separaba el cielo del infierno, advertíamos que en torno al imposible había siempre un halo de incredulidad. A pesar de todo, llevábamos corriendo la sombra por las arterias urgentes. Hacíamos pasar por debajo del arcoiris el tropel de peces montados en sus sueños. Que no se nos ocurriera mirar justo en el centro no quería decir que la historia de amor no estuviera en el centro. Habíamos jurado analizar los hechos y las coincidencias para poner fin a las dudas. Ninguno de los dos conocía una historia tan imposible. Tan improbable era que no podíamos dejar de creer en ella.
A medida que la noche con su filo separaba el cielo del infierno, advertíamos que en torno al imposible había siempre un halo de incredulidad. A pesar de todo, llevábamos corriendo la sombra por las arterias urgentes. Hacíamos pasar por debajo del arcoiris el tropel de peces montados en sus sueños. Que no se nos ocurriera mirar justo en el centro no quería decir que la historia de amor no estuviera en el centro. Habíamos jurado analizar los hechos y las coincidencias para poner fin a las dudas. Ninguno de los dos conocía una historia tan imposible. Tan improbable era que no podíamos dejar de creer en ella.
*
No disimules tu calidad de ausencia no ausente, de temblor escapado de donde estabas bien sujeto. No creas que soy una fotografía que sale de tu imaginación para convertirme en mí misma. Soy yo misma haciéndome fotografía para llegar a tu imaginación.
*
Fuera, bajo el cielo lluvioso, esperé frente al bar hasta que llegara mi amiga que venía a contarme sobre su separación reciente. Más reciente que la anterior. Traía un vestido negro escotado y una pequeña cruz dorada. Era el vestido de luto erótico que daba paso a la próxima unión que la llevaría a la próxima separación. Yo había dejado de ser yo y empezaba a ser Cheever. Entramos al bar. Bajo la sombra proyectada por la lámpara sus ojos creaban una segunda sombra. Muchas otras cosas también se iban haciendo. Las perlas oscuras de sus ojos. El ángel que surgía de mi copa. Todas sus palabras de amor y desamor me eran por completo conocidas. Al lado, dos mujeres susurran sobre sus propios amores como ladronas en oficinas oscuras. Mi amiga no sabía bien qué hacer con su escote. Era ella, y no yo, quien había venido en vez de no venir. Ella parecía estar ajena a todo. No escuchaba nada. Ni el más mínimo rumor de Cheever.
*
Todo el tiempo estuve pensando que cuando es jueves es jueves. Que los jueves hago cosas de jueves: tomo el colectivo de los jueves. Las mañanas se pavimentan con el color del jueves. Y leo un poema que se acerca al viernes pero es jueves. Infatigablemente el jueves se acerca al viernes con su voz lejanísima y sus quimeras. En cambio, los días martes hago cosas de martes. Las horas del día se cargan con sus propias referencias y yo voy a lugares a los que sólo debo ir los martes, porque si fuera un miércoles no habría lugar para mí, ya que los miércoles son para las personas de los miércoles. Los lunes, por su parte, amanecen con su luz y llenan las calles con rastros inconfundibles para que yo no me extravíe en otro día que no sea lunes. Incluso cuando pierdo la memoria, veo una mujer humedeciéndose los labios con la lengua y sé que es la mujer de los domingos, con su lengua de domingo, barriendo restos de esperma. Los sábados, en cambio, es la hormiga de los sábados la que va marcando el rumbo hacia los mares de la luna. Yo recorro la semana obedientemente, puntualmente, cronológicamente. Pero sin que nadie lo note, como un pez invisible, salto de la pecera para llegar a los mares sin límites.
*
Caras ciegas avanzaban por las veredas. Los autos iban hacia el norte y hacia el sur. Los que no conocían la entrada de la grieta ni el cuerno del pararrayos habrían podido errar toda la noche. Nosotros, en cambio, entramos dando pequeños pasos cortos, y los pies, una vez en el aire, bajaban muy despacio hacia el suelo. Desde arriba hacia abajo el camino era largo. Entre paso y paso hicimos escala en los puertos del Mar Báltico.
*
¿Qué es un texto? ¿No lo ves? Es un lugar de palabras. Palabras de verdad. Palabras enteras. Palabras cortadas en pedacitos. O procesadas como papilla. Palabras hechas flecos. Palabras bordadas en encajes. Palabras de verdad que cuando mienten, mienten de verdad. Cuando aman, aman de verdad. Cuando mueren, mueren de verdad. Un texto está hecho de palabras nadadoras, flotadoras, buceadoras. Las palabras son como los peces, escurridizas, bellas, extrañas, desconocidas. En un texto las palabras pueden hacer cualquier movimiento. Se sienten libres. Pueden contestar y escuchar. Hacer más ruido que nadie. Más silencio que nadie. Y pueden tener miedo o no tenerlo. Y en esto reside la sinceridad. Qué es un texto, me preguntabas, sin siquiera habértelo propuesto. ¿No ves? Un texto es una fotografía de palabras. El texto dice suspiro rojo, beso negro, memoria azul y al leerlo ves la fotografía de tu propia imaginación erótica.
V O C E S*
En homenaje a todos los inmigrantes de estas tierras.
Larga y lenta turba de voces enraizadas
van girando tras las manos,
dolientes en sus ayes fantasmales,
cuya corporatura ósea se anuda ancestral
en las riberas.
Dibujando mundos supuestos,
los voy armando pieza a pieza
en un barco y una lejanía
que me deja sin herencia.
Salí ventroso de mar con peces en el sombrero,
el azul infinito de días en el rostro
ateridas las manos sin monedas.
Sabía, sí, que el idioma era ajeno,
desgraciado en una tierra parturienta,
belicosa pampa de la promesa
Partí hacia ella,
con mi pobreza y mis hijos a cuestas,
la soledad ahondada en el agua
recordando las canciones del terruño,
el olor a paja en la molienda,
el pan tibio y escaso del invierno,
las voces aflautadas de nuestras mujeres,
el llamado del domingo en su tañir los valles,
el humo invernal de las chimeneas
chorreando el cielo,
dibujando caprichos que el viento envolvía.
Y ahora el mar. El seco mar,
su azul bochornoso,
los olores de la bodega donde dormimos domesticados,
el sol vertical siempre
apoyando los hombres en la espera.
Y esa voz se me asemeja sola,
descreída de su historia,
voz adánica expulsada del Edén,
corrupta y salvaje. Desheredada.
Había que ser fundante del suelo,
de los hijos, de la raza,
acorazada en esa esperanza nunca apagada
de volver, tras el desierto azul,
a las colinas originales de la cepa.
Y me fui metiendo adentro de la pampa ancha,
como alarido interminable de partos diarios,
de horizontes sospechosos de ausencias;
boca inmensa que exhalaba miedos,
largas columnas de impotencia
con el silencio aterrador de la noche
y lo imprevisto. Siempre lo imprevisto,
llevándose hijos, madres, padres. Entonces,
nos abroquelábamos con la fuerza residual
destilada del temor,
encendiendo hogueras crepitantes que no dejábamos enmudecer
en las noches hirientes de julio.
Estas voces van mordiéndome las manos desde adentro,
día a día, con mayor peso, mientras los años
van escribiendo sus notas en mis células,
acumulándose en mis huesos
y no hago otra cosa que apuntar decires
de mis memorias de oyente.
Larga y lenta turba de voces enraizadas
van girando tras las manos,
dolientes en sus ayes fantasmales,
cuya corporatura ósea se anuda ancestral
en las riberas.
Dibujando mundos supuestos,
los voy armando pieza a pieza
en un barco y una lejanía
que me deja sin herencia.
Salí ventroso de mar con peces en el sombrero,
el azul infinito de días en el rostro
ateridas las manos sin monedas.
Sabía, sí, que el idioma era ajeno,
desgraciado en una tierra parturienta,
belicosa pampa de la promesa
Partí hacia ella,
con mi pobreza y mis hijos a cuestas,
la soledad ahondada en el agua
recordando las canciones del terruño,
el olor a paja en la molienda,
el pan tibio y escaso del invierno,
las voces aflautadas de nuestras mujeres,
el llamado del domingo en su tañir los valles,
el humo invernal de las chimeneas
chorreando el cielo,
dibujando caprichos que el viento envolvía.
Y ahora el mar. El seco mar,
su azul bochornoso,
los olores de la bodega donde dormimos domesticados,
el sol vertical siempre
apoyando los hombres en la espera.
Y esa voz se me asemeja sola,
descreída de su historia,
voz adánica expulsada del Edén,
corrupta y salvaje. Desheredada.
Había que ser fundante del suelo,
de los hijos, de la raza,
acorazada en esa esperanza nunca apagada
de volver, tras el desierto azul,
a las colinas originales de la cepa.
