21 may (hace 8 días)
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*Dibujo: Ray Respall Rojas.
LLAMADO*
El vibrar de la puerta
sugiere indeciso
alguna presencia.
Recuerdo antiguos gotean
ventanas abiertas,
liberadas rejas...
Por allí entró el amor,
sufrió sobre mi almohada,
se deleitó en la alcoba...
Después se fue por aberturas,
pintó mascaradas,
asesinó mañanas...
El vibrar de la puerta
sugiere leves guiños
que llegan retrasados.
Intentan diluir rojo en gris,
azul en negro
como barcos zarpando...
La ventana achicó su perspectiva
que apretó el cerrojo
de la puerta cerrada...
sugiere indeciso
alguna presencia.
Recuerdo antiguos gotean
ventanas abiertas,
liberadas rejas...
Por allí entró el amor,
sufrió sobre mi almohada,
se deleitó en la alcoba...
Después se fue por aberturas,
pintó mascaradas,
asesinó mañanas...
El vibrar de la puerta
sugiere leves guiños
que llegan retrasados.
Intentan diluir rojo en gris,
azul en negro
como barcos zarpando...
La ventana achicó su perspectiva
que apretó el cerrojo
de la puerta cerrada...
De paso*
Lo pensó así en el momento exacto en que se apeaba del tren: "nadie hablará de nosotros cuando hayamos muerto". Intuía o recordaba que era el título de una canción, una película, un libro... Algo que le venía de remotas regiones de su mente, palabras difuminadas por la resaca del tiempo que ahora, sin motivo aparente, habían salido a la superficie para volver a sumergirse en el olvido minutos u horas más tarde. El hombre ya no era joven. Tenía esa edad indefinida de quienes han vivido en muchos sitios o -pensémoslo despacio- en ninguno. Por eso una frase aparecida de repente en su cabeza podría venir de cualquier parte: La edad mezcla palabras y recuerdos, invenciones y vivencias. Todo es una misma argamasa que se amontona, informe, en los anaqueles de la memoria.
Pero ¿a qué venía esa frase justamente ahora? El traje raído, las arrugas delatoras, el exiguo maletín ¿pueden ser, acaso, la respuesta? El hombre miró al frente. Un cartelito despintado anunciaba el nombre de la estación: "Ingeniero de Madrid". Le resultó chocante, porque él había nacido allí, muy cerca de Madrid; en España, esa España ahora tan lejana como las brumas de un entresueño, que se van desvaneciendo poco a poco cuando despertamos y de las que, al final, apenas queda un vago rescoldo, una cicatriz inexistente.
Tal vez fue ese detalle -pero esto lo pensó ahora, mientras contemplaba el letrero-, el nombre de la estación, lo que le trajo a la mente la frase lapidaria. Porque ¿algún ser vivo recordaba todavía quién fue exactamente ese ingeniero? Cierto que en algún libro, en alguna enciclopedia cubierta de polvo, quizá se reflejase no sólo el nombre, sino incluso también el hecho por el cual este lugar que ahora pisaba había adoptado ese nombre, que -a pesar de todo- no dejó de resultarle sumamente curioso. Pero ¿puede una enciclopedia, por exacta y completa que sea, imitar o suplantar eso que llamamos recuerdo? ¿Son esos artículos, esas anotaciones, una forma de seguir existiendo en la memoria de las gentes futuras? Tal vez, pero, en cualquier caso, una forma distorsionada, infinitesimal. Las biografías las
escribe gente viva sobre gente muerta (o gente muerta sobre gente muerta, que viene a ser lo mismo) y quienes las escriben no saben nada, absolutamente nada. A lo sumo, una mínima colección de hechos aparentemente importantes, pero que en realidad son irrelevantes o anodinos, puesto que no arrojan ninguna luz sobre la persona biografiada... La única biografía posible la va escribiendo uno mismo, con sus propios actos, y no queda registro en parte alguna...
Vio las vías perdiéndose en el horizonte. Las vías del tren sugieren la infinitud y el desencuentro (Acaso también la infinitud del desencuentro) pero en este caso concreto, además, ese desencuentro resultaba aún más dramático porque dos pares de vías se cruzaban en este punto para ir alejándose después hacia sus respectivos destinos, líneas infinitas que jamás volverían a encontrarse. Y este punto, el único lugar en que esas líneas se encuentran, es una estación erigida en medio de la nada, un punto perdido entre otros puntos igualmente perdidos o inimaginables.
Así sucede -pensó- tantas veces. Tal vez sólo exista un punto, un único punto en todo el inimaginable cosmos, donde sea posible el encuentro. ¡Qué dicha, el encuentro! Y qué tristeza ver alejarse de nuevo los trenes del destino, intuyendo.
Desencuentros... Si lo pensaba con frialdad y atención, fueron precisamente ellos quienes le habían traído hasta este lugar, quienes habían de llevarle adónde iba. Pero ¿dónde iba exactamente? No podía recordar el nombre (si es que tal cosa puede tener importancia en realidad), y no tenía el menor deseo
de sacar del bolsillo el papel donde figuraba. Ya habría tiempo para eso cuando el nuevo tren se pusiera en marcha hacia el siguiente destino. La vida es una sucesión de trenes que, en apariencia, nos llevan de un lugar a otro. Sabía que una vez allí tenía que hablar con un tal Pereira o Pereyra, un portugués o brasileño que también -por circunstancias desconocidas y que, en el fondo, no importaban- había venido a dar con sus huesos en ese lugar alejado del mundo y de la historia. (Pero -atinó a pensar más o menos
confusamente- ¿hay algún lugar que no esté alejado del mundo y de la historia? De ser así, el tiempo, juez definitivo, ya vendrá a corregir esa desigualdad momentánea, ese error inocuo). Tampoco recordaba, hecho anecdótico si lo miramos bien, cómo se llamaba el lugar del cual venía. De ese triángulo escaleno, sólo el curioso nombre de esta estación solitaria había echado raíces en su memoria. En la estación no había nadie más. De nuevo, estaba solo.
Los desencuentros, sí... Llegan a ser tantos que es imposible recordarlos todos. Y ¿para qué habríamos de recordarlos si sólo pueden producir dolor, desolación? Amigos que se fueron diluyendo en un pasado cada vez más difuso, amantes cuyos rostros apenas son una neblina inconsistente, familiares a quienes no había visto en dos décadas... Y le vino de nuevo esa frase:
"Hablar de nosotros después de muertos- musitó con una sonrisa amarga-. Si al menos alguien lo hiciese cuando aún estamos vivos, si es que en verdad lo estamos". Si alguien. Porque: ¿Quién le brindó una mano cuando su mundo se desmoronaba? ¿Quién le habló cuando precisaba una palabra? ¿Quién estuvo ahí
en esas horas de amarga e interminable soledad, o en esas otras de inasumible derrota? ¿Quién, finalmente, vino a despedirle a la estación -esa otra, ahora disuelta entre las telarañas de un olvido consciente- veinte años atrás, cuando tuvo que partir para no regresar? Para no regresar.
¿Amistad? Palabra casi siempre exagerada para definir relaciones superficiales entre seres humanos. ¿Amor? Ya lo dijo Bécquer: es un rayo de luna. ¿Fidelidad? Palabra horrible y abstracta. Encierra una falacia.
Un día, no muy lejano, de esta estación sólo quedarán ruinas, algunas fotos viejas, tal vez uno que otro recuerdo impreciso como la sombra tenue de un sueño abandonado en las hondonadas del tiempo. De quienes en ella esperaron alguna vez, de quienes tomaron un tren o se apearon de otro, de quienes en
ese mismo andén conversaron durante unos minutos, desconocidos atrapados durante un instante en un lugar que ninguno de ellos eligió, ¿Qué será exactamente lo que quede?
Un vacío tan grande como el que ahora veían sus ojos, allí en esa estación inconcebible, era la única respuesta a todas esas preguntas. El hombre suspiró, miró hacia el cielo gris. El cansancio ya conocido vino a posarse sobre sus hombros. Tuvo que sentarse. Tal vez se adormeció. Por eso, no podría decir si vio, o sólo los soñó, a los jinetes que venían cabalgando desde el Sur, lentos, callados, cabizbajos.
De los dos jinetes, el más joven se quedó un buen rato mirando al hombre que dormitaba, sentado en el destartalado banco de madera de la vieja estación.
Hizo un gesto vago de saludo, sin obtener respuesta. Luego miró a su acompañante y preguntó:
- ¿Qué estará haciendo ahí?
Después de un rato, el otro jinete, un viejo de pelo blanco y rostro endurecido por lluvias y sequías y noches durmiendo al raso, contestó sin apartar sus ojos del camino:
- Está esperando.
El joven le mira, incrédulo.
- ¿El tren? Pero entonces tal vez deberíamos decirle...
- Probablemente él sabe.
- Pero si supiera, entonces...
El viejo calla. Deja que la verdad se vaya abriendo paso en la mente del otro. Sólo cuando ya casi le han perdido de vista, cuando el hombre desconocido y la estación abandonada apenas son un recuerdo que se va desdibujando, vuelve a oírse su voz grave, sentenciosa.
- Hay gente que va en busca de su destino; y hay gente que espera. Y también hay gente que hace las dos cosas. Dónde, cuándo, por qué... sólo son detalles circunstanciales, insignificantes. Y ni siquiera podemos hablar de elección. Caminas durante años y un día, sin que se sepa el motivo, los pies se niegan y ya no hay alternativa. Ese hombre -su rostro lo gritaba- se cansó de caminar. Y ahora espera. Nada más.
