martes, 15 de mayo de 2012

COMO UN DOLOR EN FLOR EN LA RAMA DEL MAR...


 
*Dibujo: Ray Respall Rojas. La Habana. Cuba.
 
 
 
 
Atardecer de otoño en las ventanas*

Atardecer de otoño en las ventanas.

Desconsoladas ráfagas de viento
como caricias somnolientas de la tarde.

Siempre en este minuto me hiere tu memoria
como ávida cuchilla de negro terciopelo.

Una música triste llena el ámbito
pero, ¿qué música no es monotonía
cuando añoro tus manos, tan lejanas ahora?

Atardecer de otoño en los cristales
y en el alma la flor de una nostalgia
desbocándose hacia todos los rincones.

Un trueno, unas gotas de agua,
luego la calma de la lluvia que no cae.
Sólo el otoño atardeciendo en los cristales,
coloreando en gris el horizonte
y grabando en mi pecho las huellas de tu ausencia.
 
-De Itinerarios hacia ti
 
 
 
 
 
 
COMO UN DOLOR EN FLOR EN LA RAMA DEL MAR...
 
 
 
 
 
 DON IRINEO*
 
 
*De Jorge Isaíasjisaias46@yahoo.com.ar

                                                                                                
al Tigre Company
           
Hace rato que nada se sabe de Irineo Zabala o Irineo Rojas, como prefieran.
En verdad esos eran los nombres que este señor usaba para darse a conocer en otros parajes, antes de aparecer por el pueblo portando en el cabestro un caballo de carrera y un nombre que se haría famoso en las cuadreras de la redonda: don Irineo Agüero.
El hombre vivía con su familia donde supo estar el boliche de Mondino, siempre misturado entre los perros y los caballos y su familia numerosa, donde convivían en relativa paz; hijos, sobrinos, nietos y enterados.
Un integrante de su familia era compañero de juegos nuestros. También alguna vez compartió un grado conmigo, se llamaba Oscar Jesús Alaniz, y nunca supe el parentesco, pero creo recordar que llamaba a don Irineo, papá. Tuvo éste alguna vez un caballo de carrera. ¿Un moro, tal vez? También un día apareció con un gato montés en la grupa de un zaino, al que pomposamente le llamamos tigre con liviana rapidez. Lo había matado en las hondas estancias de la zona: Maldonado, Fernández Díaz o Cavanagh, no sé.
Don Irineo iba siempre vestido a la usanza gaucha: botas acordoneadas, bombacha y corralera del mismo color, camisa blanca, pañuelito rojo al cuello y sombrero negro de alas cortas. Súmese a ello su baja estatura y su empaque criollo, no era raro entonces que le brillaran algunas monedas de plata en su rastra perlada de alguna emisión boliviana. En su  cintura, cruzado, un pequeño facón que no disimulaba la ancha rastra de cuero de chancho.
Don Irineo, como tantos otros que cumplían tareas de a caballo en las estancias de la zona, era visto por mis cortos años como la vana oposición que se le ofrecía a la gran mayoría de los habitantes, que eran extranjeros de primera y segunda generación.
Una oposición sin sentido, innecesaria ya que todos vivían en una economía que hoy según canta el mundo resulta envidiable. En un ámbito de pleno y pacífico trabajo se vivía en un “puro abandono inicial” por decirlo pedronianamente. Salvo alguna pareja que huía por no tener el consentimiento de la boda. Pero, a veces sin intermediarios, el padre de la novia, un gringo tozudo consentía verla casada “con un hijo del país”, como si los criollos fueran todos huérfanos. Tal la expresión usada mayormente por aquél tiempo.
            La anécdota del  tigre (o gato montés) trajo tela para cortar por mucho tiempo en las habladurías de entonces, y también en la población menuda siempre atenta a lo fantástico o aventurero. Entre nosotros corría la versión –abonada, tal vez por el protagonista- que lo había matado a cuchillo, lo cual llevó a Chajá Correa (que había leído el Facundo o se lo habían contado) que lo comparara con el mismísimo “Tigre de los Llanos” en la maravillosa descripción sarmientina, cuando Quiroga mata al animal cebado, usando como escudo el mismo poncho pampa con el que se cubría del rocío del amanecer. El mismo poncho de un negro primero intenso, pero que la sangre de las batallas percudirían tal vez.
            Los mayores, más escépticos, argüían que si le había dado muerte con el cuchillo había sido ayudado por un enjambre de perros que siempre lo acompañaban al campo. Dos o tres habían sido despanzurrados por el animal acosado. Esta versión era agriada por la opinión de mi padre quien afirmaba que ni se había bajado del caballo, ya que éste tenía las heridas de las uñas en las patas y la barriga. Las puñaladas –decía mi padre- habían sido dadas cuando ya el animal atacado por tantos perros estaba moribundo.
Don Irineo era un auténtico criollo y ya para eso no importa su apellido, mientras tuvo ese famoso caballo moro lo atendía como a la niña de sus ojos, si hasta lo hacía dormir en una de esas habitaciones de rancho que había levantado con sus propias manos. Unos sauces macilentos le daban sombra para sus largas mateadas luego de la siesta, y, nunca se dignó sembrar una miserable planta de lechuga, un rabanito o una plantita de peperina, para poner dentro de la boca de su mate de asta de toro.
Y a no dudar que formábamos una barra bullanguera y curiosa, cuando don Irineo había colgado el cuero del tigre del hilo de alambre de púas que lo separaba de la calle que esos días de súbita notoriedad se llenaba también de muchos mayores curiosos.
 