Y me fui metiendo adentro de la pampa ancha,
como alarido interminable de partos diarios,
de horizontes sospechosos de ausencias;
boca inmensa que exhalaba miedos,
largas columnas de impotencia
con el silencio aterrador de la noche
y lo imprevisto. Siempre lo imprevisto,
llevándose hijos, madres, padres. Entonces,
nos abroquelábamos con la fuerza residual
destilada del temor,
encendiendo hogueras crepitantes que no dejábamos enmudecer
en las noches hirientes de julio.
Estas voces van mordiéndome las manos desde adentro,
día a día, con mayor peso, mientras los años
van escribiendo sus notas en mis células,
acumulándose en mis huesos
y no hago otra cosa que apuntar decires
de mis memorias de oyente.
Y es entonces cuando aflora
la profunda soledad metafísica,
impronunciable, deshauciada en su estancia,
dolorosa e inconsciente.
Soledad embrutecida de soles
con los recuerdos imposibles, retrotrayendo la infancia
o los sueños de leche y miel.
Soledad salvaje, lastimada,
ahondada por una labor a destajo
y el cansancio habitando el cuerpo,
la profunda soledad metafísica,
impronunciable, deshauciada en su estancia,
dolorosa e inconsciente.
Soledad embrutecida de soles
con los recuerdos imposibles, retrotrayendo la infancia
o los sueños de leche y miel.
Soledad salvaje, lastimada,
ahondada por una labor a destajo
y el cansancio habitando el cuerpo,
cual bestia decrépita.
La lejanía se hizo aún más lejana
y estaba ahí, clavado,
estirado sobre la tierra virgen,
copulando con ella, extenuado sin fin,
creciendo el dolor secándome la garganta,
partiéndome los labios, erizando mi piel
sin poder gritarlo,
como un pez fuera del agua dando bocanadas al aire tramposo.
Cuando ya todo lo acabado,
pisado, nacido,
comenzaba a desmoronarse en el fracaso de la cosecha
o en las manos furtivas,
se fueron anudando los pueblos
como oasis hospitalarios de la soledad campesina,
donde el tañir de los valles se transfiguró
en pampa.
Teníamos la hora del rezo!.
El domingo comenzaba a amanecer,
endulzando con su murmullo
la fatiga ósea crecida de la tierra.
Entonces cantábamos y bailábamos
nuestras canciones natales
forzando que durasen la semana
humedeciendo la rudeza de prohijar la tierra.
Fue por esos tiempos, ya escasa la sed de volver,
que nuestros hijos,
llenos de soles planos,
empezaron a amarse tras las tareas
sin que nos diéramos cuenta
del ciclo riguroso de la vida.
Y así, nuestros sentimientos entrelazados
de vuelta y amores nacientes,
se fueron abroquelando en la promesa
de la tierra nueva.
*De OSCAR A. AGÚ. oscarcachoagu@yahoo.com.ar
-De su libro "CRÓNICA DE UNA HERENCIA" -1996-
La lejanía se hizo aún más lejana
y estaba ahí, clavado,
estirado sobre la tierra virgen,
copulando con ella, extenuado sin fin,
creciendo el dolor secándome la garganta,
partiéndome los labios, erizando mi piel
sin poder gritarlo,
como un pez fuera del agua dando bocanadas al aire tramposo.
Cuando ya todo lo acabado,
pisado, nacido,
comenzaba a desmoronarse en el fracaso de la cosecha
o en las manos furtivas,
se fueron anudando los pueblos
como oasis hospitalarios de la soledad campesina,
donde el tañir de los valles se transfiguró
en pampa.
Teníamos la hora del rezo!.
El domingo comenzaba a amanecer,
endulzando con su murmullo
la fatiga ósea crecida de la tierra.
Entonces cantábamos y bailábamos
nuestras canciones natales
forzando que durasen la semana
humedeciendo la rudeza de prohijar la tierra.
Fue por esos tiempos, ya escasa la sed de volver,
que nuestros hijos,
llenos de soles planos,
empezaron a amarse tras las tareas
sin que nos diéramos cuenta
del ciclo riguroso de la vida.
Y así, nuestros sentimientos entrelazados
de vuelta y amores nacientes,
se fueron abroquelando en la promesa
de la tierra nueva.
*De OSCAR A. AGÚ. oscarcachoagu@yahoo.com.ar
-De su libro "CRÓNICA DE UNA HERENCIA" -1996-
La recompensa*
*Por Juan Forn
El gran Elias Canetti rechazaba la muerte. Literalmente. Creía que, si se lo proponía en serio, si enfrentaba el asunto con todo su ser, con toda la potencia de su personalidad, que era mucha, quizá lograra salirse con la suya. Salirse con la suya era no morir. Yo creo que Canetti fue una de las mentes supremas del siglo XX, pero en este aspecto tengo que coincidir con alguien mucho más pedestre que él, su anónima editora inglesa, una de mis damas preferidas en el reino de las letras, que dijo: "El señor Canetti puede rechazar la parca todo lo que quiera, pero dudo que sea recíproco".
Por esa clase de cosas, Diana Athill se ganaba al instante la confianza de sus autores o los perdía para siempre, y no fueron muchos los que perdió en sus cincuenta años de trabajo de hormiga en la editorial inglesa André Deutsch. Curiosamente, la Athill estuvo más cerca de lograr el cometido de Canetti que el propio Canetti: a los setenta y cinco años, cuando la editorial se vendió y los nuevos dueños la fletaron a su casa, descubrió con júbilo que podía escribir, que sabía escribir ("Tiene que ver básicamente con el hecho de encontrar un ritmo, o tal vez descender hasta un nivel en que ese ritmo existe de manera autónoma"). Los cuatro libros que publicó, desde entonces hasta sus noventa y dos años, hicieron creer a unos cuantos que esa mujer había pasado de largo su propia muerte, o merecido una segunda vida insospechadamente plena en las postrimerías de su prolongada (y opaca, según ella misma) existencia inicial.
Cuando la jubilaron, Athill no tenía ni ahorros ni casa propia; vivía de prestado en la planta baja de una casita perteneciente a una prima rica, a cambio de cuidarle el jardín. Había nacido en cuna de oro (casa de campo, caballos, paseos en barco, Oxford), a los veintidós sufrió un terrible desengaño amoroso (un piloto de la RAF la dejó en el altar), su familia perdió la fortuna, sus amigas la miraban pensando: "Dios, no permitas que termine como Diana". Tenía veintidós años y ya era, para su entorno, la tía
solterona que viene con el inventario en toda familia inglesa. Caían bombas cuando nació en 1917, caían bombas cuando se selló su destino. En un refugio antiaéreo en Londres conoció a un húngaro llamado André Deutsch, se fue a la cama con él, descubrieron que funcionaban mejor como equipo que como amantes y, en cuanto terminó la guerra, abrieron una editorial: él puso el nombre, ella fue su mano derecha. Nunca se casó, ni tuvo hijos ni supo hacer dinero.
En sus palabras, nunca supo hacer lo que no le gustaba, un poco por educación y otro poco por reacción a esa educación. Cuando Deutsch vendió la editorial y se retiró, cuarenta años después, ella siguió trabajando. Los libros ajenos y los amantes ocasionales, la discreta camaradería del sexo y de la lectura, llenaron su vida durante cincuenta años. Y entonces la jubilaron sin anestesia. Y casi por la misma época descubrió que su cuerpo había perdido todo interés en el contacto sexual: "Tal vez no pareciera tan vieja, pero de pronto supe que ya no era un ser sexual, una sensación que había pasado por distintas etapas y no siempre me había hecho feliz, pero me había parecido central en mi existencia. Leer un libro y hacer el amor con un hombre era para mí como esos barcos con casco de vidrio transparente: me permitían ver el fondo".
Por haberle oído decir de repente cosas como ésta (y también para ayudarla a pagar las cuentas, en especial la internación de su madre en un geriátrico), los de la revista Granta le ofrecieron que escribiera sus memorias, por entregas, a su ritmo. Athill empezó a hacerlo sólo por el dinero, intentando no violar el mandato cultural que había regido su vida (nada es de peor gusto que llamar la atención sobre uno mismo). Se propuso que el trámite fuese lo más indoloro posible y en cambio encontró una voz literaria que a los de Granta les pareció adictiva, única: una voz que hacía instantáneamente real todo lo que tocaba. Le rogaron que siguiera escribiendo, y ella siguió haciéndolo. A sus memorias como editora
(genialmente tituladas Vale lo tachado), siguieron dos libros extrañísimos, uno sobre el largo e infeliz matrimonio de sus padres (título: Ayer a la mañana), y otro sobre un joven escritor egipcio que había tenido viviendo en su casa y se suicidó (Después de un funeral). El ejercicio de la confesión honesta, la mirada panorámica y de pronto milimétrica de la vida, los cincuenta años pasados mirando a grandes escritores hacer su pequeña magia, y la vieja regla de hierro, nunca hacerse notar, todo eso está
milagrosamente ahí, en su prosa: no importa de qué esté hablando, siempre se ve el fondo.