Y sin mirar atrás, los dos jinetes siguen cabalgando, sin apuro, como si en realidad no fuesen a ningún lugar, como si la única realidad posible fuese el camino que se extiende bajo los cascos de sus caballos. El silencio se ha instaurado de nuevo entre ellos, y sobre la escena, ahora, apenas se oye el rumor de la brisa que recorre, casi con timidez, el inabarcable páramo, rozando al pasar, de forma leve, todo aquello que aun tiene consistencia y que algún día, pronto, sólo será una sombra, un apunte inconcreto en los ajados libros de los hombres.
Pero ¿a qué venía esa frase justamente ahora? El traje raído, las arrugas delatoras, el exiguo maletín ¿pueden ser, acaso, la respuesta? El hombre miró al frente. Un cartelito despintado anunciaba el nombre de la estación: "Ingeniero de Madrid". Le resultó chocante, porque él había nacido allí, muy cerca de Madrid; en España, esa España ahora tan lejana como las brumas de un entresueño, que se van desvaneciendo poco a poco cuando despertamos y de las que, al final, apenas queda un vago rescoldo, una cicatriz inexistente.
Tal vez fue ese detalle -pero esto lo pensó ahora, mientras contemplaba el letrero-, el nombre de la estación, lo que le trajo a la mente la frase lapidaria. Porque ¿algún ser vivo recordaba todavía quién fue exactamente ese ingeniero? Cierto que en algún libro, en alguna enciclopedia cubierta de polvo, quizá se reflejase no sólo el nombre, sino incluso también el hecho por el cual este lugar que ahora pisaba había adoptado ese nombre, que -a pesar de todo- no dejó de resultarle sumamente curioso. Pero ¿puede una enciclopedia, por exacta y completa que sea, imitar o suplantar eso que llamamos recuerdo? ¿Son esos artículos, esas anotaciones, una forma de seguir existiendo en la memoria de las gentes futuras? Tal vez, pero, en cualquier caso, una forma distorsionada, infinitesimal. Las biografías las
escribe gente viva sobre gente muerta (o gente muerta sobre gente muerta, que viene a ser lo mismo) y quienes las escriben no saben nada, absolutamente nada. A lo sumo, una mínima colección de hechos aparentemente importantes, pero que en realidad son irrelevantes o anodinos, puesto que no arrojan ninguna luz sobre la persona biografiada... La única biografía posible la va escribiendo uno mismo, con sus propios actos, y no queda registro en parte alguna...
Vio las vías perdiéndose en el horizonte. Las vías del tren sugieren la infinitud y el desencuentro (Acaso también la infinitud del desencuentro) pero en este caso concreto, además, ese desencuentro resultaba aún más dramático porque dos pares de vías se cruzaban en este punto para ir alejándose después hacia sus respectivos destinos, líneas infinitas que jamás volverían a encontrarse. Y este punto, el único lugar en que esas líneas se encuentran, es una estación erigida en medio de la nada, un punto perdido entre otros puntos igualmente perdidos o inimaginables.
Así sucede -pensó- tantas veces. Tal vez sólo exista un punto, un único punto en todo el inimaginable cosmos, donde sea posible el encuentro. ¡Qué dicha, el encuentro! Y qué tristeza ver alejarse de nuevo los trenes del destino, intuyendo.
Desencuentros... Si lo pensaba con frialdad y atención, fueron precisamente ellos quienes le habían traído hasta este lugar, quienes habían de llevarle adónde iba. Pero ¿dónde iba exactamente? No podía recordar el nombre (si es que tal cosa puede tener importancia en realidad), y no tenía el menor deseo
de sacar del bolsillo el papel donde figuraba. Ya habría tiempo para eso cuando el nuevo tren se pusiera en marcha hacia el siguiente destino. La vida es una sucesión de trenes que, en apariencia, nos llevan de un lugar a otro. Sabía que una vez allí tenía que hablar con un tal Pereira o Pereyra, un portugués o brasileño que también -por circunstancias desconocidas y que, en el fondo, no importaban- había venido a dar con sus huesos en ese lugar alejado del mundo y de la historia. (Pero -atinó a pensar más o menos
confusamente- ¿hay algún lugar que no esté alejado del mundo y de la historia? De ser así, el tiempo, juez definitivo, ya vendrá a corregir esa desigualdad momentánea, ese error inocuo). Tampoco recordaba, hecho anecdótico si lo miramos bien, cómo se llamaba el lugar del cual venía. De ese triángulo escaleno, sólo el curioso nombre de esta estación solitaria había echado raíces en su memoria. En la estación no había nadie más. De nuevo, estaba solo.
Los desencuentros, sí... Llegan a ser tantos que es imposible recordarlos todos. Y ¿para qué habríamos de recordarlos si sólo pueden producir dolor, desolación? Amigos que se fueron diluyendo en un pasado cada vez más difuso, amantes cuyos rostros apenas son una neblina inconsistente, familiares a quienes no había visto en dos décadas... Y le vino de nuevo esa frase:
"Hablar de nosotros después de muertos- musitó con una sonrisa amarga-. Si al menos alguien lo hiciese cuando aún estamos vivos, si es que en verdad lo estamos". Si alguien. Porque: ¿Quién le brindó una mano cuando su mundo se desmoronaba? ¿Quién le habló cuando precisaba una palabra? ¿Quién estuvo ahí
en esas horas de amarga e interminable soledad, o en esas otras de inasumible derrota? ¿Quién, finalmente, vino a despedirle a la estación -esa otra, ahora disuelta entre las telarañas de un olvido consciente- veinte años atrás, cuando tuvo que partir para no regresar? Para no regresar.
¿Amistad? Palabra casi siempre exagerada para definir relaciones superficiales entre seres humanos. ¿Amor? Ya lo dijo Bécquer: es un rayo de luna. ¿Fidelidad? Palabra horrible y abstracta. Encierra una falacia.
Un día, no muy lejano, de esta estación sólo quedarán ruinas, algunas fotos viejas, tal vez uno que otro recuerdo impreciso como la sombra tenue de un sueño abandonado en las hondonadas del tiempo. De quienes en ella esperaron alguna vez, de quienes tomaron un tren o se apearon de otro, de quienes en
ese mismo andén conversaron durante unos minutos, desconocidos atrapados durante un instante en un lugar que ninguno de ellos eligió, ¿Qué será exactamente lo que quede?
Un vacío tan grande como el que ahora veían sus ojos, allí en esa estación inconcebible, era la única respuesta a todas esas preguntas. El hombre suspiró, miró hacia el cielo gris. El cansancio ya conocido vino a posarse sobre sus hombros. Tuvo que sentarse. Tal vez se adormeció. Por eso, no podría decir si vio, o sólo los soñó, a los jinetes que venían cabalgando desde el Sur, lentos, callados, cabizbajos.
De los dos jinetes, el más joven se quedó un buen rato mirando al hombre que dormitaba, sentado en el destartalado banco de madera de la vieja estación.
Hizo un gesto vago de saludo, sin obtener respuesta. Luego miró a su acompañante y preguntó:
- ¿Qué estará haciendo ahí?
Después de un rato, el otro jinete, un viejo de pelo blanco y rostro endurecido por lluvias y sequías y noches durmiendo al raso, contestó sin apartar sus ojos del camino:
- Está esperando.
El joven le mira, incrédulo.
- ¿El tren? Pero entonces tal vez deberíamos decirle...
- Probablemente él sabe.
- Pero si supiera, entonces...
El viejo calla. Deja que la verdad se vaya abriendo paso en la mente del otro. Sólo cuando ya casi le han perdido de vista, cuando el hombre desconocido y la estación abandonada apenas son un recuerdo que se va desdibujando, vuelve a oírse su voz grave, sentenciosa.
- Hay gente que va en busca de su destino; y hay gente que espera. Y también hay gente que hace las dos cosas. Dónde, cuándo, por qué... sólo son detalles circunstanciales, insignificantes. Y ni siquiera podemos hablar de elección. Caminas durante años y un día, sin que se sepa el motivo, los pies se niegan y ya no hay alternativa. Ese hombre -su rostro lo gritaba- se cansó de caminar. Y ahora espera. Nada más.
Y sin mirar atrás, los dos jinetes siguen cabalgando, sin apuro, como si en realidad no fuesen a ningún lugar, como si la única realidad posible fuese el camino que se extiende bajo los cascos de sus caballos. El silencio se ha instaurado de nuevo entre ellos, y sobre la escena, ahora, apenas se oye el rumor de la brisa que recorre, casi con timidez, el inabarcable páramo, rozando al pasar, de forma leve, todo aquello que aun tiene consistencia y que algún día, pronto, sólo será una sombra, un apunte inconcreto en los ajados libros de los hombres.
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
«Bruma»*
*De Cristina Castello. castello.cristina@gmail.com
El planeta es una niña ultrajada
Con días sin muñecas y ojos sin pupilas
Su valijita espera en un andén cualquiera
Junto a millones de dolores sin eco
Un tren que portará a la tumba su corazón sin guantes.
Un brote deshojado en mi pecho es el mundo
Agujero de piedra, brecha de vacío
Todos los cálices convergen en mi sangre
Soy una fuente en actitud de entrega
Pero la herida atraviesa la boca del poema
El desamparo reta al cielo
Y sacude el alma de la tierra.