 
 
 
 
 
*
 
 
Sin luz ni pensamiento
 en el agua blanda

nada un pájaro
como un dolor en flor
en la rama del mar
 
*De Cristina Villanuevacristinavillanueva.villanueva@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
El Pabellón de los Helechos Arborescentes*
 *Por Juan Forn

Cuando el neurólogo inglés Oliver Sacks tenía ocho años fue con su madre a los Jardines de Kew, el Botánico al sur de Londres. En el enorme pabellón de helechos arborescentes, que alcanzan los nueve metros de altura, el chico se perdió. Un guardia lo encontró antes de cerrar. La mujer desesperada corre a abrazarlo, el chico le pregunta al oído: "¿Podemos volver muchas veces?".
Cualquiera que haya tratado con fanáticos del jardín sabe que hay entre ellos una subespecie que está en cisma con el canon: las flores los abruman, pero no tienen límite con los verdes. Hacen los jardines más alucinantes, en mi opinión: todas las texturas, todas las formas, todos los tonos del verde, la luz enloquece de dicha en esos lugares. Pero las flores tienen mejor prensa. Oliver Sacks fue por la vida creyendo secretamente que tenía una tara de jardín hasta que, a los sesenta y cinco, caminando con un amigo por los pasillos del Botánico de Brooklyn, vio un cartel que anunciaba: "Reunión de la Sociedad de Helechos de América. Segundo subsuelo". El amigo lo instó a bajar a curiosear. Eran doce personas, de las más variadas edades y colores y profesiones, ninguno era un profesional de la botánica, pero entre
todos parecían saber cosas que ningún botánico del mundo conocía. Cuando tenían que referirse inevitablemente a una flor, decían antes: "Con perdón".
Sacks, que en su vida había participado con convencimiento en ningún grupo o sociedad incluyendo el matrimonio, encontró una fe. Sigue siendo neurólogo y escribiendo sus libros, pero cada tercer sábado del mes acude religiosamente a la reunión de la Sociedad de Helechos en el segundo subsuelo del Botánico de Brooklyn, y ha ido con ellos de viaje a Oaxaca y a Java.
Me hizo acordar a una pandilla de pessoanos de la que escribí una vez.
Habían alquilado la casa de al lado, eran de una corrección asombrosa, se pasaban la tarde bebiendo botellas de "vinho verde" portugués que habían traído especialmente, todos los demás turistas de Gesell puteaban por la lluvia, pero ellos estaban felices en la galería, bebiendo de a sorbitos y conversando de Pessoa como si fuera un jardín de helechos arborescentes: todas las texturas, todas las formas, en un solo color, en una sola persona.
Eran de diferentes nacionalidades y profesiones, eran todos "solos" y se veían poco, porque vivían lejos y no les sobraba la plata, pero cuando podían se juntaban a darse una panzada de Pessoa. El día que se iban, la lluvia amenazó por fin amainar y uno de ellos dijo cuando salí a despedirlos: "Qué pena, mañana va a salir el sol". Lo que lamentaba, me pareció, no era perdérselo: era que parara de lloviznar. Me quedé mirando el taxi que se los llevaba como cuando ya terminó de atardecer pero no hay que
moverse todavía: eso es Pessoa, el jardín verde que se ve cuando se bebe vinho verde.
El jardín verde es la curiosidad, y la curiosidad es la vida. Oliver Sacks dice que el peor síntoma que puede tener un paciente es la pérdida de la curiosidad. Ingmar Bergman habla de eso de una manera formidable (de la curiosidad como pulsión vital) en un video que está en YouTube: "La curiosidad me salvó. Me salvó del miedo, de la ignorancia. Fue lo único, en mi adolescencia, y es lo único, todavía hoy". Bergman dice estas palabras en un reportaje que le hacen junto a Erland Josephson en la televisión sueca.
