*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu
Celos*
Buscó
debajo de la alfombra infructuosamente. En la maceta, al lado de la
puerta, sobre la repisa de la ventana, en la columna del porche… ¡Si,
ahí estaba! ¡Esta manía de cambiar la llave de sitio!
Abrió la puerta intentando hacer en menor ruido posible y se encaminó sigilosamente hacia la escalera. Se detuvo un momento a escuchar…¡Nada! ¡Ni un sonido!
Subió lentamente la escalera saltándose el quinto peldaño que siempre crujía. Estaba tenso y expectante. Tenía miedo de lo que se podía encontrar, pero había tomado la decisión de averiguar la verdad y seguiría hasta el final. Recorrió el pasillo de puntillas y aplicó la oreja a la puerta de la habitación de matrimonio. Le pareció escuchar dos respiraciones. Escuchó más atentamente y se convenció de que había dos personas en la habitación.
Con el rostro contraído por la ira sacó la escopeta que había recortado previamente y entró sin importarle que el ruido le delatara. Quería ver sus ojos, su expresión al verse descubierta y su miedo antes de morir.
Al mismo tiempo que entró, la pareja que dormía en la cama despertó sobresaltada y miró hacia el intruso. Si mediar palabra, descargó un disparo en el pecho del hombre que rebotó contra el cabezal y seguidamente, esbozando una sonrisa sarcástica, un segundo disparo impactó en la cabeza de la mujer.
Guardó el arma, dio media vuelta y empezó a bajar la escalera. Se sentía más tranquilo, satisfecho de su acción. Al fin y al cabo ya le había advertido que no le perdonaría otro desliz. Mientras salía por la puerta se hizo el firme propósito de escoger mejor a su próxima amante. Le gustaban las mujeres casadas, pero exigía fidelidad.
Abrió la puerta intentando hacer en menor ruido posible y se encaminó sigilosamente hacia la escalera. Se detuvo un momento a escuchar…¡Nada! ¡Ni un sonido!
Subió lentamente la escalera saltándose el quinto peldaño que siempre crujía. Estaba tenso y expectante. Tenía miedo de lo que se podía encontrar, pero había tomado la decisión de averiguar la verdad y seguiría hasta el final. Recorrió el pasillo de puntillas y aplicó la oreja a la puerta de la habitación de matrimonio. Le pareció escuchar dos respiraciones. Escuchó más atentamente y se convenció de que había dos personas en la habitación.
Con el rostro contraído por la ira sacó la escopeta que había recortado previamente y entró sin importarle que el ruido le delatara. Quería ver sus ojos, su expresión al verse descubierta y su miedo antes de morir.
Al mismo tiempo que entró, la pareja que dormía en la cama despertó sobresaltada y miró hacia el intruso. Si mediar palabra, descargó un disparo en el pecho del hombre que rebotó contra el cabezal y seguidamente, esbozando una sonrisa sarcástica, un segundo disparo impactó en la cabeza de la mujer.
Guardó el arma, dio media vuelta y empezó a bajar la escalera. Se sentía más tranquilo, satisfecho de su acción. Al fin y al cabo ya le había advertido que no le perdonaría otro desliz. Mientras salía por la puerta se hizo el firme propósito de escoger mejor a su próxima amante. Le gustaban las mujeres casadas, pero exigía fidelidad.
*De Joan Mateu. joan@cimat.es
LOS CAMINOS SE ABREN O SE CIERRAN...
No sé...*
"no sé si alguna vez
les ha pasado a ustedes"Mario Benedetti
les ha pasado a ustedes"Mario Benedetti
No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
que esa tristeza aciaga que silencian los ecos
se abriga en la quietud envolvente de un cielo
se esconde en el extraño horizonte del tiempo
y estrella laberintos en el aire de pájaros
No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
ver cómo la indecencia se anima a la nobleza
y la victoria mengua encorvada en el agua
en el grito del árbol o en los brazos del sueño
del sueño adormecido en las manos del canto.