¿O acaso Dios ha muerto?
Desamparados todos
Desamparada
¿Por qué mis ojos miran los adentros
¿Y por qué a mis ojos los miran los adentros?
Nadie responde sino el Absoluto.
Cristal y acero soy pero todos ven la espada
Y nadie imagina mi astilla de cristales.
Resistiré blindada en poesía
Resistiré asida al murmullo de los astros
Resistiré encaramada en la cima de una hierba
Prendida a esta luna de nieve navegante de brumas
Que me mira desde el follaje del árbol que la mece.
Todavía puedo abrir las manos a mis otros
No moriré sin ver que Cristo tañe en la valijita
No moriré sin que la brújula presagie una epifanía.
*De Cristina Castello. castello.cristina@gmail.com
El planeta es una niña ultrajada
Con días sin muñecas y ojos sin pupilas
Su valijita espera en un andén cualquiera
Junto a millones de dolores sin eco
Un tren que portará a la tumba su corazón sin guantes.
Un brote deshojado en mi pecho es el mundo
Agujero de piedra, brecha de vacío
Todos los cálices convergen en mi sangre
Soy una fuente en actitud de entrega
Pero la herida atraviesa la boca del poema
El desamparo reta al cielo
Y sacude el alma de la tierra.
¿O acaso Dios ha muerto?
Desamparados todos
Desamparada
¿Por qué mis ojos miran los adentros
¿Y por qué a mis ojos los miran los adentros?
Nadie responde sino el Absoluto.
Cristal y acero soy pero todos ven la espada
Y nadie imagina mi astilla de cristales.
Resistiré blindada en poesía
Resistiré asida al murmullo de los astros
Resistiré encaramada en la cima de una hierba
Prendida a esta luna de nieve navegante de brumas
Que me mira desde el follaje del árbol que la mece.
Todavía puedo abrir las manos a mis otros
No moriré sin ver que Cristo tañe en la valijita
No moriré sin que la brújula presagie una epifanía.
© Poema extractado del poemario «Orage/Tempestad», segundo de los cuatro poemarios bilingües (francés-castellano) publicados en París por Cristina Castello. Octubre de 2009. Frontispicio para este libro (poema escrito para la autora) de Antonio Gamoneda; prólogo de Thiago de Mello.
Sitio: http://www.cristinacastello. com
Blog: http://0z.fr/MDxe6
Sitio: http://www.cristinacastello.
Blog: http://0z.fr/MDxe6
*
cuando las llaves de los ojos caigan
y despierten los párpados de la noche
las manos de sus huesos
anclarán un corazón
solo de ausencia
*De alba estrella gutiérrez. alba.estrella@gmail.com
y despierten los párpados de la noche
las manos de sus huesos
anclarán un corazón
solo de ausencia
*De alba estrella gutiérrez. alba.estrella@gmail.com
1.
A lo mejor son cosas que uno inventa. A lo mejor son lentas cosas de otro tiempo que a nadie interesan. Pero El Kelo –la resonancia de su nombre al menos- era algo así como ese barrilete multicolor que se elevaba orondo en el añil sereno de diciembre.
También era el mundo que abría otros horizontes, algo que excedía esa cortada donde crecía la gramilla y la quinta de don Clemente Gerlo –que era alternativamente: torre enemiga, barco pirata, casamata de guerra, pero algo que se debía abatir-.
Nosotros sabíamos que dentro de ese gran perímetro de verdes paraísos y traicioneras acacias nos esperaban las ciruelas “de muslo de dama” dijera Baldomero, los higos de más sensual pulpa, los duraznos incitando a la gula.
¿Qué más era el Kelo? Qué más era él, o sus improvisadas apariciones, o sus cartas remotas, sus postales, sino el mundo lejano, el murmurar de las tías, las incomodidades en el resto de la familia que
inmediatamente se dividía ante la aparición de “ese loco lindo” como decían algunos o ese “charlatán” según la opinión de los duros.
El Kelo era un relámpago de dicha para la abulia del pueblo.
Opinaba descaradamente de los temas que con más celo guardaban las tías.
Enfrentaba abiertamente al abuelo, “en una actitud de sacrilegio” decían las tías, en actitud “de justicia” decía mi abuela, en posición francamente valiente decía yo que como todos los primos temía la
fácil irascibilidad del abuelo.
Han sido los años los que percudieron sin piedad sus fotografías. Fueron los años los que separaron mis propios sueños de los que él mismo inventaba. Pero todo es peor. No son los años los que separan al Kelo de este hombre que escribe estas palabras. Son nuestras propias ausencias las que lo han ido envejeciendo a él y a mí me han hecho hombre con una impiedad de invierno. Todo esto mientras una niebla implacable nos iba transformando hasta las últimas calles del pueblo, hasta tornarlo
realmente irreconocible.
Y éste sí, -no cabe duda- es el más feroz de todos los castigos.
2.
En uno de esos pueblos desolados de la pampa nuestra se encuentran dos hermanos que no se ven desde hace años, desde que eran jóvenes.
Uno de ellos –que viene del sur en esos altos micros azules que cruzan comoun veloz velero el mar amarillo de la pampa- es mi padre, y así me refirió el encuentro.
Se habían detenido en ese pueblo miserable, en la mera ruta prendida como un abrojo a la pampa, donde medraba una estación de servicio y paraban los ómnibus y no faltaba un pequeño barcito para probar un bocado o tomarse algo caliente.
Las pocas casas diseminadas por los alrededores eran desvaídos islotes en el medio de esa pampa inabarcable.
Mi padre sale a estirar las piernas por la vasta playa conteniendo manchas de aceite, mugre que desde la última lluvia nada sabía de limpiezas.
De pronto siente una mano en uno de los hombres y apenas vuelve la cabeza reconoce al Kelo que lo mira sonriente, con la naturalidad de alguien que comparte los días con nosotros, casi con el mismo aburrimiento.
-Hermano –le dice el Kelo-, tanto tiempo. Vení, tomemos algo.
-No –le contesta mi padre-. Tengo miedo que el micro me deje en este pueblo miserable.
Y se volvió sobre sus pasos sin siquiera saludarlo. Tal vez el pobre Otoño le iba poniendo el último brillo del día sobre su lustrosa campera de cuero.
De este desamor, de esta locura debo extraer mis versos.
De esta indiferencia vengo.
Desvivida*
Esa mujer se rompió por la línea punteada, muñeca inerte donde el tiempo se estanca
se recostó en la tarde, sostenida de nada en el hueco virtual donde la muerte no podía llegar y
al mismo tiempo la acunaba.
se recostó en la tarde, sostenida de nada en el hueco virtual donde la muerte no podía llegar y
al mismo tiempo la acunaba.
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@ gmail.com
ESPERANDO A ALEXANDRA*
Durante años ha deseado a Alexandra. La ha deseado aun antes de conocerla, mucho antes. Fresca, vital, desinhibida, situada más allá de todo esquema o convención; esa clase de mujer que suele ser desdeñada con fiereza por espíritus tibios y reprimidos. Durante años, despreocupado de los vaivenes de lo cotidiano, escapando de la intolerable insipidez de lo real, su felicidad ha consistido en construir cientos de historias que los tienen como protagonistas, verdaderas películas mentales cuyos argumentos y escenarios tan diversos son apenas variaciones de un mismo tema: el encuentro de ambos y su posterior fuga.
Así, a lo largo de incontables horas de soledad, ha gozado imaginando el estupor de los demás al conocer las consecuencias de su fogoso romance. Ha reído victorioso al prever la silenciosa envidia de sus compañeros del Banco. Ha enarbolado la dignidad de sentirse vivo entre tantas marionetas cercenadas que, sin duda, criticarán su decisión, pese a que cumplir su sueño de mandar todo al diablo es precisamente lo que siempre han anhelado y seguirán anhelando por el resto de sus días.
Pues bien, después de tanto esperarla, ella ha aparecido. La criatura perfecta de sus sueños se ha materializado en una veinteañera encantadora, enviada hasta esta remota ciudad por obra y gracia de algún azaroso desplante del inescrutable mago que maneja los destinos humanos.
Simpatizaron de inmediato, a tal punto que al segundo día de conocerse ella aceptó alojarse en su casa mientras durara su breve estadía. Él le ha caído muy bien. Alexandra admira su insólita memoria, su habilidad para preparar carnes asadas, elogia su curiosidad intelectual, se conmueve ante su incurable melancolía. Los acontecimientos, en suma, se han ido desarrollando exactamente tal cual los había planeado. A veces, incluso, en medio de un diálogo o de un momento de silencio, ha tenido la impresión de haber vivido esa escena con anterioridad, en alguna de sus películas imaginarias.
Para cumplir, entonces, al fin su fantasía de abandonar las tristes certidumbres diarias y entregarse de lleno a una vida imprevisible, colmada de aventuras, sólo necesitaría ahora armar sus valijas y decirle que quiere irse con ella. Bastaría ese único gesto, lo sabe -rotundo, inequívoco, espectacular- para lograrlo. Sabe que a ella le agradaría su audacia en las decisiones.
Esta noche, sin embargo, Alexandra se irá y él no hará ningún intento por retenerla a su lado. Atacado por una invencible inercia, omitirá pronunciar a tiempo la contraseña necesaria para acceder a la utopía. Beberán algo ligero en el bar del aeropuerto, prometerán mutuamente escribirse sabiendo que es mentira y se despedirán con un beso en la boca. Después, la verá alejarse para siempre por la puerta de embarque y sentirá algo parecido al desamparo.