Bergman tiene 82 años y Josephson 77 en el momento del reportaje. Bergman no da entrevistas hace décadas, pero acepta porque Josephson lo acompaña.
Josephson es, además de su actor favorito, su amigo desde los veinte años (Josephson tenía quince cuando se conocieron). Cada vez que Bergman necesitó hablar en su vida, lo hizo con Josephson. Uno se imagina a Josephson a lo largo de los años levantándose de la cama calentita en Estocolmo, poniéndose
el gabán y diciendo a la beldad de turno que dejaba entre las sábanas (Josephson se casó más veces aun que Bergman): "Me voy a Färo. Ingmar necesita hablar". Josephson es un sabio, Bergman es un genio. Uno entiende cuando habla, el otro cuando escucha. En el duelo de achaques físicos, Josephson está peor, pero parece más entero, porque es el custodio de su hermano mayor. En un momento del reportaje, Bergman contempla extasiado a su amigo. Josephson acaba de decir, sorprendiéndose él mismo de lo dicho: "Me alegra bastante no tener corazón", como si ése fuera el secreto de su bondad. Un rato antes había dicho: "A mis cincuenta y dos años, cuando estaba saliendo de la pubertad...".
Bergman le regaló a su amigo, yo creo que en retribución por tal amistad, uno de los momentos más mágicos del cine. Está en Fanny y Alexander y se lo conoce como La Parábola del Tío Izak. Josephson es Izak, un tío postizo de Alexander y Fanny, una especie de ángel de la guarda que los rescata de su
horrible padrastro. La escena ha sido relatada muchas veces: para calmar a los aterrados niños, Izak les dice que va a leerles un cuento, y abre el Talmud u otro libro sagrado que tiene en la mano. "Mi lectura no será muy fluida porque tengo que ir traduciendo sobre la marcha", dice. Pero, a poco de empezar, alza la vista de las páginas del libro y ya no volverá a posarla allí hasta el fin del relato: el cuento habita en él. La historia es sobre un chico que va por un camino, con muchas otras personas, nada crece
alrededor, hay viento, hay sol, no hay nada de sombra, a veces se pregunta adónde vamos, pero no lo sabe bien, o por qué partimos y de dónde, pero ya no lo recuerda. Un día se desvía de la manada y siente que está frente a algo diferente. Pero sus oídos están tan entumecidos por el sol, sus ojos tan cegados, su lengua y su piel tan agrietadas, que no puede sentir el agua que corre, el reflejo de la luz sobre las hojas, el color verde. El chico retrocede y encuentra a los demás, porque es fácil seguir a la manada. A la noche, oye a un viejo junto al fuego hablar del bosque y el manantial. De dónde viene esa agua, le preguntan. De una montaña cuya cumbre está siempre cubierta por una nube enorme, dice el viejo. Desde hace miles de años los hombres le hablan a su dios o le gritan al vacío sus temores y anhelos, todos esos clamores suben al cielo y se acumulan a lo largo de los años hasta hacer una nube enorme sobre la cumbre de una montaña que un día empieza a caer en forma de lluvia y corre por las laderas y crea el
manantial y el verde. Todos han oído de eso, dice el viejo. ¿Y por qué no lo buscamos, entonces?, le preguntan. Porque nadie lo recuerda, dice el viejo: "Yo mismo creo haber estado una vez frente a él, hace muchos años. Pero no sabía aún que existía".
Existe. Es el Pabellón de los Helechos Arborescentes. Es el jardín verde que se ve cuando se bebe vinho verde. Es lo que salvó a Ingmar Bergman y Erland Josephson en la adolescencia y los acompañó hasta ese estudio de la televisión sueca. Es la compañía que nos hace nuestra curiosidad.
 