Coronó a los noventa, cuando publicó su libro sobre la vejez (Antes de que esto se termine). Sobre la vejez y el amor y la muerte y la humillación y la gracia y las posibilidades de ver llegar otra primavera a su jardín. Una biblia en 130 páginas. Coquetamente, ella decía: "Si hubiera escrito estos libros a los sesenta, hubieran llamado mucho menos la atención. Pero a los noventa, una come un huevo pasado por agua y se lo celebran". Cuenta en el libro que cuando su amante histórico se enfermó mal, ella pensó que no sería capaz de cuidarlo. Pero para su sorpresa: "El espanto, aunque fuera muy palpable, no pasaba de ser algo más bien superficial, mientras que, por debajo, algo que ni siquiera pensé dio por decidido lo que había que hacer.
No hubo rechazo, ni repugnancia, lo hice sin esfuerzo, de manera profesional. Me parece que las obligaciones que han nacido a partir del amor, por poco que se parezcan a aquello de lo que han brotado, forman parte de lo mismo". Dice Athill en su libro que, en el sexo, una mujer se entrega y se consume y da mucho más de sí que un hombre, y que por esa razón la mujer debe superar la plenitud física para empezar a entender qué clase de persona es realmente. Dice Athill en su libro: "Aunque he sido toda mi vida más pobre que rica, hay en algún lugar de mí una criatura irrecuperable que cree que el dinero debería ser como la lluvia, y nosotros como el hombre de campo, que cuando no llueve apechuga la sequía, o cae por su causa, cosa que es desdichada pero no tan desdichada como arruinarse la vida pensando cada día en el dinero. Naturalmente siempre supe que uno debe ocuparse, y hasta cierto punto lo hice, pero sólo hasta el punto mínimo indispensable. Esto significa que aunque nunca llegué tan lejos como para no trabajar, me ha sido imposible hacer algo que no me gusta. No sé si es que no puedo o que no quiero. La sensación es que no puedo".
Dice Athill en su libro que Jean Rhys le confesó una vez: "Debo escribir. Si no lo hago, mi vida será un abyecto fracaso. Ya lo es para mucha gente, pero sería un fracaso abyecto para mí. No me habría ganado la muerte". Agrega Athill: "¿Ganarse la muerte? A veces, no muchas, una frase suena en mi oído
como si no fuese de nadie, como si se pronunciara sola. Hay que ganarse la muerte. ¿Como una recompensa? Sí". Diana Athill murió pocos meses después de publicar Antes de que esto se termine.
El gran Elias Canetti rechazaba la muerte. Literalmente. Creía que, si se lo proponía en serio, si enfrentaba el asunto con todo su ser, con toda la potencia de su personalidad, que era mucha, quizá lograra salirse con la suya. Salirse con la suya era no morir. Yo creo que Canetti fue una de las mentes supremas del siglo XX, pero en este aspecto tengo que coincidir con alguien mucho más pedestre que él, su anónima editora inglesa, una de mis damas preferidas en el reino de las letras, que dijo: "El señor Canetti puede rechazar la parca todo lo que quiera, pero dudo que sea recíproco".
Por esa clase de cosas, Diana Athill se ganaba al instante la confianza de sus autores o los perdía para siempre, y no fueron muchos los que perdió en sus cincuenta años de trabajo de hormiga en la editorial inglesa André Deutsch. Curiosamente, la Athill estuvo más cerca de lograr el cometido de Canetti que el propio Canetti: a los setenta y cinco años, cuando la editorial se vendió y los nuevos dueños la fletaron a su casa, descubrió con júbilo que podía escribir, que sabía escribir ("Tiene que ver básicamente con el hecho de encontrar un ritmo, o tal vez descender hasta un nivel en que ese ritmo existe de manera autónoma"). Los cuatro libros que publicó, desde entonces hasta sus noventa y dos años, hicieron creer a unos cuantos que esa mujer había pasado de largo su propia muerte, o merecido una segunda vida insospechadamente plena en las postrimerías de su prolongada (y opaca, según ella misma) existencia inicial.
Cuando la jubilaron, Athill no tenía ni ahorros ni casa propia; vivía de prestado en la planta baja de una casita perteneciente a una prima rica, a cambio de cuidarle el jardín. Había nacido en cuna de oro (casa de campo, caballos, paseos en barco, Oxford), a los veintidós sufrió un terrible desengaño amoroso (un piloto de la RAF la dejó en el altar), su familia perdió la fortuna, sus amigas la miraban pensando: "Dios, no permitas que termine como Diana". Tenía veintidós años y ya era, para su entorno, la tía
solterona que viene con el inventario en toda familia inglesa. Caían bombas cuando nació en 1917, caían bombas cuando se selló su destino. En un refugio antiaéreo en Londres conoció a un húngaro llamado André Deutsch, se fue a la cama con él, descubrieron que funcionaban mejor como equipo que como amantes y, en cuanto terminó la guerra, abrieron una editorial: él puso el nombre, ella fue su mano derecha. Nunca se casó, ni tuvo hijos ni supo hacer dinero.
En sus palabras, nunca supo hacer lo que no le gustaba, un poco por educación y otro poco por reacción a esa educación. Cuando Deutsch vendió la editorial y se retiró, cuarenta años después, ella siguió trabajando. Los libros ajenos y los amantes ocasionales, la discreta camaradería del sexo y de la lectura, llenaron su vida durante cincuenta años. Y entonces la jubilaron sin anestesia. Y casi por la misma época descubrió que su cuerpo había perdido todo interés en el contacto sexual: "Tal vez no pareciera tan vieja, pero de pronto supe que ya no era un ser sexual, una sensación que había pasado por distintas etapas y no siempre me había hecho feliz, pero me había parecido central en mi existencia. Leer un libro y hacer el amor con un hombre era para mí como esos barcos con casco de vidrio transparente: me permitían ver el fondo".
Por haberle oído decir de repente cosas como ésta (y también para ayudarla a pagar las cuentas, en especial la internación de su madre en un geriátrico), los de la revista Granta le ofrecieron que escribiera sus memorias, por entregas, a su ritmo. Athill empezó a hacerlo sólo por el dinero, intentando no violar el mandato cultural que había regido su vida (nada es de peor gusto que llamar la atención sobre uno mismo). Se propuso que el trámite fuese lo más indoloro posible y en cambio encontró una voz literaria que a los de Granta les pareció adictiva, única: una voz que hacía instantáneamente real todo lo que tocaba. Le rogaron que siguiera escribiendo, y ella siguió haciéndolo. A sus memorias como editora
(genialmente tituladas Vale lo tachado), siguieron dos libros extrañísimos, uno sobre el largo e infeliz matrimonio de sus padres (título: Ayer a la mañana), y otro sobre un joven escritor egipcio que había tenido viviendo en su casa y se suicidó (Después de un funeral). El ejercicio de la confesión honesta, la mirada panorámica y de pronto milimétrica de la vida, los cincuenta años pasados mirando a grandes escritores hacer su pequeña magia, y la vieja regla de hierro, nunca hacerse notar, todo eso está
milagrosamente ahí, en su prosa: no importa de qué esté hablando, siempre se ve el fondo.
Coronó a los noventa, cuando publicó su libro sobre la vejez (Antes de que esto se termine). Sobre la vejez y el amor y la muerte y la humillación y la gracia y las posibilidades de ver llegar otra primavera a su jardín. Una biblia en 130 páginas. Coquetamente, ella decía: "Si hubiera escrito estos libros a los sesenta, hubieran llamado mucho menos la atención. Pero a los noventa, una come un huevo pasado por agua y se lo celebran". Cuenta en el libro que cuando su amante histórico se enfermó mal, ella pensó que no sería capaz de cuidarlo. Pero para su sorpresa: "El espanto, aunque fuera muy palpable, no pasaba de ser algo más bien superficial, mientras que, por debajo, algo que ni siquiera pensé dio por decidido lo que había que hacer.
No hubo rechazo, ni repugnancia, lo hice sin esfuerzo, de manera profesional. Me parece que las obligaciones que han nacido a partir del amor, por poco que se parezcan a aquello de lo que han brotado, forman parte de lo mismo". Dice Athill en su libro que, en el sexo, una mujer se entrega y se consume y da mucho más de sí que un hombre, y que por esa razón la mujer debe superar la plenitud física para empezar a entender qué clase de persona es realmente. Dice Athill en su libro: "Aunque he sido toda mi vida más pobre que rica, hay en algún lugar de mí una criatura irrecuperable que cree que el dinero debería ser como la lluvia, y nosotros como el hombre de campo, que cuando no llueve apechuga la sequía, o cae por su causa, cosa que es desdichada pero no tan desdichada como arruinarse la vida pensando cada día en el dinero. Naturalmente siempre supe que uno debe ocuparse, y hasta cierto punto lo hice, pero sólo hasta el punto mínimo indispensable. Esto significa que aunque nunca llegué tan lejos como para no trabajar, me ha sido imposible hacer algo que no me gusta. No sé si es que no puedo o que no quiero. La sensación es que no puedo".