Pero a mí me ha pasado
que derroté el cansancio en los ojos del viento
que bordé la coherencia con ánimo de nube
que parí la ternura
que lamí la semilla
y el verbo fue un brevísimo racimo de lluvia
Pero nos ha pasado
que inventamos la risa con dos notas y el alba
que tejimos palabras en idioma costero
que las luces de agosto abrazaron los bordes
que el éxtasis del aire deliraba nostalgias
y soleamos las manos
y el amor se hizo ángel
y el secreto paciencia
y las voces virtud
y la piel arboleda
y el abrazo desvelo
Pero a mí me ha pasado.
que nombrando su nombre con los labios dormidos
que temblando la noche suturada de acordes
con la melancolía del sur en la estrella
el poeta hizo coplas
hizo copla en la siesta
hizo copla y camino
hizo copla en silencio.
que esa tristeza aciaga que silencian los ecos
se abriga en la quietud envolvente de un cielo
se esconde en el extraño horizonte del tiempo
y estrella laberintos en el aire de pájaros
No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
ver cómo la indecencia se anima a la nobleza
y la victoria mengua encorvada en el agua
en el grito del árbol o en los brazos del sueño
del sueño adormecido en las manos del canto.
Pero a mí me ha pasado
que derroté el cansancio en los ojos del viento
que bordé la coherencia con ánimo de nube
que parí la ternura
que lamí la semilla
y el verbo fue un brevísimo racimo de lluvia
Pero nos ha pasado
que inventamos la risa con dos notas y el alba
que tejimos palabras en idioma costero
que las luces de agosto abrazaron los bordes
que el éxtasis del aire deliraba nostalgias
y soleamos las manos
y el amor se hizo ángel
y el secreto paciencia
y las voces virtud
y la piel arboleda
y el abrazo desvelo
Pero a mí me ha pasado.
que nombrando su nombre con los labios dormidos
que temblando la noche suturada de acordes
con la melancolía del sur en la estrella
el poeta hizo coplas
hizo copla en la siesta
hizo copla y camino
hizo copla en silencio.
*De Ana Lía Gattás. al_gz@yahoo.com.ar
-Mendoza, Argentina-
-Mendoza, Argentina-
Salsa*
La infancia no siempre es feliz pero al menos es verdadera.
Ahora
casi no hay olores. Un gran desodorante parece llover desde el cielo e
iguala. Las cocinas no muestran el secreto, debe ser por el tiempo, una
salsa que se cocinaba a lo largo de horas abría su esencia en los
aromas. Recuerdo el avance nuestro sobre el terciopelo oscuro, ese rojo
oscurecido por la carne, con un pancito como arma. Me mamá se oponía al
asalto, había una lucha que ganábamos. En ese tiempo las mamás
disponían de tiempo y mientras todos lo elementos largaban sus olores
nosotros anticipabamos el gusto. Esos momentos previos, los de la larga
cocción, eran como sucede en el amor, quizas los más importantes. Los
que alimentan el alma y se extienden hasta acá. Cuando la miga de ese
pan rojo hace tanto que se perdió. Las mamás podían dedicarle ese
espacio a las
comidas porque no trabajaban fuera de la casa. No sé si eso siempre era
bueno para los niños, pero seguro era bueno para las salsas.
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@ gmail.com
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@
MIGAJAS*
Adentrado en los extramuros
alejado de los intocables y sus festines,
escarba los desperdicios, busca migajas,
unas migajas para mitigar el hambre.
Y sus sueños...
¿dónde están?
Tal vez en las astillas
del pupitre que endulzó su infancia, en las escasas hojas de un cuaderno,
y el pedazo de lápiz sin goma de borrar.
El aire lo envuelve en desprecio y abandono
y la soledad desquicia sus harapos:
No hay futuro en sus noches sobre el pavimento sucio.
Adentrado en los extramuros
alejado de los intocables y sus festines,
escarba los desperdicios, busca migajas,
unas migajas para mitigar el hambre.
Y sus sueños...
¿dónde están?
Tal vez en las astillas
del pupitre que endulzó su infancia, en las escasas hojas de un cuaderno,
y el pedazo de lápiz sin goma de borrar.
El aire lo envuelve en desprecio y abandono
y la soledad desquicia sus harapos:
No hay futuro en sus noches sobre el pavimento sucio.
*De Ruth Ana López Calderón© anilopez20032000@yahoo.es
12-09-2011
12-09-2011
*
De Canciones olvidadas Buenos Aires, 1995-1996
El tren de las 12.50
viene por Nidia desde Bosques.