 




 
 
El gallinero*
Era un gallinero muy especial formado por mujeres que cacareaban en forma incesante.  Las voces chillonas y quejumbrosas se entremezclaban en un coro de una autentica orquesta sin director, por lo cual el cántico que se oía era verdaderamente espantoso.
Parloteaban en su idioma de frases inconexas tapándose las unas a otras.  Cada quien se creía ser la solista.
Las expresiones bulliciosas y agudas hacían de un  problema una melodía sin fin.
El escenario era tan estrafalario que cuando algún extraño se acercaba, fruncía el seño intentando seguir el hilo de una conversación. Asombrado el espectador observaba con ojos curiosos el tamaño y los colores inflamados que tenían cada una en su plumaje. Lo único que alcanzaban a entender que se trataba de la reunión del equipo técnico.
Estaba integrado  por trabajadoras sociales, psicólogas, fonoaudiólogas y psicopedagogas. 
Los chismes y los hábitos de cada una picoteaban salvajemente…
En ese concierto incierto de aves de rapiña  se escuchaba desde afuera,  que la única legislación que existía era la ley del gallinero.-
 
 
*De Azulazulaki@hotmail.com
12/5/12
 
 
 
 
 
 
 
Entrevista / Antonio Dal Masetto
"Sentí que no estaba solo"
 
Con su reciente novela, Cita en el Lago Maggiore, el autor completa la trilogía iniciada por Oscuramente fuerte es la vida. En este diálogo cuenta cómo la literatura le mostró un mundo nuevo
 
Por Martin Lojo  | LA NACION
    
 "La poesía es el mejor acercamiento a la realidad", reflexiona el escritor.
 
"La luz que todavía asistía sus días provenía de la reserva acumulada en la infancia; después todo fue desgaste." La frase de la última novela de Antonio Dal Masetto no es tanto un lamento melancólico como el reconocimiento de la potencia de las experiencias primordiales, un tema crucial de su narrativa. La reedición de sus novelas y cuentos permite revisar esa búsqueda tramada en una prosa realista y poética a la vez, que fue tornándose con el tiempo más ascética, en busca de una mayor precisión. Las tres primeras novelas que publica El Ateneo, Oscuramente fuerte es la vida (1990), La tierra incomparable (1994) y la reciente Cita en el Lago Maggiore (2011), son sus trabajos más personales, en los que narra, esclarecidas por la ficción, la niñez y la juventud campesinas de su madre en Italia hasta su partida hacia la Argentina, el regreso al pueblo natal en la vejez, y su propio viaje a ese mundo originario. Derroteros en los que intenta poner en palabras "el descubrimiento de un especial espesor de la vida".
-Mi interés por la literatura comenzó con una fuerte pasión como lector. De chico leía novelas de aventuras, sobre todo las de Emilio Salgari y Julio Verne, pero sólo accedí a otra literatura mucho después, cuando cambié de idioma. A los doce años llegamos a América y fuimos a vivir a Salto, un pueblo de Buenos Aires. Allí descubrí la clásica biblioteca popular de provincia. Algunos libros me mostraron que había mundos diferentes, autores que escribían sobre conflictos humanos y emocionales de cuya existencia yo no tenía idea. No tenía a nadie con quien hablar de libros; con los otros chicos sólo jugaba al fútbol. En la adolescencia, aparecieron conflictos angustiantes que sentía que no podía contar a nadie, y que tampoco habría sabido explicar muy bien. A los dieciséis años, un autor que ya no recuerdo, creo que alemán o ruso, me tocó profundamente. Era una novela escrita como una autobiografía, que contaba una historia igual a la mía. Sentí que no estaba solo en el mundo, que había otro como yo y que podía haber más. Mi experiencia era tan similar que empecé a pensar que también podía escribir sobre ella. Pero recién a los dieciocho años, cuando decidí irme del pueblo para ver qué pasaba en la ciudad de Buenos Aires, empecé a borronear los primeros cuentos.
-Esa pasión produjo ocho novelas y varias colecciones de relatos que hoy vuelven a publicarse. Las primeras novelas que se reeditan cuentan la experiencia de su madre en Intra, su pueblo natal de Italia.
 
¿Qué lugar ocupan en el conjunto de su obra? 
 