Mañana lunes irá a trabajar y su vida seguirá igual que antes. Sus compañeros del Banco hablarán de política, de fútbol, de la TV. Sin prestarles mayor atención, los escuchará relatar sus exageradas hazañas amorosas, sus mezquinas felicidades, sus vagas fantasías de acabar con la rutina y largarse a cualquier parte. Por la noche, en su cuarto, se tenderá en la cama, cerrará sus ojos en la oscuridad y, con una ansiedad desbocada, con una excitación cercana a la alegría, dará inicio a la delicada tarea de
imaginar, detalle por detalle, el improbable regreso de Alexandra.
*De Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar
-Texto incluido en "Las cosas como somos". Colección Bienes Culturales. ATE CDP Santa Fe - 2009
UN MISTERIO DE SANGRE DE LA MISMA GREDA *
“No acaricies mis senos. Son de greda los senos que te empeñas en ver como
lirios morenos”JUANA IBARBOUROU
Los perros tenebrosos de la noche cubren mi vía láctea.
No hay zapatos, ni casa, ni un mendrugo de amor.
No hay un adiós, ni siquiera hasta luego.
Solo cuchillos que rompen el maleficio de los besos.
Y reniega de los pechos de lirios.
Y sus dedos son lentos, como una pesadilla.
Una cámara lenta. Un caracol.
Y se niega a la señal de la cruz, a misterios gozosos.
Pero sabe que hay enigmas secretos.
Un misterio de sangre de la misma greda.
Condenados, bendecidos, a no morir jamás.
Los perros tenebrosos de la noche, se alejan.
Vuelven potros azules.
Y la mujer aguarda. Tan ella. Tan espera.
Tan espera. Tan ella.
*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
“No acaricies mis senos. Son de greda los senos que te empeñas en ver como
lirios morenos”JUANA IBARBOUROU
Los perros tenebrosos de la noche cubren mi vía láctea.
No hay zapatos, ni casa, ni un mendrugo de amor.
No hay un adiós, ni siquiera hasta luego.
Solo cuchillos que rompen el maleficio de los besos.
Y reniega de los pechos de lirios.
Y sus dedos son lentos, como una pesadilla.
Una cámara lenta. Un caracol.
Y se niega a la señal de la cruz, a misterios gozosos.
Pero sabe que hay enigmas secretos.
Un misterio de sangre de la misma greda.
Condenados, bendecidos, a no morir jamás.
Los perros tenebrosos de la noche, se alejan.
Vuelven potros azules.
Y la mujer aguarda. Tan ella. Tan espera.
Tan espera. Tan ella.
*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
LA NÁUSEA*
Cuando desperté ya había oscurecido. Me quedé frente al espejo del baño.
Examiné mis ojos, bajando, con la presión del índice, el párpado inferior, y, después, subiendo el superior; primero el izquierdo, luego, el derecho.
No vi nada para alarmarme. El blanco del ojo, normal, no tendía al amarillo, y las venas, ninguna más roja que otra. Me tranquilizaba hacer esto, como si a través de los ojos hiciera una especie de scanner y comprobase que todos mis órganos funcionaban bien.
Preparé una cafetera. Mientras se hacía, pasé a la habitación de mis padres.
Hacía tiempo que no entraba. Todo seguía igual; solo el polvo se había asentado formando una capa fina, homogénea, casi transparente. Pensé en esas motas uniéndose hasta formar esa alfombra, tejida de bichos microscópicos.
Miré las fotos. Mis padres parecían pedirme que les sacara de allí. Sentí escalofríos. El silbido de la cafetera me alarmó. Al salir, cerré la puerta.
Con la taza de café en la mano, me acerqué a la ventana del salón. Retiré la cortina amarillenta y miré tras el cristal. El gris de las nubes se fundía con esa capa grisácea del humo de fábricas y coches. En el alféizar seguían mis plantas, algo más secas. Las observé. El verde oscuro de hojas alargadas, con forma de lanza. Un verde más claro con franjas amarillas en hojas dentadas. Espinas pequeñas, muy finas, casi transparentes, de cactus carnosos. Agujas más gruesas. Sentí un vacío pesado y una opresión de pecho
extraña, como si hubiesen cosido mis pulmones convirtiéndolos en uno, y, a través de ese pulmón encogido, no podía respirar, no sabía cómo hacerlo.
Abrí la ventana, asomándome. Me ahogaba. Parecía que mis pulmones se pegaban a la tráquea, replegándose. Me quedé quieta, intentando no pensar, se me pasaría.
Me senté. Los olores a fritos, que subían por la ventana, dejaron de oler.
El olor a antiguo de la casa se transformó en un olor insípido que desazonaba. Y los perros ladraban tanto.
Cuando miré el televisor, el negro de la pantalla me deslumbró. Tenía un brillo crudo, afilado, casi insoportable. Toqué los brazos del sillón, rodeándolos con mis dedos, aferrándome al material; esa superficie pinchaba, como los pelos fuertes y duros de un jabalí disecado. Solté las manos. Las
pastillas. ¿Efectos secundarios? No miraría prospectos. Se me pasaría, seguro que se me pasaría.
Cuando desperté ya había oscurecido. Me quedé frente al espejo del baño.
Examiné mis ojos, bajando, con la presión del índice, el párpado inferior, y, después, subiendo el superior; primero el izquierdo, luego, el derecho.
No vi nada para alarmarme. El blanco del ojo, normal, no tendía al amarillo, y las venas, ninguna más roja que otra. Me tranquilizaba hacer esto, como si a través de los ojos hiciera una especie de scanner y comprobase que todos mis órganos funcionaban bien.
Preparé una cafetera. Mientras se hacía, pasé a la habitación de mis padres.
Hacía tiempo que no entraba. Todo seguía igual; solo el polvo se había asentado formando una capa fina, homogénea, casi transparente. Pensé en esas motas uniéndose hasta formar esa alfombra, tejida de bichos microscópicos.
Miré las fotos. Mis padres parecían pedirme que les sacara de allí. Sentí escalofríos. El silbido de la cafetera me alarmó. Al salir, cerré la puerta.
Con la taza de café en la mano, me acerqué a la ventana del salón. Retiré la cortina amarillenta y miré tras el cristal. El gris de las nubes se fundía con esa capa grisácea del humo de fábricas y coches. En el alféizar seguían mis plantas, algo más secas. Las observé. El verde oscuro de hojas alargadas, con forma de lanza. Un verde más claro con franjas amarillas en hojas dentadas. Espinas pequeñas, muy finas, casi transparentes, de cactus carnosos. Agujas más gruesas. Sentí un vacío pesado y una opresión de pecho
extraña, como si hubiesen cosido mis pulmones convirtiéndolos en uno, y, a través de ese pulmón encogido, no podía respirar, no sabía cómo hacerlo.
Abrí la ventana, asomándome. Me ahogaba. Parecía que mis pulmones se pegaban a la tráquea, replegándose. Me quedé quieta, intentando no pensar, se me pasaría.
Me senté. Los olores a fritos, que subían por la ventana, dejaron de oler.
El olor a antiguo de la casa se transformó en un olor insípido que desazonaba. Y los perros ladraban tanto.
Cuando miré el televisor, el negro de la pantalla me deslumbró. Tenía un brillo crudo, afilado, casi insoportable. Toqué los brazos del sillón, rodeándolos con mis dedos, aferrándome al material; esa superficie pinchaba, como los pelos fuertes y duros de un jabalí disecado. Solté las manos. Las
pastillas. ¿Efectos secundarios? No miraría prospectos. Se me pasaría, seguro que se me pasaría.
*De Eva María Medina Moreno. evamedina_moreno@yahoo.es
LA DESESPERANZA Y EL SILENCIO*
La maestra trajo tres láminas; estuvo ayer hasta muy tarde en la noche pintando con témpera el gato negro, el loro verde y el perro marrón con manchas blancas. Las arrolló cuidadosamente y les puso una bandita elástica no muy apretada para no arrugar las cartulinas.
En el colectivo viajó parada, con el portafolios pesado en una mano y las láminas en la otra mano y contra el pecho, para que los apretujones y sacudidas no las ajasen.
A la entrada le contó a su paralela, la maestra del otro tercer grado, que con las láminas (las desenrolló, se las mostró con orgullo), le contó que con las láminas iba a realizar una clase sobre los seres vivos intentando que los chicos escriban una producción un poco más rica. Primero, dijo, voy a dialogar y vamos a realizar un torbellino de ideas sobre adjetivos posibles e imposibles alrededor de los animalitos, voy a proponer la construcción de una historia, y con la maestra de dibujo van a armar una secuencia cada uno creando una pequeño relato.
En la carpeta hizo un proyecto, y había cruzado los contenidos de ciencias, lengua y plástica. Pensó en pedirle a la de música que buscase una canción para hacer un cierre, y quizás programar una clase abierta con familiares para que los chicos expongan la producción escrita, los dibujos y canten la canción. Quizás con la señorita de tecnología se pueda construir algo y regalarlo a los asistentes. Qué podría ser, señaladores, animalitos de cartulina con una frase, hay tiempo para coordinar con la maestra de tecnología, recién tienen el viernes.