Pita entre las rancherías
y los desechos de Ardigó
estremeciendo todo.
Ella lo espera fumando
y mirando los árboles de enfrente
en el viejo andén de tierra.
Así todos los días, como un rezo.
viene por Nidia desde Bosques.
Pita entre las rancherías
y los desechos de Ardigó
estremeciendo todo.
Ella lo espera fumando
y mirando los árboles de enfrente
en el viejo andén de tierra.
Así todos los días, como un rezo.
*
Los caminos se abren
o se cierran
según sean tus cauces.
Silban vientos
altos
o silban víboras.
Se arroja
la marea, o apenas
se anilla
en dibujo leve
el charco.
Tú trazas tu mapa,
y lo respiras.
Los caminos se abren
o se cierran
según sean tus cauces.
Silban vientos
altos
o silban víboras.
Se arroja
la marea, o apenas
se anilla
en dibujo leve
el charco.
Tú trazas tu mapa,
y lo respiras.
*De Eduardo Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar
http://www.eduardodalter.com/
http://www.eduardodalter.com/
LAS TARDES PERDIDAS*
*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
¿Cuáles eran las tardes aquellas las que de una vez perdimos para siempre?
¿Las que se ocultaban junto al crepúsculo tan ancho como el mismo universo?
¿Las que usábamos en aquellas siestas hueras para los mayores pero riquísimas en aventuras para nosotros?
En esas siestas en que mi madre se ponía severa, entonces yo negociaba el quedarme adentro pero sin dormir. Ponía una esterilla de juncos -industria de la mano paterna- y me quedaba a la sombra de la casa, sombra que ayudaba ese ceibo donde colgaban la hamaca de mi hermano y la jaula de los canarios.
Allí, con una pila de revistas de historietas y una buena cantidad de "El Gráfico", de la colección paterna, me pasaba esas horas donde el sol producía un vaho en el ambiente que nadie se atrevía a hollar. Sólo algunas iguanas o lagartijas pequeñas que asomaban su cabecitas curiosas, sacando la larga lengua nerviosa y cruzaban la gramilla hirviente de la cortada. Tejido de por medio -no sin saltar los canteros de flores de un pequeño jardín- estaba la libertad. Que nunca o casi nunca me atrevía a tomar porque mi padre era más que severo y mi madre era tan buena que faltarle la palabra habría sido traicionar su confianza. Por lo tanto nunca trasgredía esa advertencia, ese trato o esa veda. Por más que la barrita bullanguera viniera a buscarme.
-Hasta las cuatro no salgo, les decía yo, invariable y tenaz. Era el pacto con mi madre si venía uno sólo de ellos -podría ser Roberto, o algún otro- me arrimaba al tejido y como un preso hablaba en voz baja a través de él, sin contar con el millar de mariposas amarillas y blancas que venía del norte y tomaba el embudo verdeazul de esa cortada que bordeaban paraísos añosos y se iban hacia el campo, o tal vez merodearían en los callejones suburbanos donde abundaban las flores silvestres en sus orillas donde los
altos hinojales escondían los alambrados de púas al ojo viajero, ya jinete solitario o sulky veloz con caballito trotador o hipante Ford A con barandas pintadas de color verdinegro. Como ese que usaba el Negro Tolosa, "despensero" de la Estancia Maldonado, imbatible y lejano en el rincón más cálido de toda memoria.
Venía puntual "El Negro" por el camino que empezaba en ese monte de tamariscos, pasaba por el puesto de Juárez y la tapera de don Miguel Bay, al que llamaban "El Ruso", y ya orillando la Cañada del gordo Compañy, entraba en la curva de Vélez, muy orondo hasta el almacén del "Cholo" Belluschi donde lo esperaba un "amargo obrero" fresco con soda al tono y allí desgranaría anécdotas rurales que canjearía por anécdotas o chismes del pueblo.