Dice Athill en su libro que Jean Rhys le confesó una vez: "Debo escribir. Si no lo hago, mi vida será un abyecto fracaso. Ya lo es para mucha gente, pero sería un fracaso abyecto para mí. No me habría ganado la muerte". Agrega Athill: "¿Ganarse la muerte? A veces, no muchas, una frase suena en mi oído
como si no fuese de nadie, como si se pronunciara sola. Hay que ganarse la muerte. ¿Como una recompensa? Sí". Diana Athill murió pocos meses después de publicar Antes de que esto se termine.
Ómnibus*
-Si le viene bien, tráigame El Hogar cuando vuelva -pidió la señora Roberta, reclinándose en el sillón para la siesta. Clara ordenaba las medicinas en la mesita de ruedas, recorría la habitación con una mirada precisa. No faltaba nada, la niña Matilde se quedaría cuidando a la señora Roberta, la mucama estaba al corriente de lo necesario. Ahora podía salir, con toda la tarde del sábado para ella sola, su amiga Ana esperándola para charlar, el té dulcísimo a las cinco y media, la radio y los chocolates.
A las dos, cuando la ola de los empleados termina de romper en los umbrales de tanta casa, Villa del Parque se pone desierta y luminosa. Por Tinogasta y Zamudio bajó Clara taconeando distintamente, saboreando un sol de noviembre roto por islas de sombra que le tiraban a su paso los árboles de Agronomía. En la esquina de Avenida San Martín y Nogoyá, mientras esperaba el ómnibus 168, oyó una batalla de gorriones sobre su cabeza, y la torre florentina de San Juan María Vianney le pareció más roja contra el cielo sin nubes, alto hasta dar vértigo. Pasó don Luis, el relojero, y la saludó apreciativo, como si alabara su figura prolija, los zapatos que la hacían más esbelta, su cuellito blanco sobre la blusa crema. Por la calle vacía vino remolonamente el 168, soltando su seco bufido insatisfecho al abrirse la puerta para Clara, sola pasajera en la esquina callada de la tarde.
Buscando las monedas en el bolso lleno de cosas, se demoró en pagar el boleto. El guarda esperaba con cara de pocos amigos, retacón y compadre sobre sus piernas combadas, canchero para aguantar los virajes y las frenadas. Dos veces le dijo Clara: "De quince", sin que el tipo le sacara los ojos de encima, como extrañado de algo. Después le dio el boleto rosado, y Clara se acordó de un verso de infancia, algo como: "Marca, marca, boletero, un boleto azul orosa; canta, canta alguna cosa, mientras cuentas el dinero." Sonriendo para ella buscó asiento hacia el fondo, halló vacío el que correspondía a Puerta de Emergencia, y se instaló con el menudo placer de propietario que siempre da el lado de la ventanilla. Entonces vio que el guarda la seguía mirando. Y en la esquina del puente de Avenida San Martín,
antes de virar, el conductor se dio vuelta y también la miró, con trabajo por la distancia pero buscando hasta distinguirla muy hundida en su asiento.
Era un rubio huesudo con cara de hambre, que cambió unas palabras con el guarda, los dos miraron a Clara, se miraron entre ellos, el ómnibus dio un salto y se metió por Chorroarín a toda carrera.
"Par de estúpidos", pensó Clara entre halagada y nerviosa. Ocupada en guardar su boleto en el monedero, observó de reojo a la señora del gran ramo de claveles que viajaba en el asiento de adelante. Entonces la señora la miró a ella, por sobre el ramo se dio vuelta y la miró dulcemente como una vaca sobre un cerco, y Clara sacó un espejito y estuvo en seguida absorta en el estudio de sus labios y sus cejas. Sentía ya en la nuca una impresión desagradable; la sospecha de otra impertinencia la hizo darse vuelta con rapidez, enojada de veras. A dos centímetros de su cara estaban los ojos de un viejo de cuello duro, con un ramo de margaritas componiendo un olor casi nauseabundo. En el fondo del ómnibus, instalados en el largo asiento verde, todos los pasajeros miraron hacia Clara, parecían criticar alguna cosa en Clara que sostuvo sus miradas con un esfuerzo creciente, sintiendo que cada vez era más difícil, no por la coincidencia de los ojos en ella ni por los ramos que llevaban los pasajeros; más bien porque había esperado un desenlace amable, una razón de risa como tener un tizne en la nariz (pero no lo tenía); y sobre su comienzo de risa se posaban helándola esas miradas atentas y continuas, como si los ramos la estuvieran mirando.
Súbitamente inquieta, dejó resbalar un poco el cuerpo, fijó los ojos en el estropeado respaldo delantero, examinando la palanca de la puerta de emergencia y su inscripción Para abrir la puerta TIRE LA MANIJA hacia adentro y levántese, considerando las letras una a una sin alcanzar a reunirlas en palabras. Lograba así una zona de seguridad, una tregua donde pensar. Es natural que los pasajeros miren al que recién asciende, está bien que la gente lleve ramos si va a Chacarita, y está casi bien que todos en el ómnibus tengan ramos. Pasaban delante del hospital Alvear, y del lado de Clara se tendían los baldíos en cuyo extremo lejano se levanta la Estrella, zona de charcos sucios, caballos amarillos con pedazos de sogas colgándoles del pescuezo. A Clara le costaba apartarse de un paisaje que el brillo duro del sol no alcanzaba a alegrar, y apenas si una vez y otra se atrevía a dirigir una ojeada rápida al interior del coche. Rosas rojas y calas, más lejos gladiolos horribles, como machucados y sucios, color rosa vieja con manchas lívidas. El señor de la tercera ventanilla (la estaba mirando, ahora no, ahora de nuevo) llevaba claveles casi negros apretados en una sola masa casi continua, como una piel rugosa. Las dos muchachitas de nariz cruel que se sentaban adelante en uno de los asientos laterales, sostenían entre ambas el ramo de los pobres, crisantemos y dalias, pero ellas no eran pobres, iban vestidas con saquitos bien cortados, faldas tableadas, medias blancas tres cuartos, y miraban a Clara con altanería. Quiso hacerles bajar los ojos, mocosas insolentes, pero eran cuatro pupilas fijas y también el guarda, el
señor de los claveles, el calor en la nuca por toda esa gente de atrás, el viejo del cuello duro tan cerca, los jóvenes del asiento posterior, la Paternal: boletos de Cuenca terminan.
Nadie bajaba. El hombre ascendió ágilmente, enfrentando al guarda que lo esperaba a medio coche mirándole las manos. El hombre tenía veinte centavos en la derecha y con la otra se alisaba el saco. Esperó, ajeno al escrutinio. "De quince", oyó Clara. Como ella: de quince. Pero el guarda no cortaba el boleto, seguía mirando al hombre que al final se dio cuenta y le hizo un gesto de impaciencia cordial: "Le dije de quince." Tomó el boleto y esperó el vuelto. Antes de recibirlo, ya se había deslizado livianamente en un asiento vacío al lado del señor de los claveles. El guarda le dio los cinco centavos, lo miró otro poco, desde arriba, como si le examinara la cabeza; él ni se daba cuenta, absorto en la contemplación de los negros claveles. El señor lo observaba, una o dos veces lo miró rápido y el se puso
a devolverle la mirada; los dos movían la cabeza casi a la vez, pero sin provocación, nada más que mirándose. Clara seguía furiosa con las chicas de adelante, que la miraban un rato largo y después al nuevo pasajero; hubo un momento, cuando el 168 empezaba su carrera pegado al paredón de Chacarita,
en que todos los pasajeros estaban mirando al hombre y también a Clara, sólo que ya no la miraban directamente porque les interesaba más el recién llegado, pero era como si la incluyeran en su mirada, unieran a los dos en la misma observación. Qué cosa estúpida esa gente, porque hasta las mocosas no eran tan chicas, cada uno con su ramo y ocupaciones por delante, y portándose con esa grosería. Le hubiera gustado prevenir al otro pasajero, una oscura fraternidad sin razones crecía en Clara. Decirle: "Usted y yo sacamos boleto de quince", como si eso los acercara. Tocarle el brazo, aconsejarle: "No se dé por aludido, son unos impertinentes, metidos ahí detrás de las flores como zonzos." Le hubiera gustado que él viniera a sentarse a su lado, pero el muchacho -en realidad era joven, aunque tenía marcas duras en la cara- se había dejado caer en el primer asiento libre que tuvo a su alcance. Con un gesto entre divertido y azorado se empeñaba en devolver la mirada del guarda, de las dos chicas, de la señora con los
gladiolos; y ahora el señor de los claveles rojos tenía vuelta la cabeza hacia atrás y miraba a Clara, la miraba inexpresivamente, con una blandura opaca y flotante de piedra pómez. Clara le respondía obstinada, sintiéndose como hueca; le venían ganas de bajarse (pero esa calle, a esa altura, y total por nada, por no tener un ramo); notó que el muchacho parecía inquieto, miraba a un lado y al otro, después hacia atrás, y se quedaba sorprendido al ver a los cuatro pasajeros del asiento posterior y al anciano
del cuello duro con las margaritas. Sus ojos pasaron por el rostro de Clara, deteniéndose un segundo en su boca, en su mentón; de adelante tiraban las miradas del guarda y las dos chiquilinas, de la señora de los gladiolos, hasta que el muchacho se dio vuelta para mirarlos como aflojando. Clara midió su acoso de minutos antes por el que ahora inquietaba al pasajero. "Y el pobre con las manos vacías", pensó absurdamente. Le encontraba algo de indefenso, solo con sus ojos para parar aquel fuego frío cayéndole de todas partes.