Mientras le contaba a la maestra paralela el proyecto, seguía pensando en posibles ramificaciones a partir de las tres láminas otra vez enrolladas con su bandita elástica.
Las porteras le convidaron un mate con una pizca de café, unas hojas de menta y cáscara de naranja. Hablaron de uno de los hijos de la vice que se iba de viaje de quinto año a Bariloche, comentaron el clima, pero entretanto la maestra repasaba mentalmente las preguntas motivadoras y se entusiasmaba con las respuestas que ya suponía creativas y graciosas de Yanina, tan despierta, o de Brian que siempre se destacaba.
En la fila fue lo de siempre; empujones, protestas, alguna mochila que casualmente golpeaba al de atrás o al de adelante. Una vez logrado cierto orden siguió el canto a la bandera y el saludo al personal directivo a coro, “Buenos días señorita Marta”, con los primeritos culminando demoradamente con “se-ño-ri-ta Mar-ta”; las voces agudas de enanitos mientras los de séptimo ya volvían a empujarse rumbo al salón y reían groseramente para demostrar que están a un paso de la secundaria.
La maestra fue al aula seguida por sus chicos de tercero “B”.
En el recurrente caos matinal, una nena que faltó el día anterior encontró su sitio ocupado por un varón, lucharon un rato argumentando pertenencia, la maestra dirimió la disputa territorial sin dejar conforme al desplazado quien siguió quejándose y revoleó la mochila de mala manera demostrando su descontento. La maestra hizo como que no lo había visto mientras hacía correr hacia adelante a Juan Ignacio que siempre apretaba al de atrás contra la pared; le dijo como siempre a Leonardo que no desparramase los útiles desde tan temprano (ya estaba debajo de los bancos detrás de sus lápices y la goma de borrar, que arrojaba mal disimuladamente para hallar el placer de arrastrarse por el suelo).
Finalmente se aquietó la clase y se abrieron los cuadernos y las cartucheras. Un nene otra vez se había dejado la cartuchera en su casa, otro no tenía lápiz porque el hermanito o porque quién sabe. Resolución del problema, pero mientras tanto el nene desplazado del banco que había ocupado el día anterior la había insultado a la propietaria reinstalada. Otra vez la maestra tuvo que poner orden, pero notaba que el silencio logrado se iba desintegrando, y peligrosamente notaban los nenes que podían ir sumando escollos para que se desbarrancase la clase por completo.
Mientras la maestra retaba al que había proferido el insulto, Leonardo había vuelto a arrastrarse por debajo de los bancos, una nena silbaba disimuladamente y tres o cuatro acusaban a viva voz a otros de otras cosas diversas de las cuales éstos también se defendían a los gritos.
Apresuradamente la maestra fue al frente y puso orden a los gritos. Algunos se rieron, ella sintió las mejillas coloradas y se calmó por dentro. Leonardo seguía en el suelo. Si discutía con Leonardo daría un resquicio para que recomenzaran las disputas. Lo dejó reptando entre patas de sillas y lápices que rodaban, y dijo que tenía un material que había traído especialmente para ellos.
Logró captar el interés, y aprovechó para comenzar la clase pues era imperioso sostener el instante. Sabía que una pequeña demora sería la cuña que impide cerrar la puerta. Con disimulada prisa tomó el rollo de láminas, las extendió sobre el escritorio pero volvieron a arrollarse. Esto causó una carcajada que fue secundada por risas estridentes. La nena del tercer banco empezó a gritar mientras giraba la cabeza para lograr adeptos, y logró solidaridad inmediata. Casi todos reían o gritaban.
Otra vez logró orden a los gritos, ¿de qué se ríen, por qué gritan? ¿qué cosa es tan graciosa, que una lámina se arrolle? habló sobre la actitud, el respeto, la importancia de ser educado, habló y habló sobre cosas que llovían y llovían mientras los chicos en sus asientos se aburrían mortalmente. Hubo un bostezo ostensible y ruidoso. La maestra le pidió a Pablo el cuaderno de comunicaciones para ponerle una nota de mala conducta. Pablo argumentó que él sólo había bostezado porque tenía sueño, que no había hecho nada malo. La maestra respondió mientras Leonardo volvía a arrastrarse por debajo de los asientos detrás de un sacapuntas celeste, lo veía por el rabillo del ojo mientras en el fondo había dos parados que no alcanzaba a ver qué estaban haciendo. Dejó de discutir con Pablo que no le dio el cuaderno de comunicaciones, y gritó bien fuerte para que cada uno volviese a su banco.
Habló un rato sobre el respeto, las actitudes, los sentimientos. Pablo no la miraba, empacado con los brazos cruzados; los demás escuchaban llover mientras dos patéticas nenas de los primeros bancos afirmaban modositamente que si, que la seño tenía razón, moviendo las cabecitas de pelo tirante hacia arriba y hacia abajo seriamente.
La maestra desplegó las láminas y tratando de no dar la espalda a la clase las pegó con cinta en el pizarrón. Se escucharon onomatopeyas de guau, miau y papita para el loro.
Los ignoró, y con voz muy fuerte la maestra hizo un repaso del tema dado la clase anterior, les dijo a los chicos que escribiesen la fecha en el cuaderno, que pusieran lengua subrayando con regla y una línea roja, que escribiesen tres adjetivos por cada lámina y debajo tres frases relativas a cada animalito.
Ordenó silencio y fue apagando los focos de rebelión hasta el timbre del recreo. Por suerte en el otro bloque tenían gimnasia, y pudo ir a la sala de maestras a corregir. Las frases estaban bastante bien, el perro es marrón y tiene manchas, el perro come, el perro mueve la cola.
El marido a la noche le preguntó que qué tal el proyecto con el gato, el perro y el loro. Ah, bien, bien, le dijo ella. Salió lindo.
*De Mónica Russomanno.russomannomonica@hotmail.com
La maestra trajo tres láminas; estuvo ayer hasta muy tarde en la noche pintando con témpera el gato negro, el loro verde y el perro marrón con manchas blancas. Las arrolló cuidadosamente y les puso una bandita elástica no muy apretada para no arrugar las cartulinas.
En el colectivo viajó parada, con el portafolios pesado en una mano y las láminas en la otra mano y contra el pecho, para que los apretujones y sacudidas no las ajasen.
A la entrada le contó a su paralela, la maestra del otro tercer grado, que con las láminas (las desenrolló, se las mostró con orgullo), le contó que con las láminas iba a realizar una clase sobre los seres vivos intentando que los chicos escriban una producción un poco más rica. Primero, dijo, voy a dialogar y vamos a realizar un torbellino de ideas sobre adjetivos posibles e imposibles alrededor de los animalitos, voy a proponer la construcción de una historia, y con la maestra de dibujo van a armar una secuencia cada uno creando una pequeño relato.
En la carpeta hizo un proyecto, y había cruzado los contenidos de ciencias, lengua y plástica. Pensó en pedirle a la de música que buscase una canción para hacer un cierre, y quizás programar una clase abierta con familiares para que los chicos expongan la producción escrita, los dibujos y canten la canción. Quizás con la señorita de tecnología se pueda construir algo y regalarlo a los asistentes. Qué podría ser, señaladores, animalitos de cartulina con una frase, hay tiempo para coordinar con la maestra de tecnología, recién tienen el viernes.
Mientras le contaba a la maestra paralela el proyecto, seguía pensando en posibles ramificaciones a partir de las tres láminas otra vez enrolladas con su bandita elástica.
Las porteras le convidaron un mate con una pizca de café, unas hojas de menta y cáscara de naranja. Hablaron de uno de los hijos de la vice que se iba de viaje de quinto año a Bariloche, comentaron el clima, pero entretanto la maestra repasaba mentalmente las preguntas motivadoras y se entusiasmaba con las respuestas que ya suponía creativas y graciosas de Yanina, tan despierta, o de Brian que siempre se destacaba.
En la fila fue lo de siempre; empujones, protestas, alguna mochila que casualmente golpeaba al de atrás o al de adelante. Una vez logrado cierto orden siguió el canto a la bandera y el saludo al personal directivo a coro, “Buenos días señorita Marta”, con los primeritos culminando demoradamente con “se-ño-ri-ta Mar-ta”; las voces agudas de enanitos mientras los de séptimo ya volvían a empujarse rumbo al salón y reían groseramente para demostrar que están a un paso de la secundaria.
La maestra fue al aula seguida por sus chicos de tercero “B”.
En el recurrente caos matinal, una nena que faltó el día anterior encontró su sitio ocupado por un varón, lucharon un rato argumentando pertenencia, la maestra dirimió la disputa territorial sin dejar conforme al desplazado quien siguió quejándose y revoleó la mochila de mala manera demostrando su descontento. La maestra hizo como que no lo había visto mientras hacía correr hacia adelante a Juan Ignacio que siempre apretaba al de atrás contra la pared; le dijo como siempre a Leonardo que no desparramase los útiles desde tan temprano (ya estaba debajo de los bancos detrás de sus lápices y la goma de borrar, que arrojaba mal disimuladamente para hallar el placer de arrastrarse por el suelo).
Finalmente se aquietó la clase y se abrieron los cuadernos y las cartucheras. Un nene otra vez se había dejado la cartuchera en su casa, otro no tenía lápiz porque el hermanito o porque quién sabe. Resolución del problema, pero mientras tanto el nene desplazado del banco que había ocupado el día anterior la había insultado a la propietaria reinstalada. Otra vez la maestra tuvo que poner orden, pero notaba que el silencio logrado se iba desintegrando, y peligrosamente notaban los nenes que podían ir sumando escollos para que se desbarrancase la clase por completo.