Sentado con la espalda contra la pared de mi casa, yo lo veía venir desde lejos. Primero aparecía el techo de la chata de color verde cuando pasaba el puente de lo que hoy es el Campo Gallücer, allí se delataba porque en ese lugar la calle formaba una pequeña lomita que hacía más evidente -desde lejos- la presencia de ese puente de madera. El "Negro" Tolosa era alto, delgado, fumaba "Fontanares" sin filtro y andaba siempre de pantalón oscuro, camisa blanca, un breve pañuelito al cuello y un sombrero "Gardel" requintado sobre la frente. Era bastante morocho u hoy me lo parece, lo que es casi segura su filiación santiagueña. Su esposa también era alta, morena y delgada. Tenía dos hijas, la mayor se casó con "Piro" Ortega y la menor con Carlitos Silva. Esto pasó cuando yo estaba todavía en mi pueblo y al
partir no los vi más. Sé que vivían en ese entonces en el casco de la estancia vieja.
Por ese mismo camino, media hora más tarde vería a Inés Lynnen de Joeckers, la popular "doña Inés" hija del dueño del campo, don Guillermo Lynnen. El "doña" le daría la gente como un reconocimiento de autoridad porque era entonces una mujer joven. Conducía un "Vuaturé" negra, pequeña, de dos asientos y en el lugar del baúl un asiento tapizado con su puerta a modo de espaldar donde viajaba sus tres hijas: dos rubias y una pelirroja: Inesita, Tuny y Silvia, respectivamente.
Era como el reloj de mi madre ver ese vehículo tirando tierra hacia el aire denso del verano y me parece oírla a mi madre:
-Ahí viene doña Inés, son las cuatro y media. Tan puntual era esta mujer alemana, que me parece recordar como profesora de matemáticas en el colegio secundario.
Ese trayecto del campo hacia el pueblo lo hacía a diario y en rigor apenas entraba en él. Se dirigía directamente hacia el Club Huracán donde estaba la cancha de tenis en el predio deportivo. Allí jugaba con otras compañeras o amigas. Creo recordar, a doña Leonor Tagliotti, Haydée Parapetti, Nelly Arlt
de Hidalgo, "Chichita" Callegari y es fácil que me olvide de otras, tal vez muchas, porque flotan en ese magma resbaladizo de la memoria que cada vez permanece en una niebla más densa y que se aclara en alguna situación particular. Como en ésta por ejemplo, en que recuerdo aquellas siestas perdidas, aquellas tardes perdidas.
No resisto la tentación de citar una carta de mi amigo Esteban Cárdenas, el popular "Negro", desde su exilio misionero, al comentarle yo de las tardes de nuestra juventud que recordamos y hoy no están, cuánto de horas perdidas. Para siempre, le decía yo.
"¿Están perdidas para siempre aquellas tardes? No creo, nos unen en la memoria, en el recuerdo y nos impulsa a hacer más a no dejar de hacer. No están perdidas Turco, las tenemos nosotros.", concluye casi victorioso y tal vez tenga razón, el Negro, es decir, mi amigo.
¿Las que se ocultaban junto al crepúsculo tan ancho como el mismo universo?
¿Las que usábamos en aquellas siestas hueras para los mayores pero riquísimas en aventuras para nosotros?
En esas siestas en que mi madre se ponía severa, entonces yo negociaba el quedarme adentro pero sin dormir. Ponía una esterilla de juncos -industria de la mano paterna- y me quedaba a la sombra de la casa, sombra que ayudaba ese ceibo donde colgaban la hamaca de mi hermano y la jaula de los canarios.
Allí, con una pila de revistas de historietas y una buena cantidad de "El Gráfico", de la colección paterna, me pasaba esas horas donde el sol producía un vaho en el ambiente que nadie se atrevía a hollar. Sólo algunas iguanas o lagartijas pequeñas que asomaban su cabecitas curiosas, sacando la larga lengua nerviosa y cruzaban la gramilla hirviente de la cortada. Tejido de por medio -no sin saltar los canteros de flores de un pequeño jardín- estaba la libertad. Que nunca o casi nunca me atrevía a tomar porque mi padre era más que severo y mi madre era tan buena que faltarle la palabra habría sido traicionar su confianza. Por lo tanto nunca trasgredía esa advertencia, ese trato o esa veda. Por más que la barrita bullanguera viniera a buscarme.