-Me suena extraño decir "mi obra", suena demasiado ambicioso. Esta trilogía es importante porque toca un costado muy íntimo. En los primeros dos libros, el personaje de Agata está basado directamente en la vida de mi madre. El primero narra su niñez y la venida a América con nosotros. Para escribirlo me senté a conversar largas horas con ella.
-¿Qué motivó esa narración? 
 
-Me sentí obligado a escribir algo sobre los inmigrantes europeos. Necesité hacer una suerte de homenaje a los que vivieron esa experiencia. Pero mientras desarrollaba la idea, pensé que valía la pena contar cómo había sido su vida antes de subir al barco.
-¿Por qué eligió evitar el relato directo de la inmigración? 
 
-Lo pensé en algún momento, pero no le encontré la vuelta. Esa historia ya estaba suficientemente registrada en novelas, fotos, películas y crónicas. La idea de Oscuramente fuerte es la vida respondió también a una curiosidad personal. Le dije a mi madre, que seguía viviendo en Salto, que me hubiese gustado conocer la historia de su vida cuando era chica. Me costó convencerla de que hablara frente a un grabador, lo miraba con mucha desconfianza. Pero por fin se acostumbró y fue realmente muy interesante. Tanto desde el punto de vista literario como personal, porque es muy poco lo que uno sabe de sus padres. Se conoce su historia a partir de que uno nace, pero su vida previa suele ser más oscura. Más teniendo en cuenta que mis padres eran campesinos y obreros, gente de montaña, silenciosos y callados. No se hablaba de temas íntimos. Así que el nacimiento de este primer libro fue un buen aprendizaje.
-Aunque está basado en entrevistas, es notable el trabajo en la creación de una voz femenina potente. 
 
-Lo narrado es casi todo un reflejo fiel de la realidad, con algunos agregados para ordenarla, pero hubo mucha reescritura. La estructura familiar, los personajes son reales, pero no es fácil, no se trata de grabar y después transcribir. Tenía la voz de mi madre y su forma de hablar en el grabador, así que una opción era reflejarla y limitarme a lo que ella decía. Pero de ese modo perdía muchísimas cosas implícitas en su historia que ella no expresaba. La otra posibilidad era que yo interviniera, pero no quería que se notara la marca de mi propio pensamiento. Fue una larga búsqueda hasta encontrar el término medio. Aparentemente no salió mal, porque nadie notó más de una voz. Cuando se hace literatura con historias reales, la fidelidad de la escritura no se sostiene con sólo transcribir los hechos. Hay que manejar la realidad, equilibrarla, porque suele exagerar. Uno cree en esa realidad "exagerada" cuando lee el diario, pero los mismos hechos en una novela pueden ser inverosímiles. En esta novela aplané ciertas escenas porque eran excesivas. Por ejemplo, cuando la madrina de Agata le cuenta los dramas de su vida: su padre perdió todo, los hermanos se dispersaron, ella fue recluida con las monjas y los hermanos con los curas, un hermano se enfermó de tuberculosis. Cuando Agata le pregunta a la madrina por su madre, ella se niega a responderle. Yo sabía lo que había pasado, pero tuve que dar un rodeo para no hablar de ella. La realidad es que la madre terminó en un manicomio. Era demasiado, me iban a decir: "Dal Masetto, ¡dejate de joder!".

 
-La novela describe la formación de una conciencia libre en Agata. Luego de que nace su hijo, en un momento de soledad, la conciencia de su capacidad de acción se despierta a través de sus recuerdos.
¿Cómo piensa esa relación entre memoria y libertad? 
 
 
-Lo que la memoria rescata son elementos de sostén. Son palenques, zonas de fortaleza. Por su propia constitución, Agata es una mujer fuerte que puede afrontar las desgracias personales y sociales. Pero esa fortaleza tiene un anclaje en ciertos elementos de su mundo de entonces, fundamentalmente la casa de su infancia y juventud. Es un lugar de privilegio, real y recreado en el recuerdo, donde se puede refugiar de la amenaza exterior. También encuentra apoyo y alivio en las montañas, los ríos, la naturaleza en la que se crió.
-¿Por qué decidió seguir el relato? 
 
