Antígona, por Daniel A. Jiménez
DISCULPA O ACLARACIÓN dos puntos
Fueron varios los cuentos que leí por ahí del 2005-2006 de Julio Cortázar. Claro, los
anteriores obligatorios como “la continuidad de los parques” o “las historias
de cronopios y de famas” ya me habían volado la tapa de los sesos en años
anteriores. Y las novelas de “los premios” y “rayuela” me habían cambiado
literalmente la visión de la literatura y en general (Siempre me ando con cuidado con
los elogios y esta vez no lo haré) de la vida. Pero decía que en una segunda etapa
retomé cuentos que me llevaron a escribir influenciado, incluso
de una manera consiente y dócil, por su obra (“todos los fuegos el fuego”, se
me ocurre ahora mismo). El resultado de ello fue un amplio collage de textos, la
mayoría destruidos por el plagio descarado de recursos y tiempos en los que incurí a propósito.
Sin embargo ahora rescato uno con todo el respeto que me merece el gran Cronopio, (y miren
que respeto a pocos escritores) como un homenaje humilde y cariñoso a quien nos
compartió sus letras.
ANTÍGONA Por: Daniel A. Jiménez
Los ojos de Antígona estaban tristes, me di cuenta desde que
abrí la puerta de la cocina y ella salió con el mismo paso suave y elástico de
siempre pero con una mirada enrarecida. Entonces la llamé, le dije; Antígona,
ven para acá y ella obedeció dócil a diferencia de muchas otras ocasiones que
no me hace ni el menor de los casos. Antígona, le dije mientras la abrazaba, no
es bueno que me hagas caso, no va con tu nombre, pero sobre todo, no merezco
que confíes en mí, te olvido muy seguido. Antígona rehuía mí mirada, tenía
sombra, tenía ausencia y tenía, ahora estoy seguro, tristeza.
En la televisión lo de siempre; un locutor hablando de ballenas, nuevamente bajé
todo el volumen del aparato, me había cambiado de ropa, me puse más cómodo y
decidí pasar un rato frente al televisor. La tarde pendía de un hilo, la
trasnochada me cerraba los ojos y poco a poco descendía en un sueño relajante y
espeso. El salto de Antígona me despertó; tan delicada ella, tan tierna, tan
tranquila, tan altanera, tan doblemente precisa. Nunca la había visto así;
desde el respaldo del sillón cayó descompuesta en la alfombra y después se
incorporó tranquilamente, otra vez, volviendo a su estado natural y caminó
hacia la pantalla. Antígona… dije para mí mismo.
El cuarto estaba en mute y avanzaba la penumbra, Antígona se echó en el tapete frente al
televisor sin voltear a verme, el pelaje negro de su lomo brillaba tenuemente
con el resplandor de la pantalla, su figura se dibujaba con el brillo y los
destellos pero había algo más. Tiene hambre, pensé estúpidamente ¿por qué? No
lo sé, quizás fue una reacción natural de buscar una respuesta rápida y cómoda.
Cuando estoy triste me embriago o me atasco de barbacoa o gansitos ¿Cuántas
veces hemos comido solos Antígona? La nube de humo de cigarro estaba en el
techo cuando encendí la luz, es deprimente, me dije a mí mismo y volví a
apagarla, en ese mismo instante se escuchó el ronroneo de Antígona como si
hubiera leído mí pensamiento. Permaneció de nuevo el rostro azul del televisor
dibujando los objetos de la sala, recorrí el espacio especulando; la réplica de
la cuatlicue que tanto odiaba Antígona, el jarrón con flores artificiales, la
mesita con la figura de la bailarina a lado de un libro de Musil, los sillones,
un vaso sucio y Antígona; un bultito negro como mancha de aceite.
La manía de ver el televisor sin sonido vino junto con
Antígona, cuando la descubrí atenta, completamente atenta a lo que sucedía en
la pantalla; las personas moviendo los labios, los ademanes, las expresiones en
los rostros, todo sin sonido… algo más; las explosiones, los balazos, los
grupos de jazz tocando sus trompetas, sus pianos, sus baterías… sin sonido. Y
Antígona atenta hasta que yo subía el volumen para escuchar las no-noticias,
Antígona entonces regresaba a su vida de gato, entreteniéndose en las distintas
formas de disfrutar del tedio y la pereza. Ver la televisión sin sonido era la
actividad que más me acercaba a ella.
Dos soledades, pensé y dije casi en voz alta mientras
encendía un cigarro que siempre es el último. Volví a tomar asiento no sin
antes colmar el traste de Antígona de su comida favorita. Y no sin antes
también (hay que decirlo) de destapar la también solitaria botella en el fondo
del refrigerador.
Vino el momento de la calma, aun así estaba convencido de
que era una calma chicha, por así decirlo; el sabor del líquido en mis labios,
el humo del cigarro ascendía en pausas, el humo del cigarro no ha de ser tan
malo si va al cielo, el parpadeo azul del televisor mudo, los ojos Egipcios,
no-griegos de Antígona, atentos.
Las ballenas en la pantalla, sus cantos presentidos
solamente. No paso mucho tiempo para que mis parpados comenzaran a cerrarse, ni
siquiera sentí cuando la botella cayó de mi mano, no sé si existió una última
mirada de Antígona, un murmullo. El cigarro tampoco me había quemado los dedos,
no sentí cuando cayó de mi mano, no sentí nada, solo las lentas lenguas de
fuego lamiéndome la cara.
Octubre del 2006, Mexico D.F
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