-Hasta las cuatro no salgo, les decía yo, invariable y tenaz. Era el pacto con mi madre si venía uno sólo de ellos -podría ser Roberto, o algún otro- me arrimaba al tejido y como un preso hablaba en voz baja a través de él, sin contar con el millar de mariposas amarillas y blancas que venía del norte y tomaba el embudo verdeazul de esa cortada que bordeaban paraísos añosos y se iban hacia el campo, o tal vez merodearían en los callejones suburbanos donde abundaban las flores silvestres en sus orillas donde los
altos hinojales escondían los alambrados de púas al ojo viajero, ya jinete solitario o sulky veloz con caballito trotador o hipante Ford A con barandas pintadas de color verdinegro. Como ese que usaba el Negro Tolosa, "despensero" de la Estancia Maldonado, imbatible y lejano en el rincón más cálido de toda memoria.
Venía puntual "El Negro" por el camino que empezaba en ese monte de tamariscos, pasaba por el puesto de Juárez y la tapera de don Miguel Bay, al que llamaban "El Ruso", y ya orillando la Cañada del gordo Compañy, entraba en la curva de Vélez, muy orondo hasta el almacén del "Cholo" Belluschi donde lo esperaba un "amargo obrero" fresco con soda al tono y allí desgranaría anécdotas rurales que canjearía por anécdotas o chismes del pueblo.
Sentado con la espalda contra la pared de mi casa, yo lo veía venir desde lejos. Primero aparecía el techo de la chata de color verde cuando pasaba el puente de lo que hoy es el Campo Gallücer, allí se delataba porque en ese lugar la calle formaba una pequeña lomita que hacía más evidente -desde lejos- la presencia de ese puente de madera. El "Negro" Tolosa era alto, delgado, fumaba "Fontanares" sin filtro y andaba siempre de pantalón oscuro, camisa blanca, un breve pañuelito al cuello y un sombrero "Gardel" requintado sobre la frente. Era bastante morocho u hoy me lo parece, lo que es casi segura su filiación santiagueña. Su esposa también era alta, morena y delgada. Tenía dos hijas, la mayor se casó con "Piro" Ortega y la menor con Carlitos Silva. Esto pasó cuando yo estaba todavía en mi pueblo y al
partir no los vi más. Sé que vivían en ese entonces en el casco de la estancia vieja.
Por ese mismo camino, media hora más tarde vería a Inés Lynnen de Joeckers, la popular "doña Inés" hija del dueño del campo, don Guillermo Lynnen. El "doña" le daría la gente como un reconocimiento de autoridad porque era entonces una mujer joven. Conducía un "Vuaturé" negra, pequeña, de dos asientos y en el lugar del baúl un asiento tapizado con su puerta a modo de espaldar donde viajaba sus tres hijas: dos rubias y una pelirroja: Inesita, Tuny y Silvia, respectivamente.
Era como el reloj de mi madre ver ese vehículo tirando tierra hacia el aire denso del verano y me parece oírla a mi madre:
-Ahí viene doña Inés, son las cuatro y media. Tan puntual era esta mujer alemana, que me parece recordar como profesora de matemáticas en el colegio secundario.
Ese trayecto del campo hacia el pueblo lo hacía a diario y en rigor apenas entraba en él. Se dirigía directamente hacia el Club Huracán donde estaba la cancha de tenis en el predio deportivo. Allí jugaba con otras compañeras o amigas. Creo recordar, a doña Leonor Tagliotti, Haydée Parapetti, Nelly Arlt
de Hidalgo, "Chichita" Callegari y es fácil que me olvide de otras, tal vez muchas, porque flotan en ese magma resbaladizo de la memoria que cada vez permanece en una niebla más densa y que se aclara en alguna situación particular. Como en ésta por ejemplo, en que recuerdo aquellas siestas perdidas, aquellas tardes perdidas.
No resisto la tentación de citar una carta de mi amigo Esteban Cárdenas, el popular "Negro", desde su exilio misionero, al comentarle yo de las tardes de nuestra juventud que recordamos y hoy no están, cuánto de horas perdidas. Para siempre, le decía yo.
"¿Están perdidas para siempre aquellas tardes? No creo, nos unen en la memoria, en el recuerdo y nos impulsa a hacer más a no dejar de hacer. No están perdidas Turco, las tenemos nosotros.", concluye casi victorioso y tal vez tenga razón, el Negro, es decir, mi amigo.