Mientras la maestra retaba al que había proferido el insulto, Leonardo había vuelto a arrastrarse por debajo de los bancos, una nena silbaba disimuladamente y tres o cuatro acusaban a viva voz a otros de otras cosas diversas de las cuales éstos también se defendían a los gritos.
Apresuradamente la maestra fue al frente y puso orden a los gritos. Algunos se rieron, ella sintió las mejillas coloradas y se calmó por dentro. Leonardo seguía en el suelo. Si discutía con Leonardo daría un resquicio para que recomenzaran las disputas. Lo dejó reptando entre patas de sillas y lápices que rodaban, y dijo que tenía un material que había traído especialmente para ellos.
Logró captar el interés, y aprovechó para comenzar la clase pues era imperioso sostener el instante. Sabía que una pequeña demora sería la cuña que impide cerrar la puerta. Con disimulada prisa tomó el rollo de láminas, las extendió sobre el escritorio pero volvieron a arrollarse. Esto causó una carcajada que fue secundada por risas estridentes. La nena del tercer banco empezó a gritar mientras giraba la cabeza para lograr adeptos, y logró solidaridad inmediata. Casi todos reían o gritaban.
Otra vez logró orden a los gritos, ¿de qué se ríen, por qué gritan? ¿qué cosa es tan graciosa, que una lámina se arrolle? habló sobre la actitud, el respeto, la importancia de ser educado, habló y habló sobre cosas que llovían y llovían mientras los chicos en sus asientos se aburrían mortalmente. Hubo un bostezo ostensible y ruidoso. La maestra le pidió a Pablo el cuaderno de comunicaciones para ponerle una nota de mala conducta. Pablo argumentó que él sólo había bostezado porque tenía sueño, que no había hecho nada malo. La maestra respondió mientras Leonardo volvía a arrastrarse por debajo de los asientos detrás de un sacapuntas celeste, lo veía por el rabillo del ojo mientras en el fondo había dos parados que no alcanzaba a ver qué estaban haciendo. Dejó de discutir con Pablo que no le dio el cuaderno de comunicaciones, y gritó bien fuerte para que cada uno volviese a su banco.
Habló un rato sobre el respeto, las actitudes, los sentimientos. Pablo no la miraba, empacado con los brazos cruzados; los demás escuchaban llover mientras dos patéticas nenas de los primeros bancos afirmaban modositamente que si, que la seño tenía razón, moviendo las cabecitas de pelo tirante hacia arriba y hacia abajo seriamente.
La maestra desplegó las láminas y tratando de no dar la espalda a la clase las pegó con cinta en el pizarrón. Se escucharon onomatopeyas de guau, miau y papita para el loro.
Los ignoró, y con voz muy fuerte la maestra hizo un repaso del tema dado la clase anterior, les dijo a los chicos que escribiesen la fecha en el cuaderno, que pusieran lengua subrayando con regla y una línea roja, que escribiesen tres adjetivos por cada lámina y debajo tres frases relativas a cada animalito.
Ordenó silencio y fue apagando los focos de rebelión hasta el timbre del recreo. Por suerte en el otro bloque tenían gimnasia, y pudo ir a la sala de maestras a corregir. Las frases estaban bastante bien, el perro es marrón y tiene manchas, el perro come, el perro mueve la cola.
El marido a la noche le preguntó que qué tal el proyecto con el gato, el perro y el loro. Ah, bien, bien, le dijo ella. Salió lindo.
Persona tan distraída que soy...*
Mientras leo, pienso en aquellos verdes colores que adornan las nubes a nivel del suelo, y contra las cuales parecemos acercarnos en progresión infinita sin alcanzar a tocarlas. Las letras de este libro pasan frente a mí corriendo, sin tropezarse si quiera alguna ante mis ojos.
Pienso en aquella frase que crece de las semillas que duermen debajo de una buena sombra en medio del campo, y que cantan mientras hablan diciendo que “puede muy bien acontecer que aquella persona que no escribe un libro como ustedes, sepa cultivar la tierra de un modo eminente, y esa persona valdrá,
por tanto, lo que ustedes con su libro”... Y no recuerdo de quién, ni de dónde germinó entre mis manos esta frase.
Y el tren avanza silencioso por parajes rurales, cuyos recuerdos ahora descansan en los ojos bellísimos de lombrices que viven distraídas con la frescura del viento... Una de ellas aborda el vagón pegada a la zuela de mi zapato, sin pagar su boleto.
Miro los árboles que derraman palabras, y recojo algunas que han caído desordenadas al piso, y alguien, cuyo nombre he olvidado, ha acomodado de tal forma que puede ser leído: “se horrorizan de que queramos abolir la propiedad privada, pero en su sociedad actual, la propiedad privada está abolida para las nueve décimas partes de sus miembros... Nos acusan de querer abolir su propiedad privada: efectivamente, eso es lo que queremos”.
Esto de distraerse es lo mío.
Hoy, entre la lluvia tibia y el lodo amorosamente adherido al extremo inferior de mi pantalón que arrastra por el suelo, tengo que viajar en tren, bajar en la estación Ingeniero de Madrid, y salir para no se dónde hasta encontrarme con no se qué, o no recuerdo quién.
Mientras me arrullo con el vaivén de mi sangre entrando y saliendo a cada tejido, no me apura el recordarlo, y en mi mente se agolpan los recuerdos incontrolados de aquel importante autor que escribió: “el estudio no se mide por el número de páginas leídas en una noche, ni por la cantidad de libros leídos en un semestre. Estudiar no es un acto de consumir ideas, sino de crearlas y recrearlas”.
El sueño rojizo del Sol al atardecer me trae la férrea idea de que lo único importante es saber que tengo qué llegar a Ingeniero de Madrid... Leo sin demasiada atención un letrero que hay pegado en la pared dentro del vagón, y que no recuerdo si estaba o no cuando subí hace una, dos o tres estaciones
atrás: “Todos los Caminos Conducen a Roma”, decía el letrero.
“¡Persona tan distraída que soy!”, pienso yo... “Otra vez he vuelto a equivocar el camino”.
*De hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com
Mientras leo, pienso en aquellos verdes colores que adornan las nubes a nivel del suelo, y contra las cuales parecemos acercarnos en progresión infinita sin alcanzar a tocarlas. Las letras de este libro pasan frente a mí corriendo, sin tropezarse si quiera alguna ante mis ojos.
Pienso en aquella frase que crece de las semillas que duermen debajo de una buena sombra en medio del campo, y que cantan mientras hablan diciendo que “puede muy bien acontecer que aquella persona que no escribe un libro como ustedes, sepa cultivar la tierra de un modo eminente, y esa persona valdrá,
por tanto, lo que ustedes con su libro”... Y no recuerdo de quién, ni de dónde germinó entre mis manos esta frase.
Y el tren avanza silencioso por parajes rurales, cuyos recuerdos ahora descansan en los ojos bellísimos de lombrices que viven distraídas con la frescura del viento... Una de ellas aborda el vagón pegada a la zuela de mi zapato, sin pagar su boleto.
Miro los árboles que derraman palabras, y recojo algunas que han caído desordenadas al piso, y alguien, cuyo nombre he olvidado, ha acomodado de tal forma que puede ser leído: “se horrorizan de que queramos abolir la propiedad privada, pero en su sociedad actual, la propiedad privada está abolida para las nueve décimas partes de sus miembros... Nos acusan de querer abolir su propiedad privada: efectivamente, eso es lo que queremos”.
Esto de distraerse es lo mío.
Hoy, entre la lluvia tibia y el lodo amorosamente adherido al extremo inferior de mi pantalón que arrastra por el suelo, tengo que viajar en tren, bajar en la estación Ingeniero de Madrid, y salir para no se dónde hasta encontrarme con no se qué, o no recuerdo quién.
Mientras me arrullo con el vaivén de mi sangre entrando y saliendo a cada tejido, no me apura el recordarlo, y en mi mente se agolpan los recuerdos incontrolados de aquel importante autor que escribió: “el estudio no se mide por el número de páginas leídas en una noche, ni por la cantidad de libros leídos en un semestre. Estudiar no es un acto de consumir ideas, sino de crearlas y recrearlas”.
El sueño rojizo del Sol al atardecer me trae la férrea idea de que lo único importante es saber que tengo qué llegar a Ingeniero de Madrid... Leo sin demasiada atención un letrero que hay pegado en la pared dentro del vagón, y que no recuerdo si estaba o no cuando subí hace una, dos o tres estaciones
atrás: “Todos los Caminos Conducen a Roma”, decía el letrero.
“¡Persona tan distraída que soy!”, pienso yo... “Otra vez he vuelto a equivocar el camino”.
*De hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com
*
y tu pequeña ausencia
camina el grito de mis cejas
la tarde es azul
en buenos aires
mi piel huele el dolor
y el reloj mide la eternidad
camina el grito de mis cejas
la tarde es azul
en buenos aires
mi piel huele el dolor
y el reloj mide la eternidad
*De alba estrella gutiérrez. alba.estrella@gmail.com
EL VISITANTE*
Un próspero comerciante tenía dos hijas, una buena esposa, sus arcas repletas y una bella mansión, pero eso no le era suficiente, parecía tener una insaciable sed de dinero que no encontraba satisfacción y lo llevaba a constantes desplazamientos a todos los rincones del mundo en busca de especias, sedas y gemas raras, que vendía para iniciar nuevas transacciones.