Sin detenerse el 168 entró en las dos curvas que dan acceso a la explanada frente al peristillo del cementerio. Las muchachitas vinieron por el pasillo y se instalaron en la puerta de salida; detrás se alinearon las margaritas, los gladiolos, las calas. Atrás había un grupo confuso y las flores olían para Clara, quietita en su ventanilla pero tan aliviada al ver cuántos se bajaban, lo bien que se viajaría en el otro tramo. Los claveles negros aparecieron en lo alto, el pasajero se había parado para dejar salir
a los claveles negros, y quedó ladeado, metido a medias en un asiento vacío delante del de Clara. Era un lindo muchacho sencillo y franco, tal vez un dependiente de farmacia, o un tenedor de libros, o un constructor. El ómnibus se detuvo suavemente, y la puerta hizo un bufido al abrirse. El muchacho esperó a que bajara la gente para elegir a gusto un asiento, mientras Clara participaba de su paciente espera y urgía con el deseo a los gladiolos y a las rosas para que bajasen de una vez. Ya la puerta abierta y
todos en fila, mirándola y mirando al pasajero, sin bajar, mirándolos entre los ramos que se agitaban como si hubiera viento, un viento de debajo de la tierra que moviera las raíces de las plantas y agitara en bloque los ramos.
Salieron las calas, los claveles rojos, los hombres de atrás con sus ramos, las dos chicas, el viejo de las margaritas. Quedaron ellos dos solos y el 168 pareció de golpe más pequeño, más gris, más bonito. Clara encontró bien y casi necesario que el pasajero se sentara a su lado, aunque tenía todo el ómnibus para elegir. Él se sentó y los dos bajaron la cabeza y se miraron las manos. Estaban ahí, eran simplemente manos; nada más.
-¡Chacarita!- gritó el guarda.
Clara y el pasajero contestaron su urgida mirada con una simple fórmula: "Tenemos boletos de quince." La pensaron tan sólo, y era suficiente.
La puerta seguía abierta. El guarda se les acercó.
-Chacarita -dijo, casi explicativamente.
El pasajero ni lo miraba, pero Clara le tuvo lástima.
-Voy a Retiro -dijo, y le mostró el boleto. Marca marca boletero un boleto azul o rosa. El conductor estaba casi salido del asiento, mirándolos; el guarda se volvió indeciso, hizo una seña. Bufó la puerta trasera (nadie había subido adelante) y el 168 tomó velocidad con bandazos coléricos, liviano y suelto en una carrera que puso plomo en el estómago de Clara. Al lado del conductor, el guarda se tenía ahora del barrote cromado y los miraba profundamente. Ellos le devolvían la mirada, se estuvieron así hasta
la curva de entrada a Dorrego. Después Clara sintió que el muchacho posaba despacio una mano en la suya, como aprovechando que no podían verlo desde adelante. Era una mano suave, muy tibia, y ella no retiró la suya pero la fue moviendo despacio hasta llevarla más al extremo del muslo, casi sobre la
rodilla. Un viento de velocidad envolvía al ómnibus en plena marcha.
-Tanta gente -dijo él, casi sin vos-. Y de golpe se bajan todos.
-Llevaban flores a la Chacarita -dijo Clara-. Los sábados va mucha gente a los cementerios.
-Sí, pero...
-Un poco raro era, sí. ¿Usted se fijó...?
-Sí -dijo él, casi cerrándole el paso-. Y a usted le pasó igual, me di cuenta.
-Es raro. Pero ahora ya no sube nadie.
El coche frenó brutalmente, barrera del Central Argentino. Se dejaron ir hacia adelante, aliviados por el salto a una sorpresa, a un sacudón. El coche temblaba como un cuerpo enorme.
-Yo voy a Retiro -dijo Clara.
-Yo también.
El guarda no se había movido, ahora hablaba iracundo con el conductor.
Vieron (sin querer reconocer que estaban atentos a la escena) cómo el conductor abandonaba su asiento y venía por el pasillo hacia ellos, con el guarda copiándole los pasos. Clara notó que los dos miraban al muchacho y que éste se ponía rigido, como reuniendo fuerzas; le temblaron las piernas, el hombro que se apoyaba en el suyo. Entonces aulló horriblemente una locomotora a toda carrera, un humo negro cubrió el sol. El fragor del rápido tapaba las palabras que debía estar diciendo el conductor; a dos asientos
del de ellos se detuvo, agachándose como quien va a saltar. el guarda lo contuvo prendiéndole una mano en el hombro, le señaló imperioso las barreras que ya se alzaban mientras el último vagón pasaba con un estrépito de hierros. El conductor apretó los labios y se volvió corriendo a su puesto; con un salto de rabia el 168 encaró las vías, la pendiente opuesta.
El muchacho aflojó el cuerpo y se dejó resbalar suavemente.
-Nunca me pasó una cosa así -dijo, como hablándose.
Clara quería llorar. Y el llanto esperaba ahí, disponible pero inútil. Sin siquiera pensarlo tenía conciencia de que todo estaba bien, que viajaba en un 168 vacío aparte de otro pasajero, y que toda protesta contra ese orden podía resolverse tirando de la campanilla y descendiendo en la primera
esquina. Pero todo estaba bien así; lo único que sobraba era la idea de bajarse, de apartar esa mano que de nuevo había apretado la suya.
-Tengo miedo -dijo, sencillamente-. Si por lo menos me hubiera puesto unas violetas en la blusa.
Él la miró, miró su blusa lisa.
-A mí a veces me gusta llevar un jazmín del país en la solapa -dijo-. Hoy salí apurado y ni me fijé.
-Qué lástima. Pero en realidad nosotros vamos a Retiro.
-Seguro, vamos a Retiro.
Era un diálogo, un diálogo. Cuidar de él, alimentarlo.
-¿No se podría levantar un poco la ventanilla? Me ahogo aquí adentro.
Él la miró sorprendido, porque más bien sentía frío. El guarda los observaba de reojo, hablando con el conductor; el 168 no había vuelto a detenerse después de la barrera y daban ya la vuelta a Cánning y Santa Fe.
-Este asiento tiene ventanilla fija -dijo él-. Usted ve que es el único asiento del coche que viene así, por la puerta de emergencia.
-Ah -dijo Clara.
-Nos podíamos pasar a otro.
-No, no. -Le apretó los dedos, deteniendo su moviento de levantarse.- Cuanto menos nos movamos mejor.
-Bueno, pero podríamos levantar la ventanilla de adelante.
-No, por favor no.
Él esperó, pensando que Clara iba a agregar algo, pero ella se hizo más pequeña en el asiento. Ahora lo miraba de lleno para escapar a la atracción de allá adelante, de esa cólera que les llegaba como un silencio o un calor.
El pasajero puso la otra mano sobre la rodilla de Clara, y ella acercó la suya y ambos se comunicaron oscuramente por los dedos, por el tibio acariciarse de las palmas.
-A veces una es tan descuidada -dijo tímidamente Clara-. Cree que lleva todo, y siempre olvida algo.
-Es que no sabíamos.
-Bueno, pero lo mismo. Me miraban, sobre todo esas chicas, y me sentí tan mal.
-Eran insoportabes -protestó él-. ¿Usted vio cómo se habían puesto de acuerdo para clavarnos los ojos?
-Al fin y al cabo el ramo era de crisantemos y dalias -dijo Clara-. Pero presumían lo mismo.