Si me querés*
Si me querés
teneme paciencia
A la larga me voy a ir entregando, entregando
y a la corta
iré renunciando por vos y nada más que por vos a los placeres
del desorden, la novedad, la bisexualidad y el merequetengue
Si me querés
sacar bueno.
teneme paciencia
A la larga me voy a ir entregando, entregando
y a la corta
iré renunciando por vos y nada más que por vos a los placeres
del desorden, la novedad, la bisexualidad y el merequetengue
Si me querés
sacar bueno.
La canción en sus cabezas*
*Por Juan Forn
El fue Medalla de Ciencias en tercer
grado. Ella fue Miss Preescolar en el colegio de enfrente. Cuando a ella
la mandaban al mercado le decían "Cuidado con las gitanas" y ella un
poco las temía y otro poco fantaseaba con la idea de que la robaran, de
que se la llevaran. En el colegio de enfrente, él tenía montada una
compraventa de cochecitos rellenos de plastilina; le faltaban los
anillos en los dedos para ser el perfecto gitano en miniatura.
Estaban llamados a cruzarse, y se cruzaron finalmente, a la salida de Tiempo de gitanos, en el viejo cine Arte, un sábado trasnoche. Los dos habían ido con documento falso porque los dos eran menores. Los dos estaban haciendo lo mismo, cuando se vieron, en esa vereda triangular de Diagonal que parece hecha por Roberto Arlt: estaban cantando por lo bajo "Ederlezi", la antiquísima canción romaní que Kusturica puso en su película. Cada uno la tarareaba para sí cuando se vieron y un poco como en el libro de Emannuel Carrère, cuando la joven jueza lisiada por el cáncer entra por primera vez en la oficina del joven juez lisiado por el cáncer y él dice: "Nos reconocimos al instante", así se reconocieron al instante ella y él, así se fueron por Diagonal, abrazados, tarareando "Ederlezi", tratando de rearmar
la melodía entre los dos.
Imaginen una canción que dura, no tres minutos, sino veinte o treinta años seguidos en nuestras cabezas. A veces la escuchamos, a veces creemos que no, pero sigue sonando en el fondo y algo en nosotros la escucha incluso cuando nosotros no. Los aborígenes australianos eran así. Los aborígenes australianos eran nómades. Sus movimientos eran cíclicos y estaban regidos por una canción ancestral, una canción que describía su trayecto y a la vez les decía por dónde ir. Así daban vueltas por Australia, a lo largo de sus vidas. La canción era su mapa y a la vez era su historia, era su geografía y su religión. "Ederlezi" era eso para el vendedor de coches de plastilina y Miss Preescolar. Bruce Chatwin contó la historia de los aborígenes australianos. Bruce Chatwin se pasó la vida escuchando esa canción en su cabeza, y por eso un día renunció a su trabajo de tasador de obras de arte en Sotheby's para irse a recorrer a pie el mundo. Se había quedado ciego de golpe, los médicos le dijeron que era nervioso: "Demasiado mirar de cerca", le diagnosticaron. El se autorrecetó los caminos: perder la mirada en el paisaje hasta recuperarla. Escuchar la cancioncita que sonaba en su cabeza.
El nomadismo no ocurre únicamente en el espacio: el nómade también viaja en el tiempo. Porque, como todo el mundo sabe, la única manera en que nos pasa el tiempo es cuando estamos quietos. ¿O no lo sabemos? Cortázar no estaba haciendo un cuento fantástico en El otro cielo, cuando entraba por el Pasaje Güemes y salía en las galerías Vivienne de París, y Woody Allen menos, en su última película: los nómades saben bien que hay portales de un tiempo a otro, tal como hay pasos de frontera de un territorio a otro. La diferencia es que hay que estar cantando la canción en nuestras cabezas para poder pasar.