Una fría noche, antes de partir para uno de sus viajes, tocaron a su puerta. Al abrir se le presentó un joven que vestía una elegante capa y un sombrero de plumas. Aunque no acostumbraba a recibir a desconocidos y menos a tales horas, la opulencia que envolvía al visitante fue tal que lo recibió y le brindó una copa de su mejor vino para que entrara en calor. Para iniciar algún tipo de conversación le preguntó su nombre y procedencia.
- Llevas demasiado tiempo esperándome para no saberlo – le respondió -. Soy aquel que invocas cada noche cuando pides ser el hombre más rico de la tierra. ¿De dónde crees que vienen las riquezas que acumulas casi por vicio?
- Si es una broma, le aclaro que es de muy mal gusto. ¿Podría decirme su verdadero nombre, por favor? – repitió el mercader, algo asustado.
- Lo sabes demasiado bien, soy el Maligno, es decir, uno de sus mensajeros. Me han llamado de tantas formas, que puedes escoger el nombre que mejor te plazca. Ahora vamos al grano, que tengo otras encomiendas que resolver esta noche, prefiero el horario nocturno... aunque hasta en pleno día ustedes los mortales no dejan de molestarme con sus peticiones.
- ¡No quiero trato con demonio alguno – se enfureció el comerciante -, soy un individuo honrado, un padre de familia!
- ¿Debo entender que no deseas ser el hombre más rico del mundo? – sonrió, incorporándose – Mis contratos deben ser firmados de mutuo acuerdo.
- ¡Espera! – gritó el hombre – No puedo renunciar a mi mayor deseo, aquel que me quita el sueño y me impide disfrutar de la vida. Hablemos del contrato.
- Bien – dijo sacando unos pliegos atados con una cinta roja y una bolsa de raso negro dividida en dos bolsillos – son puros formalismos, recuerda que los dos comerciamos, tú con objetos y yo con almas. Pero no, no es tu alma lo que deseo: tendrás todo el oro y los diamantes que puedas desear, solo te bastará abrir este morral que te entrego, de la parte izquierda salen las monedas, de la derecha las gemas. A cambio solo tendrás que cumplir una pequeña condición: Perderás tu identidad.
- ¿Quieres decir que...? – dijo el hombre tembloroso.
- Quiero decir lo que ya adivinas: Podrás adoptar la identidad que escojas, te colocaré en el sitio que elijas para vivir, pero no podrás regresar, ni dar noticias de tu existencia a los que ahora conoces. Como ves, es bien poco lo que pido... considerando otras exigencias que he hecho. Digamos que me simpatizas.
- Pero mi esposa, mis hijas... ¿No podré siquiera despedirme de ellas?
- Las dejas bien acomodadas, se quedan con casa y fortuna. Tu esposa buscará un nuevo marido y tus hijas se pagarán el pretendiente que deseen. Tú tendrás lo que ambicionabas – le extendió el pergamino y una pluma que arrancó de su sombrero y que, curiosamente, apareció goteando tinta.
Confundido y abrumado, el hombre firmó, pero su tristeza desapareció cuando hundió las manos en el morral y las vio cubrirse de joyas y dinero. Eligió un lejano país del Oriente a donde fue transportado en un santiamén, allí recibió su copia del contrato. Esperó el nuevo día sentado en una roca frente al mar, ansioso por comenzar su nueva vida como el mortal más adinerado del orbe.
Al principio fue feliz, se rodeaba de lujos y belleza. Pero en el fondo se preguntaba si a sus hijas y esposa les iría tan bien como le había prometido el espíritu del mal. De ser así... ¿era realmente la riqueza que les había dejado lo suficientemente importante como para que lo olvidaran? ¿Era el tan anhelado dinero la clave de la felicidad? Y de ser así, ¿por qué no obraba el mismo efecto en él? En esos momentos la nostalgia lo devoraba. Sólo el temor a romper el contrato le impedía volver.
Un día no pudo más de la añoranza y rompió su promesa. Haciéndose pasar por un mercader árabe se presentó en su ciudad natal. Habían pasado cinco años, su barba y bigote habían crecido... sumando un hábil maquillaje y los vestidos apropiados, era prácticamente irreconocible. Sabiéndose envejecido y viendo los lugares familiares idénticos a como los había dejado, supo de lo efímero de la existencia humana. Sus pasos se encaminaron de modo inconsciente a su antiguo hogar. No se atrevía a tocar a la puerta... ¿estaría su esposa casada? ¿Le rompería el corazón ver la felicidad reflejada en el bello rostro de sus hijas?
Una mano que se posó sobre su hombro interrumpió sus meditaciones, por suerte había aprendido a controlar sus emociones en una vida de negociaciones. Volteó la mirada y se encontró con los dulces ojos de Anabel, su primogénita. A duras penas pudo contener el llanto, los deseos de abrazarla.
- Se le ve cansado, forastero, pase a la cocina, nuestra sirvienta le brindará una copa de vino y un asiento donde recostarse hasta que recupere fuerzas.
El hombre no se atrevió a pronunciar palabra. Se dejó conducir, mientras miraba el interior de la mansión donde había sido tan feliz sin saberlo. “Todo está igual”, pensó. Como Odiseo de regreso al hogar, se vio en el interior de su propia cocina sin poder dejarse reconocer, allí le fue servido un buen vino y se le dijo que esperara a la señora de la casa, que ya había sido avisada. Preguntó, fingiendo la voz, si en esa casa eran así con todos los forasteros.
- Se ve que viene de lejos, señor. Si es tan amable tal vez quiera responder las preguntas de mi patrona – fue la respuesta de la sirvienta.
- ¿Será que tu señora quiere comprar algunas de las ricas telas que he dejado en mis barcos? ¿Tal vez prepare el ajuar de sus hijas, o el de ella misma?
- No – dijo una voz que se acercaba – sólo quiero que me dé noticias de mi dueño y señor – su esposa acababa de hacer entrada -. Mi amado esposo, el padre de mis hijas, se fue de viaje hace cinco años y aún no regresa. Hemos tomado por costumbre recibir a todo viajero que venga de tierras lejanas y brindarle nuestra hospitalidad; tal vez, a cambio, nos dé señales de vida de mi amado o nos recuerde, para darle a él nuestro mensaje sin un día lo encuentra.
- No he conocido en mis viajes, señora, a nadie nacido en este pueblo – mientras hablaba entraron sus dos hijas y se sentaron junto a la madre, escuchando ansiosas -. Pero, ¿no habrá muerto ya su esposo?
- El corazón no engaña y nos dice que él está vivo en alguna parte, pensando volver, que alguna razón poderosa se lo impide – habló la menor con la melodiosa voz que le recordaba - ¡Si fuera que debe dinero!
- ¿Se imagina que no haya regresado por tal nimiedad? – interrumpió la mayor – Venderíamos con gusto todo lo que tenemos e iríamos en su busca.
- Pero ustedes son dos jóvenes hermosas, seguro le sobran pretendientes y no querrán perder la dote que su padre les dejó.
- Perderíamos eso y más por tenerlo de vuelta – respondió la menor.
- Y usted, señora, me habló de un mensaje. ¿Podría decírmelo para transmitírselo a su esposo, si un día lo encuentro?
- Que regrese – dijo la hermosa señora rompiendo a llorar –, que sin él no quiero la vida, ni la riqueza, que vivo solo por mis hijas y porque lo espero.
- ¡Y yo, mis tres amores, tampoco quiero nada si no es a su lado! Perdonen y reconozcan al que en un arrebato de locura, dejó lo que de veras importa por seguir al dinero.
De lo que sucedió entonces, sorpresa, risas, abrazos y lágrimas, se hablaría aún de no haber aparecido un inesperado visitante en el dintel de la puerta.
- Detesto interrumpir escenas tan románticas, pero vengo a llévame a alguien.
- ¡Dijiste que mi alma no estaba comprometida! – gritó el hombre amedrentado.
- ¡Nadie lee los contratos completos, es un mal que perdurará mientras dure la impaciencia humana! En la página seis, inciso siete, aclara que si se incumple, el alma inmortal queda a disposición de las fuerzas del mal.
- Llévame, prefiero arder una eternidad después de este momento de dicha, antes que una vida de lujos sin poder ver a mis hijas y esposa. ¡Estoy listo!
- ¡No! – gritaron las hijas y se arrodillaron ante el diablo, rogando que las llevara en lugar del padre.
- ¡Llévame a mí! – pidió a su vez la esposa – Lo he vuelto a ver, no tengo más que pedir a la vida.
- ¡Basta ya! – el grito del diablo sonó en toda la casa como un golpe de gong - Estúpidos, ridículos y cursis humanos. No van a cambiar nunca. Con sus patéticos lamentos lo han liberado. Cláusula final, inciso nueve: “Si alguien se brinda a ocupar el lugar del condenado, el acto romperá toda atadura y las dos almas quedarán libres.” He perdido miserablemente cinco años de trabajo. Si el señor es tan amable de devolverme mi morral, yo me marcharé en busca de otro tonto a quien engatusar con su contenido.
- ¿Tu morral? – sonrió el hombre mientras abrazaba a su familia - ¿Te referías a aquel que del bolsillo izquierdo derramaba oro y del derecho diamantes? ¡Hace un año lo regalé a un mendigo de Calcuta! Solo me trajo que desgracias, tal vez para él signifique algo mejor. Ve allá, a ver si la encuentras...