-Porque los otros les daban alas -afirmó él con irritación-. El viejo de mi asiento con sus claveles apelmazados, con esa cara de pájaro. A los que no vi bien fue a los de atrás. ¿Usted cree que todos...?
-Todos -dijo Clara-. Los ví apenas había subido. Yo subí en Nogoyá y Avenida San Martín, y casi en seguida me di vuelta y vi que todos, todos...
-Menos mal que se bajaron.
Pueyrredón, frenada en seco. Un policía moreno se habría en cruz acusándose de algo en su alto quiosco. El conductor salió del asiento como deslizándose, el guarda quiso sujetarlo de la manga, pero se soltó con violencia y vino por el pasillo, mirándolos alternadamente, encogido y con los labios húmedos, parapadeando. "¡Ahí da paso!", gritó el guarda con una voz rara. Diez bocinas ladraban en la cola del ómnibus, y el conductor corrió afligido a su asiento. El guarda le habló al oído, dándose vuelta a
cada momento para mirarlos.
-Si no estuviera usted... -murmuró Clara-. Yo creo que si no estuviera usted me habría animado a bajarme.
-Pero usted va a Retiro -dijo él, con alguna sorpresa.
-Sí, tengo que hacer una visita. No importa, me hubiera bajado igual.
-Yo saqué boleto de quince -dijo él - Hasta Retiro.
-Yo también. Lo malo es que si una se baja, después hasta que viene otro coche...
-Claro, y además a lo mejor está completo.
-A lo mejor. Se viaja tan mal, ahora. ¿Usted ha visto los subtes?
-Algo increíble. Cansa más el viaje que el empleo.
Un aire verde y claro flotaba en el coche, vieron el rosa viejo del Museo, la nueva Facultad de Derecho, y el 168 aceleró todavía más en Leandro N. Alem, como rabioso por llegar. Dos veces lo detuvo algún polícia de tráfico, y dos veces quiso el conductor tirarse contra ellos; a la segunda, el guarda se le puso por delante negándose con rabia, como si le doliera.
Clara sentía subírsele las rodillas hasta el pecho, y las manos de su compañero la desertaron bruscamente y se cubrieron de huesos salientes, de venas rígidas. Clara no había visto jamás el paso viril de la mano al puño, contempló esos objetos macizos con una humilde confianza casi perdida bajo el terror. Y hablaban todo el tiempo de los viajes, de las colas que hay que hacer en Plaza de Mayo, de la grosería de la gente, de la paciencia. Después callaron, mirando el paredón ferroviario, y su compañero sacó la billetera, la estuvo revisando muy serio, temblándole un poco los dedos.
-Falta apenas -dijo clara, enderezándose-. Ya llegamos.
-Sí. Mire, cuando doble en Retiro, nos levantamos rápido para bajar.
-Bueno. Cuando esté al lado de la plaza.
-Eso es. La parada queda más acá de la torre de los Ingleses. Usted baja primero.
-Oh, es lo mismo.
-No, yo me quedaré atrás por cualquier cosa. Apenas doblemos yo me paro y le doy paso. Usted tiene que levantarse rápido y bajar un escalón de la puerta; entonces yo me pongo atrás.
-Bueno, gracias -dijo Clara mirándolo emocionada, y se concentraron en el plan, estudiando la ubicación de sus piernas, los espacios a cubrir. Vieron que el 168 tendría paso libre en la esquina de la plaza; temblándole los vidrios y a punto de embestir el cordón de la plaza, tomó el viraje a toda carrera. El pasajero saltó del asiento hacia adelante, y detrás de él pasó veloz Clara, tirándose escalón abajo mientras él se volvía y la ocultaba con su cuerpo. Clara miraba la puerta, las tiras de goma negra y los rectángulos de sucio vidrio; no quería ver otra cosa y temblaba horriblemente. Sintió en el pelo el jadeo de su compañero, los arrojó a un lado la frenada brutal, y en el mismo momento en que la puerta se abría el conductor corrió por el pasillo con las manos tendidas. Clara saltaba ya a la plaza, y cuando se volvió su compañero saltaba también y la puerta bufó al cerrarse. Las gomas negras apresaron una mano del conductor, sus dedos rígidos y blancos. Clara vio a través de las ventanillas que el guarda se había echado sobre el volante para alcanzar la palanca que cerraba la puerta.
Él la tomó del brazo y caminaron rápidamente por la plaza llena de chicos y vendedores de helados. No se dijeron nada, pero temblaban como de felicidad y sin mirarse. Clara se dejaba guiar, notando vagamente el césped, los canteros, oliendo un aire de río que crecía de frente. El florista estaba a un lado de la plaza, y él fue a parase ante el canasto montado en caballetes y eligió dos ramos de pensaminetos. Alcanzó uno a Clara, después le hizo tener los dos mientras sacaba la billetera y pagaba. Pero cuando siguieron andando (él no volvió a tomarla del brazo) cada uno llevaba su ramo, cada uno iba con el suyo y estaba contento.
A las dos, cuando la ola de los empleados termina de romper en los umbrales de tanta casa, Villa del Parque se pone desierta y luminosa. Por Tinogasta y Zamudio bajó Clara taconeando distintamente, saboreando un sol de noviembre roto por islas de sombra que le tiraban a su paso los árboles de Agronomía. En la esquina de Avenida San Martín y Nogoyá, mientras esperaba el ómnibus 168, oyó una batalla de gorriones sobre su cabeza, y la torre florentina de San Juan María Vianney le pareció más roja contra el cielo sin nubes, alto hasta dar vértigo. Pasó don Luis, el relojero, y la saludó apreciativo, como si alabara su figura prolija, los zapatos que la hacían más esbelta, su cuellito blanco sobre la blusa crema. Por la calle vacía vino remolonamente el 168, soltando su seco bufido insatisfecho al abrirse la puerta para Clara, sola pasajera en la esquina callada de la tarde.
Buscando las monedas en el bolso lleno de cosas, se demoró en pagar el boleto. El guarda esperaba con cara de pocos amigos, retacón y compadre sobre sus piernas combadas, canchero para aguantar los virajes y las frenadas. Dos veces le dijo Clara: "De quince", sin que el tipo le sacara los ojos de encima, como extrañado de algo. Después le dio el boleto rosado, y Clara se acordó de un verso de infancia, algo como: "Marca, marca, boletero, un boleto azul orosa; canta, canta alguna cosa, mientras cuentas el dinero." Sonriendo para ella buscó asiento hacia el fondo, halló vacío el que correspondía a Puerta de Emergencia, y se instaló con el menudo placer de propietario que siempre da el lado de la ventanilla. Entonces vio que el guarda la seguía mirando. Y en la esquina del puente de Avenida San Martín,
antes de virar, el conductor se dio vuelta y también la miró, con trabajo por la distancia pero buscando hasta distinguirla muy hundida en su asiento.
Era un rubio huesudo con cara de hambre, que cambió unas palabras con el guarda, los dos miraron a Clara, se miraron entre ellos, el ómnibus dio un salto y se metió por Chorroarín a toda carrera.
"Par de estúpidos", pensó Clara entre halagada y nerviosa. Ocupada en guardar su boleto en el monedero, observó de reojo a la señora del gran ramo de claveles que viajaba en el asiento de adelante. Entonces la señora la miró a ella, por sobre el ramo se dio vuelta y la miró dulcemente como una vaca sobre un cerco, y Clara sacó un espejito y estuvo en seguida absorta en el estudio de sus labios y sus cejas. Sentía ya en la nuca una impresión desagradable; la sospecha de otra impertinencia la hizo darse vuelta con rapidez, enojada de veras. A dos centímetros de su cara estaban los ojos de un viejo de cuello duro, con un ramo de margaritas componiendo un olor casi nauseabundo. En el fondo del ómnibus, instalados en el largo asiento verde, todos los pasajeros miraron hacia Clara, parecían criticar alguna cosa en Clara que sostuvo sus miradas con un esfuerzo creciente, sintiendo que cada vez era más difícil, no por la coincidencia de los ojos en ella ni por los ramos que llevaban los pasajeros; más bien porque había esperado un desenlace amable, una razón de risa como tener un tizne en la nariz (pero no lo tenía); y sobre su comienzo de risa se posaban helándola esas miradas atentas y continuas, como si los ramos la estuvieran mirando.