Bruce Chatwin los vio aquella noche a aquellos dos adolescentes perdiéndose abrazados por la vereda triangular de Diagonal. Los llamó Lola y Estol y los puso cantando esa canción romaní en una historia de buscadores de oro de Alaska que buscan las famosas putas de la ciudad de Mahagonny. Lo que
intentaban Lola y Estol era cruzar en barco desde Alaska a Vladivostok, y ahí estaban tratando de pagarse el pasaje cantando su canción en la calle, él en guitarra, ella en la voz. Chatwin les dejó unas monedas y se los volvió a encontrar, porque eso le pasaba siempre: se encontraba con todo el mundo en sus trayectos, en ese sentido es un poco como el Corto Maltés. La excusa de Hugo Pratt para viajar por el mundo y por el siglo era el Corto Maltés. Chatwin ni se tomó el trabajo de inventarse otro nombre. Simplemente se dedicó a escuchar la cancioncita en su cabeza, a poner gente real en sus libros y asombrarse cuando después se los encontraba en la vida. Esa clase de cosas despertaron las iras de Osvaldo Bayer cuando leyó el libro de Chatwin sobre la Patagonia y le contestó en una nota buenísima, furibunda, que llegó a salir hasta en el TLS, el venerado suplemento literario del Times de Londres.
Bayer escribió esa nota desde Berlín. Llovía en el barrio de Kreuzberg pero no por eso Bayer cerró su ventana mientras escribía aquella formidable diatriba y así es como pudo oír la música que llegaba desde el portal de abajo, que conectaba con una pérgola de plaza en Shanghai, donde una multitud de gimnastas chinos en uniforme mao hacía acrobacias en sincro perfecto, coreografía asombrosamente idónea para la selección de tangos chinos que interpretaba desde la pérgola una orquesta china con instrumentos chinos. Chatwin oía desde su mesa, en aquel café al aire libre de Shanghai, el ruido de la máquina de escribir de Bayer en el barrio de Kreuzberg. Sabía que su tiempo en la tierra se estaba terminando, aunque se negara a reconocerlo. Sentados a la mesa con él estaban Lola y Estol, que tocarían después de la orquesta para los chinos que quisieran quedarse en la plaza bajo la lluvia. Chatwin les estaba contando que se había infectado con un hongo venenoso que había aspirado sin querer en las catacumbas que guardaban los diez mil guerreros de piedra que custodiaban la Gran Muralla.
Chatwin estaba envuelto en frazadas y temblaba de fiebre pero no creía que fuera a morir por eso. Estol le murmuraba al oído: "De nada sirve escaparse cuando es uno el que persigue". Lola le murmuraba al otro oído: "El que camina arqueado lleva un hacha en la espalda". Estol le susurraba en un oído: "No hay opción, señor". Y Lola completaba por el otro oído: "Revolución o picnic". De fondo sonaba la máquina de escribir de Bayer en Berlín y la cancioncita en la cabeza de Chatwin ya casi no se oía. Estol
dijo entonces: "Hablémosle de las hormigas mentales". Y sacó la guitarra de la funda y Lola se acomodó la flor en el pelo y los chinos empezaron a juntarse cuando ella se puso a cantar: "Hay hormigas mentales que bailan en su cabeza / Vienen de los Balcanes / se meten por una oreja y uno no siente
nada / cierra fuerte los ojos y persigue las manchitas / que huyen de su mirada / y no tiene más aduana y dice lo que todos callan / Y siempre está leyendo el mismo libro / Porque en vez de leerlo ya lo protagoniza / y vive soñando cada día / con poder olvidarse que el que vive agoniza".
Hace años ya que Bayer terminó su nota y Chatwin se murió. Pero si hoy es viernes, seguro que Lola y Estol están tocando en algún lugar de Buenos Aires. Sólo se trata de encontrar el portal que lleve a ellos. Y, para eso, basta dejarse guiar por la cancioncita que suena en el fondo de nuestras
cabezas.
Estaban llamados a cruzarse, y se cruzaron finalmente, a la salida de Tiempo de gitanos, en el viejo cine Arte, un sábado trasnoche. Los dos habían ido con documento falso porque los dos eran menores. Los dos estaban haciendo lo mismo, cuando se vieron, en esa vereda triangular de Diagonal que parece hecha por Roberto Arlt: estaban cantando por lo bajo "Ederlezi", la antiquísima canción romaní que Kusturica puso en su película. Cada uno la tarareaba para sí cuando se vieron y un poco como en el libro de Emannuel Carrère, cuando la joven jueza lisiada por el cáncer entra por primera vez en la oficina del joven juez lisiado por el cáncer y él dice: "Nos reconocimos al instante", así se reconocieron al instante ella y él, así se fueron por Diagonal, abrazados, tarareando "Ederlezi", tratando de rearmar
la melodía entre los dos.