- ¡Insensato! ¡Eso es propiedad oficial de su maléfica majestad, no podré regresar si no lo devuelvo! – gritó el demonio mientras se alejaba volando entre nubes de azufre - ¿Un mendigo? ¿En Calcuta, dijiste… tienes idea de la densidad de población de Calcuta? ¿Y si le ha dado por mudarse de ciudad?
Pero el hombre ya no podía responder, porque lloraba de felicidad, de la felicidad verdadera e indescriptible que se encuentra no en la riqueza, sino al estar al lado de los que se ama, y en saberse amado.
*De Ray Respall RojasA los 15 años
El tenista*
Desde las categorías inferiores había ido escalando puestos en el ranking de la ATP. El salto definitivo lo di cuando conseguí que Roger Federer fuese mi entrenador personal. Éste, una vez retirado de la competición no había querido entrenar a nadie y fue un honor que decidiera entrenarme a mi. Esto
me hacía pensar que tenía posibilidades, habilida...d, o condiciones o simplemente que podía llegar a ser muy bueno.
Ayudado por los consejos de Roger mi ascensión fue meteórica. El mundo del tenis estaba asombrado, ¡un chico con sólo 17 años había llegado al cuarto puesto del ranking!
me hacía pensar que tenía posibilidades, habilida...d, o condiciones o simplemente que podía llegar a ser muy bueno.
Ayudado por los consejos de Roger mi ascensión fue meteórica. El mundo del tenis estaba asombrado, ¡un chico con sólo 17 años había llegado al cuarto puesto del ranking!
Mi progresión se truncó cuando me enfrenté a Basili Yuranenko, esa mole de dos metros siete centímetros de alto y 137 kilos de peso. Al encontramos en la pista y estrecharnos la mano antes del partido, comprendí que había cometido un error. El crujido de los huesos de mi mano me anunció el
principio del fin de mi carrera.
*de Joan Mateu. joan@cimat.es
*
A GP, en mi recuerdo
El gris de sus ojos resplandece. Sus palabras surgen a borbotones. Sonríe.
Su mirada adquiere un color picaresco y vuelve a ser ese niño expectante, mirando el horizonte desde el andén pegado a las vías. Tiene urgencia porque sabe que ese recuerdo no debe esfumarse: su abuelo llegando en un carro tirado por dos caballos, los cinco centavos tintineando antes de deslizarse
desde manos enguantadas, la carrera de los hermanos hasta la heladería del pueblo. Instantes más tarde su mirada se torna transparente y se pierde en algún rincón impenetrable. Ya no hay conexión posible.
Generoso y solidario, decidido e inquieto. Brillante y sagaz, inteligente y ágil. Perfeccionista e implacable, la gente de su entorno sabía el precio a pagar al escurrirse algún error. Se postergó cada día priorizando su trabajo, para dar una vida digna a su familia.
Nunca permitió aflorar sus sentimientos. Jamás una lágrima rodó por sus mejillas jóvenes. Su alma sensible aprendió a callar. Sólo quienes comprendían la expresión de sus ojos grises, sabían de su pena o su alegría.
Los años cayeron encima suyo. El tiempo dibujó severas grietas en su frente ancha.
Las ropas oscuras contrastan con su palidez. Sus dedos delgados parecen enredarse entorpeciendo los movimientos de sus manos pulcras. Su corazón gastado por el amor a una mujer. Su mirada y sus palabras denotan desazón por este mundo, mientras protesta: no sé adónde vamos a ir a parar…
Su piel es un traje demasiado grande y lo tolera en silencio y con pesar, viendo transcurrir sus días desde una ventana, entre naipes solitarios esparcidos sobre un mantel raído, naipes tan solitarios y ajados como él mismo.
El desánimo acompaña sus pasos. Se siente viejo y agobiado, ya no tiene ilusiones ni sueños, algunos proyectos se concretaron quedando otros muy atrás en el camino. Su mirada y su mente dejaron de brillar hace tiempo.
Sólo espera. Sabe que algún día llegará ese momento en que descansará para siempre de esta vida que tanto esfuerzo y sacrificio le costó andar.
noviembre 2002 / julio 2011
*De ©Analía Pascaner. analiapascaner@gmail.com
-Texto publicado en revista literaria con voz propia nº 47, septiembre 2011
http://convozpropiaenlared. blogspot.com.ar/2011/09/ analia-pascaner.html
A GP, en mi recuerdo
El gris de sus ojos resplandece. Sus palabras surgen a borbotones. Sonríe.
Su mirada adquiere un color picaresco y vuelve a ser ese niño expectante, mirando el horizonte desde el andén pegado a las vías. Tiene urgencia porque sabe que ese recuerdo no debe esfumarse: su abuelo llegando en un carro tirado por dos caballos, los cinco centavos tintineando antes de deslizarse
desde manos enguantadas, la carrera de los hermanos hasta la heladería del pueblo. Instantes más tarde su mirada se torna transparente y se pierde en algún rincón impenetrable. Ya no hay conexión posible.
Generoso y solidario, decidido e inquieto. Brillante y sagaz, inteligente y ágil. Perfeccionista e implacable, la gente de su entorno sabía el precio a pagar al escurrirse algún error. Se postergó cada día priorizando su trabajo, para dar una vida digna a su familia.
Nunca permitió aflorar sus sentimientos. Jamás una lágrima rodó por sus mejillas jóvenes. Su alma sensible aprendió a callar. Sólo quienes comprendían la expresión de sus ojos grises, sabían de su pena o su alegría.
Los años cayeron encima suyo. El tiempo dibujó severas grietas en su frente ancha.
Las ropas oscuras contrastan con su palidez. Sus dedos delgados parecen enredarse entorpeciendo los movimientos de sus manos pulcras. Su corazón gastado por el amor a una mujer. Su mirada y sus palabras denotan desazón por este mundo, mientras protesta: no sé adónde vamos a ir a parar…
Su piel es un traje demasiado grande y lo tolera en silencio y con pesar, viendo transcurrir sus días desde una ventana, entre naipes solitarios esparcidos sobre un mantel raído, naipes tan solitarios y ajados como él mismo.
El desánimo acompaña sus pasos. Se siente viejo y agobiado, ya no tiene ilusiones ni sueños, algunos proyectos se concretaron quedando otros muy atrás en el camino. Su mirada y su mente dejaron de brillar hace tiempo.
Sólo espera. Sabe que algún día llegará ese momento en que descansará para siempre de esta vida que tanto esfuerzo y sacrificio le costó andar.
noviembre 2002 / julio 2011
*De ©Analía Pascaner. analiapascaner@gmail.com
-Texto publicado en revista literaria con voz propia nº 47, septiembre 2011
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Un día me vio*
Un día me vio
yo siempre había estado ahí
claro que
no para ella
Un día ella vio
por fin
que yo ya estaba
para ella.
Un día me vio
yo siempre había estado ahí
claro que
no para ella
Un día ella vio
por fin
que yo ya estaba
para ella.
En el alma de todo minotauro
late un anhelo de cielos entreabiertos,
un deseo implacable
de no ser el guardián de la penumbra
ni el habitante horrible del silencio
apenas quebrantado por el eco
de sus propios -circulares- pasos.
Quizá sueñe con ser -en su delirio-
la forma intemporal del laberinto.
late un anhelo de cielos entreabiertos,
un deseo implacable
de no ser el guardián de la penumbra
ni el habitante horrible del silencio
apenas quebrantado por el eco
de sus propios -circulares- pasos.
Quizá sueñe con ser -en su delirio-
la forma intemporal del laberinto.
De Por si mañana no amanece
*
Hoy llevo puesto mi mejor vestido:
un perfume francés
mis cigarros de Virginia
unas cuantas gotas de insolencia y desparpajo
y una envidiable sonrisa.
un perfume francés
mis cigarros de Virginia
unas cuantas gotas de insolencia y desparpajo
y una envidiable sonrisa.
*De Azul. azulaki@hotmail.com
*
Inventren Próximas estaciones:
ORTIZ DE ROSAS.
-Por Ferrocarril Midland-
SANTIAGO GARBARINI.
-Por Ferrocarril Provincial-
-Colaboraciones a inventivasocial@yahoo.com.ar
http://inventren.blogspot.com/
-Editor Responsable del Inventren: Urbano Powell.urbanopowell@yahoo.com.ar
http://urbamanias.blogspot. com/
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Al salir de la Estación de empalme Ingeniero de Madrid, el Inventren sigue un doble recorrido por vías del ferrocarril Midland con destino a Puente Alsina, y por vías del ferrocarril provincial con destino a La Plata.
-las estaciones por venir en el ferrocarril Midland:
ARAUJO. BAUDRIX. EMITA. INDACOCHEA. LA RICA.
SAN SEBASTIÁN. J.J. ALMEYRA. INGENIERO WILLIAMS.
GONZÁLEZ RISOS. PARADA KM 79. ENRIQUE FYNN.
PLOMER. KM. 55. ELÍAS ROMERO.
KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
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BLAS DURAÑONA. LUCAS MONTEVERDE. EMILIANO REYNOSO.
SALADILLO NORTE. GOBERNADOR ORTIZ DE ROSAS.
JOSE RAMÓN SOJO. ÁLVAREZ DE TOLEDO. POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
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