Súbitamente inquieta, dejó resbalar un poco el cuerpo, fijó los ojos en el estropeado respaldo delantero, examinando la palanca de la puerta de emergencia y su inscripción Para abrir la puerta TIRE LA MANIJA hacia adentro y levántese, considerando las letras una a una sin alcanzar a reunirlas en palabras. Lograba así una zona de seguridad, una tregua donde pensar. Es natural que los pasajeros miren al que recién asciende, está bien que la gente lleve ramos si va a Chacarita, y está casi bien que todos en el ómnibus tengan ramos. Pasaban delante del hospital Alvear, y del lado de Clara se tendían los baldíos en cuyo extremo lejano se levanta la Estrella, zona de charcos sucios, caballos amarillos con pedazos de sogas colgándoles del pescuezo. A Clara le costaba apartarse de un paisaje que el brillo duro del sol no alcanzaba a alegrar, y apenas si una vez y otra se atrevía a dirigir una ojeada rápida al interior del coche. Rosas rojas y calas, más lejos gladiolos horribles, como machucados y sucios, color rosa vieja con manchas lívidas. El señor de la tercera ventanilla (la estaba mirando, ahora no, ahora de nuevo) llevaba claveles casi negros apretados en una sola masa casi continua, como una piel rugosa. Las dos muchachitas de nariz cruel que se sentaban adelante en uno de los asientos laterales, sostenían entre ambas el ramo de los pobres, crisantemos y dalias, pero ellas no eran pobres, iban vestidas con saquitos bien cortados, faldas tableadas, medias blancas tres cuartos, y miraban a Clara con altanería. Quiso hacerles bajar los ojos, mocosas insolentes, pero eran cuatro pupilas fijas y también el guarda, el
señor de los claveles, el calor en la nuca por toda esa gente de atrás, el viejo del cuello duro tan cerca, los jóvenes del asiento posterior, la Paternal: boletos de Cuenca terminan.
Nadie bajaba. El hombre ascendió ágilmente, enfrentando al guarda que lo esperaba a medio coche mirándole las manos. El hombre tenía veinte centavos en la derecha y con la otra se alisaba el saco. Esperó, ajeno al escrutinio. "De quince", oyó Clara. Como ella: de quince. Pero el guarda no cortaba el boleto, seguía mirando al hombre que al final se dio cuenta y le hizo un gesto de impaciencia cordial: "Le dije de quince." Tomó el boleto y esperó el vuelto. Antes de recibirlo, ya se había deslizado livianamente en un asiento vacío al lado del señor de los claveles. El guarda le dio los cinco centavos, lo miró otro poco, desde arriba, como si le examinara la cabeza; él ni se daba cuenta, absorto en la contemplación de los negros claveles. El señor lo observaba, una o dos veces lo miró rápido y el se puso
a devolverle la mirada; los dos movían la cabeza casi a la vez, pero sin provocación, nada más que mirándose. Clara seguía furiosa con las chicas de adelante, que la miraban un rato largo y después al nuevo pasajero; hubo un momento, cuando el 168 empezaba su carrera pegado al paredón de Chacarita,
en que todos los pasajeros estaban mirando al hombre y también a Clara, sólo que ya no la miraban directamente porque les interesaba más el recién llegado, pero era como si la incluyeran en su mirada, unieran a los dos en la misma observación. Qué cosa estúpida esa gente, porque hasta las mocosas no eran tan chicas, cada uno con su ramo y ocupaciones por delante, y portándose con esa grosería. Le hubiera gustado prevenir al otro pasajero, una oscura fraternidad sin razones crecía en Clara. Decirle: "Usted y yo sacamos boleto de quince", como si eso los acercara. Tocarle el brazo, aconsejarle: "No se dé por aludido, son unos impertinentes, metidos ahí detrás de las flores como zonzos." Le hubiera gustado que él viniera a sentarse a su lado, pero el muchacho -en realidad era joven, aunque tenía marcas duras en la cara- se había dejado caer en el primer asiento libre que tuvo a su alcance. Con un gesto entre divertido y azorado se empeñaba en devolver la mirada del guarda, de las dos chicas, de la señora con los
gladiolos; y ahora el señor de los claveles rojos tenía vuelta la cabeza hacia atrás y miraba a Clara, la miraba inexpresivamente, con una blandura opaca y flotante de piedra pómez. Clara le respondía obstinada, sintiéndose como hueca; le venían ganas de bajarse (pero esa calle, a esa altura, y total por nada, por no tener un ramo); notó que el muchacho parecía inquieto, miraba a un lado y al otro, después hacia atrás, y se quedaba sorprendido al ver a los cuatro pasajeros del asiento posterior y al anciano
del cuello duro con las margaritas. Sus ojos pasaron por el rostro de Clara, deteniéndose un segundo en su boca, en su mentón; de adelante tiraban las miradas del guarda y las dos chiquilinas, de la señora de los gladiolos, hasta que el muchacho se dio vuelta para mirarlos como aflojando. Clara midió su acoso de minutos antes por el que ahora inquietaba al pasajero. "Y el pobre con las manos vacías", pensó absurdamente. Le encontraba algo de indefenso, solo con sus ojos para parar aquel fuego frío cayéndole de todas partes.
Sin detenerse el 168 entró en las dos curvas que dan acceso a la explanada frente al peristillo del cementerio. Las muchachitas vinieron por el pasillo y se instalaron en la puerta de salida; detrás se alinearon las margaritas, los gladiolos, las calas. Atrás había un grupo confuso y las flores olían para Clara, quietita en su ventanilla pero tan aliviada al ver cuántos se bajaban, lo bien que se viajaría en el otro tramo. Los claveles negros aparecieron en lo alto, el pasajero se había parado para dejar salir
a los claveles negros, y quedó ladeado, metido a medias en un asiento vacío delante del de Clara. Era un lindo muchacho sencillo y franco, tal vez un dependiente de farmacia, o un tenedor de libros, o un constructor. El ómnibus se detuvo suavemente, y la puerta hizo un bufido al abrirse. El muchacho esperó a que bajara la gente para elegir a gusto un asiento, mientras Clara participaba de su paciente espera y urgía con el deseo a los gladiolos y a las rosas para que bajasen de una vez. Ya la puerta abierta y
todos en fila, mirándola y mirando al pasajero, sin bajar, mirándolos entre los ramos que se agitaban como si hubiera viento, un viento de debajo de la tierra que moviera las raíces de las plantas y agitara en bloque los ramos.
Salieron las calas, los claveles rojos, los hombres de atrás con sus ramos, las dos chicas, el viejo de las margaritas. Quedaron ellos dos solos y el 168 pareció de golpe más pequeño, más gris, más bonito. Clara encontró bien y casi necesario que el pasajero se sentara a su lado, aunque tenía todo el ómnibus para elegir. Él se sentó y los dos bajaron la cabeza y se miraron las manos. Estaban ahí, eran simplemente manos; nada más.
-¡Chacarita!- gritó el guarda.
Clara y el pasajero contestaron su urgida mirada con una simple fórmula: "Tenemos boletos de quince." La pensaron tan sólo, y era suficiente.
La puerta seguía abierta. El guarda se les acercó.
-Chacarita -dijo, casi explicativamente.
El pasajero ni lo miraba, pero Clara le tuvo lástima.
-Voy a Retiro -dijo, y le mostró el boleto. Marca marca boletero un boleto azul o rosa. El conductor estaba casi salido del asiento, mirándolos; el guarda se volvió indeciso, hizo una seña. Bufó la puerta trasera (nadie había subido adelante) y el 168 tomó velocidad con bandazos coléricos, liviano y suelto en una carrera que puso plomo en el estómago de Clara. Al lado del conductor, el guarda se tenía ahora del barrote cromado y los miraba profundamente. Ellos le devolvían la mirada, se estuvieron así hasta
la curva de entrada a Dorrego. Después Clara sintió que el muchacho posaba despacio una mano en la suya, como aprovechando que no podían verlo desde adelante. Era una mano suave, muy tibia, y ella no retiró la suya pero la fue moviendo despacio hasta llevarla más al extremo del muslo, casi sobre la
rodilla. Un viento de velocidad envolvía al ómnibus en plena marcha.
-Tanta gente -dijo él, casi sin vos-. Y de golpe se bajan todos.
-Llevaban flores a la Chacarita -dijo Clara-. Los sábados va mucha gente a los cementerios.
-Sí, pero...
-Un poco raro era, sí. ¿Usted se fijó...?
-Sí -dijo él, casi cerrándole el paso-. Y a usted le pasó igual, me di cuenta.
-Es raro. Pero ahora ya no sube nadie.
El coche frenó brutalmente, barrera del Central Argentino. Se dejaron ir hacia adelante, aliviados por el salto a una sorpresa, a un sacudón. El coche temblaba como un cuerpo enorme.
-Yo voy a Retiro -dijo Clara.
-Yo también.
El guarda no se había movido, ahora hablaba iracundo con el conductor.