-Unos años después hice mi primer viaje a Italia, lo que me permitió contar el regreso de Agata. Fue una situación de trabajo interesante, porque desde el momento en que abordé el avión en Ezeiza me propuse verlo todo a través de sus ojos. Estuve unos meses allá y visité Intra. Al borrar mis conocimientos anteriores y experimentar cómo vivía ella la vuelta, pude hacer mía también su experiencia. Yo también tenía un recuerdo de mi niñez, hasta los doce, y tenía una imagen idílica del lugar. Me encontré con un pueblo cambiado, sobre todo por la violencia y la xenofobia de su gente. No pude conectarme con aquellas cosas que creía propias en el recuerdo. Los lugares, las casas y puentes estaban iguales, pero luego de verlos ya no eran míos. No había forma de acercarse. Yo mismo había cambiado. En La tierra incomparable traté de elaborar ese duelo. Ágata va a buscar un mundo idílico y se encuentra con esos cambios terribles que en realidad remiten sólo a la parte negra de su pasado, a las persecuciones del fascismo. Ahora se da cuenta de que eso sigue allí, y de que su mundo ya no es recuperable.
-¿Qué disparó la escritura del último capítulo, Cita en el Lago Maggiore ? 
 
-Mi hija se fue a vivir a Palma de Mallorca, yo viajé y la busqué para que conociera mi pueblo natal. En esencia es lo que yo sentí y viví en ese viaje: el aprendizaje de un padre que no logró conectarse con su pasado pero que a través de la mirada y la presencia de su hija lo puede recuperar. A la hija le pasará algo análogo al descubrir un mundo que sólo conoce como un relato. Los errores del padre, sus amores y temores de niño, se trasladan al presente para pasarle su mundo a la hija. La intención de este libro es que ellos transiten juntos un camino nuevo, y creo que lo logran.

 
-En un momento el padre se detiene a mirar los rostros de la gente que pasa y reconoce finalmente las buenas y malas cosas que vivió en aquel lugar, pero al verse al espejo, sólo encuentra la cara de alguien que busca algo sin saber qué es. ¿De qué se trata esa búsqueda? 
 
-El personaje está a punto de tocar lo que busca, pero se le esfuma. Está esperando que la respuesta venga de su hija. El viaje le da una experiencia importante, pero no una respuesta. Nunca tenemos respuestas concretas ante nada, siempre estamos acechándolas. Por eso la poesía es el mejor acercamiento a la realidad. Los poetas utilizan el lenguaje para tocar zonas de sensibilidad que se acercan a una verdad, aunque nunca acceden del todo. En ese movimiento se logra una emoción muy fuerte que, de algún modo, es la única respuesta.
 
 
De Italia a la Argentina
Cuando Dal Masetto llegó al país con su familia, tenía 12 años. Le llevó tiempo aprender el castellano. "Estaba cansado de que me cargaran. Sufrí mucho. Me sentía un marciano", confesó a la revista dominical de La Nacion en 1998.
Duplicó esfuerzos para adaptarse: trabajó de albañil, heladero, empleado público, vendedor ambulante, pintor y carnicero. Se obligó a dominar el lenguaje. Entonces se nacionalizó y se convirtió en escritor. A los 26 años obtuvo una mención en el premio Casa de las Américas por su primer libro de cuentos, Lacre . A los 30, publicó su primera novela, Siete de oro . En 1990 ganó definitivamente la batalla, junto con el Primer Premio Municipal por Oscuramente fuerte es la vida .
Dos novelas suyas fueron llevadas al cine: en 1985, Hay unos tipos abajo , dirigida por Emilio Alfaro y Rafael Filipelli, y en 1992, Siempre es difícil volver a casa , cuyo realizador fue Jorge Polaco..
 
 
 
 
 
 
 
 
“EL VUELO DEL TIGRE” *

Disípase la carraspera
infamante del recitador de Hualacato
que con diferidos ademanes desasordina
la alegoría según decreto y sumo cuidado.





“TRAVESÍAS” *

En la República Argentina los náufragos retornan a sus consistencias
(recuerdos, oquedades)

En la República Argentina un túnel conduce al amanecer
y en la partida
a los soplos de certeza menudeando en las intersecciones
(y confines).





“OTRA VUELTA DE TUERCA” *

El relámpago de la perspicacia en la soledad
donde la incitación del instante
                                                  adorado
agradecido
cunde con el niño  en el páramo aurífero
de su pecho de institutriz.


 
*Poemas de Rolando Revagliattirevadans@yahoo.com.ar
(A partir de novelas de Daniel Moyano, Daniel Terzano & Henry James‏)
 
 
 
*

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