Vieron (sin querer reconocer que estaban atentos a la escena) cómo el conductor abandonaba su asiento y venía por el pasillo hacia ellos, con el guarda copiándole los pasos. Clara notó que los dos miraban al muchacho y que éste se ponía rigido, como reuniendo fuerzas; le temblaron las piernas, el hombro que se apoyaba en el suyo. Entonces aulló horriblemente una locomotora a toda carrera, un humo negro cubrió el sol. El fragor del rápido tapaba las palabras que debía estar diciendo el conductor; a dos asientos
del de ellos se detuvo, agachándose como quien va a saltar. el guarda lo contuvo prendiéndole una mano en el hombro, le señaló imperioso las barreras que ya se alzaban mientras el último vagón pasaba con un estrépito de hierros. El conductor apretó los labios y se volvió corriendo a su puesto; con un salto de rabia el 168 encaró las vías, la pendiente opuesta.
El muchacho aflojó el cuerpo y se dejó resbalar suavemente.
-Nunca me pasó una cosa así -dijo, como hablándose.
Clara quería llorar. Y el llanto esperaba ahí, disponible pero inútil. Sin siquiera pensarlo tenía conciencia de que todo estaba bien, que viajaba en un 168 vacío aparte de otro pasajero, y que toda protesta contra ese orden podía resolverse tirando de la campanilla y descendiendo en la primera
esquina. Pero todo estaba bien así; lo único que sobraba era la idea de bajarse, de apartar esa mano que de nuevo había apretado la suya.
-Tengo miedo -dijo, sencillamente-. Si por lo menos me hubiera puesto unas violetas en la blusa.
Él la miró, miró su blusa lisa.
-A mí a veces me gusta llevar un jazmín del país en la solapa -dijo-. Hoy salí apurado y ni me fijé.
-Qué lástima. Pero en realidad nosotros vamos a Retiro.
-Seguro, vamos a Retiro.
Era un diálogo, un diálogo. Cuidar de él, alimentarlo.
-¿No se podría levantar un poco la ventanilla? Me ahogo aquí adentro.
Él la miró sorprendido, porque más bien sentía frío. El guarda los observaba de reojo, hablando con el conductor; el 168 no había vuelto a detenerse después de la barrera y daban ya la vuelta a Cánning y Santa Fe.
-Este asiento tiene ventanilla fija -dijo él-. Usted ve que es el único asiento del coche que viene así, por la puerta de emergencia.
-Ah -dijo Clara.
-Nos podíamos pasar a otro.
-No, no. -Le apretó los dedos, deteniendo su moviento de levantarse.- Cuanto menos nos movamos mejor.
-Bueno, pero podríamos levantar la ventanilla de adelante.
-No, por favor no.
Él esperó, pensando que Clara iba a agregar algo, pero ella se hizo más pequeña en el asiento. Ahora lo miraba de lleno para escapar a la atracción de allá adelante, de esa cólera que les llegaba como un silencio o un calor.
El pasajero puso la otra mano sobre la rodilla de Clara, y ella acercó la suya y ambos se comunicaron oscuramente por los dedos, por el tibio acariciarse de las palmas.
-A veces una es tan descuidada -dijo tímidamente Clara-. Cree que lleva todo, y siempre olvida algo.
-Es que no sabíamos.
-Bueno, pero lo mismo. Me miraban, sobre todo esas chicas, y me sentí tan mal.
-Eran insoportabes -protestó él-. ¿Usted vio cómo se habían puesto de acuerdo para clavarnos los ojos?
-Al fin y al cabo el ramo era de crisantemos y dalias -dijo Clara-. Pero presumían lo mismo.
-Porque los otros les daban alas -afirmó él con irritación-. El viejo de mi asiento con sus claveles apelmazados, con esa cara de pájaro. A los que no vi bien fue a los de atrás. ¿Usted cree que todos...?
-Todos -dijo Clara-. Los ví apenas había subido. Yo subí en Nogoyá y Avenida San Martín, y casi en seguida me di vuelta y vi que todos, todos...
-Menos mal que se bajaron.
Pueyrredón, frenada en seco. Un policía moreno se habría en cruz acusándose de algo en su alto quiosco. El conductor salió del asiento como deslizándose, el guarda quiso sujetarlo de la manga, pero se soltó con violencia y vino por el pasillo, mirándolos alternadamente, encogido y con los labios húmedos, parapadeando. "¡Ahí da paso!", gritó el guarda con una voz rara. Diez bocinas ladraban en la cola del ómnibus, y el conductor corrió afligido a su asiento. El guarda le habló al oído, dándose vuelta a
cada momento para mirarlos.
-Si no estuviera usted... -murmuró Clara-. Yo creo que si no estuviera usted me habría animado a bajarme.
-Pero usted va a Retiro -dijo él, con alguna sorpresa.
-Sí, tengo que hacer una visita. No importa, me hubiera bajado igual.
-Yo saqué boleto de quince -dijo él - Hasta Retiro.
-Yo también. Lo malo es que si una se baja, después hasta que viene otro coche...
-Claro, y además a lo mejor está completo.
-A lo mejor. Se viaja tan mal, ahora. ¿Usted ha visto los subtes?
-Algo increíble. Cansa más el viaje que el empleo.
Un aire verde y claro flotaba en el coche, vieron el rosa viejo del Museo, la nueva Facultad de Derecho, y el 168 aceleró todavía más en Leandro N. Alem, como rabioso por llegar. Dos veces lo detuvo algún polícia de tráfico, y dos veces quiso el conductor tirarse contra ellos; a la segunda, el guarda se le puso por delante negándose con rabia, como si le doliera.
Clara sentía subírsele las rodillas hasta el pecho, y las manos de su compañero la desertaron bruscamente y se cubrieron de huesos salientes, de venas rígidas. Clara no había visto jamás el paso viril de la mano al puño, contempló esos objetos macizos con una humilde confianza casi perdida bajo el terror. Y hablaban todo el tiempo de los viajes, de las colas que hay que hacer en Plaza de Mayo, de la grosería de la gente, de la paciencia. Después callaron, mirando el paredón ferroviario, y su compañero sacó la billetera, la estuvo revisando muy serio, temblándole un poco los dedos.
-Falta apenas -dijo clara, enderezándose-. Ya llegamos.
-Sí. Mire, cuando doble en Retiro, nos levantamos rápido para bajar.
-Bueno. Cuando esté al lado de la plaza.
-Eso es. La parada queda más acá de la torre de los Ingleses. Usted baja primero.
-Oh, es lo mismo.
-No, yo me quedaré atrás por cualquier cosa. Apenas doblemos yo me paro y le doy paso. Usted tiene que levantarse rápido y bajar un escalón de la puerta; entonces yo me pongo atrás.
-Bueno, gracias -dijo Clara mirándolo emocionada, y se concentraron en el plan, estudiando la ubicación de sus piernas, los espacios a cubrir. Vieron que el 168 tendría paso libre en la esquina de la plaza; temblándole los vidrios y a punto de embestir el cordón de la plaza, tomó el viraje a toda carrera. El pasajero saltó del asiento hacia adelante, y detrás de él pasó veloz Clara, tirándose escalón abajo mientras él se volvía y la ocultaba con su cuerpo. Clara miraba la puerta, las tiras de goma negra y los rectángulos de sucio vidrio; no quería ver otra cosa y temblaba horriblemente. Sintió en el pelo el jadeo de su compañero, los arrojó a un lado la frenada brutal, y en el mismo momento en que la puerta se abría el conductor corrió por el pasillo con las manos tendidas. Clara saltaba ya a la plaza, y cuando se volvió su compañero saltaba también y la puerta bufó al cerrarse. Las gomas negras apresaron una mano del conductor, sus dedos rígidos y blancos. Clara vio a través de las ventanillas que el guarda se había echado sobre el volante para alcanzar la palanca que cerraba la puerta.
Él la tomó del brazo y caminaron rápidamente por la plaza llena de chicos y vendedores de helados. No se dijeron nada, pero temblaban como de felicidad y sin mirarse. Clara se dejaba guiar, notando vagamente el césped, los canteros, oliendo un aire de río que crecía de frente. El florista estaba a un lado de la plaza, y él fue a parase ante el canasto montado en caballetes y eligió dos ramos de pensaminetos. Alcanzó uno a Clara, después le hizo tener los dos mientras sacaba la billetera y pagaba. Pero cuando siguieron andando (él no volvió a tomarla del brazo) cada uno llevaba su ramo, cada uno iba con el suyo y estaba contento.
*
En un cristal de luces vivaces
Abría un pentagrama de nombres propios
El calor de los amigos de ahora y de antes
Brillaba en corcheas coloquiales
Personas con música de fondo
Reemplazaban el silencio y la monotonía
En un telar de manos artesanales
Se distinguía el tejido de la cotidianeidad
Palabras entusiastas y acogedoras
Giraban en una esfera de tornasoles.-
Abría un pentagrama de nombres propios
El calor de los amigos de ahora y de antes
Brillaba en corcheas coloquiales
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Reemplazaban el silencio y la monotonía
En un telar de manos artesanales
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Palabras entusiastas y acogedoras
Giraban en una esfera de tornasoles.-
*De Azul. azulaki@hotmail.com
***
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