Imaginen una canción que dura, no tres minutos, sino veinte o treinta años seguidos en nuestras cabezas. A veces la escuchamos, a veces creemos que no, pero sigue sonando en el fondo y algo en nosotros la escucha incluso cuando nosotros no. Los aborígenes australianos eran así. Los aborígenes australianos eran nómades. Sus movimientos eran cíclicos y estaban regidos por una canción ancestral, una canción que describía su trayecto y a la vez les decía por dónde ir. Así daban vueltas por Australia, a lo largo de sus vidas. La canción era su mapa y a la vez era su historia, era su geografía y su religión. "Ederlezi" era eso para el vendedor de coches de plastilina y Miss Preescolar. Bruce Chatwin contó la historia de los aborígenes australianos. Bruce Chatwin se pasó la vida escuchando esa canción en su cabeza, y por eso un día renunció a su trabajo de tasador de obras de arte en Sotheby's para irse a recorrer a pie el mundo. Se había quedado ciego de golpe, los médicos le dijeron que era nervioso: "Demasiado mirar de cerca", le diagnosticaron. El se autorrecetó los caminos: perder la mirada en el paisaje hasta recuperarla. Escuchar la cancioncita que sonaba en su cabeza.
El nomadismo no ocurre únicamente en el espacio: el nómade también viaja en el tiempo. Porque, como todo el mundo sabe, la única manera en que nos pasa el tiempo es cuando estamos quietos. ¿O no lo sabemos? Cortázar no estaba haciendo un cuento fantástico en El otro cielo, cuando entraba por el Pasaje Güemes y salía en las galerías Vivienne de París, y Woody Allen menos, en su última película: los nómades saben bien que hay portales de un tiempo a otro, tal como hay pasos de frontera de un territorio a otro. La diferencia es que hay que estar cantando la canción en nuestras cabezas para poder pasar.
Bruce Chatwin los vio aquella noche a aquellos dos adolescentes perdiéndose abrazados por la vereda triangular de Diagonal. Los llamó Lola y Estol y los puso cantando esa canción romaní en una historia de buscadores de oro de Alaska que buscan las famosas putas de la ciudad de Mahagonny. Lo que
intentaban Lola y Estol era cruzar en barco desde Alaska a Vladivostok, y ahí estaban tratando de pagarse el pasaje cantando su canción en la calle, él en guitarra, ella en la voz. Chatwin les dejó unas monedas y se los volvió a encontrar, porque eso le pasaba siempre: se encontraba con todo el mundo en sus trayectos, en ese sentido es un poco como el Corto Maltés. La excusa de Hugo Pratt para viajar por el mundo y por el siglo era el Corto Maltés. Chatwin ni se tomó el trabajo de inventarse otro nombre. Simplemente se dedicó a escuchar la cancioncita en su cabeza, a poner gente real en sus libros y asombrarse cuando después se los encontraba en la vida. Esa clase de cosas despertaron las iras de Osvaldo Bayer cuando leyó el libro de Chatwin sobre la Patagonia y le contestó en una nota buenísima, furibunda, que llegó a salir hasta en el TLS, el venerado suplemento literario del Times de Londres.
Bayer escribió esa nota desde Berlín. Llovía en el barrio de Kreuzberg pero no por eso Bayer cerró su ventana mientras escribía aquella formidable diatriba y así es como pudo oír la música que llegaba desde el portal de abajo, que conectaba con una pérgola de plaza en Shanghai, donde una multitud de gimnastas chinos en uniforme mao hacía acrobacias en sincro perfecto, coreografía asombrosamente idónea para la selección de tangos chinos que interpretaba desde la pérgola una orquesta china con instrumentos chinos. Chatwin oía desde su mesa, en aquel café al aire libre de Shanghai, el ruido de la máquina de escribir de Bayer en el barrio de Kreuzberg. Sabía que su tiempo en la tierra se estaba terminando, aunque se negara a reconocerlo. Sentados a la mesa con él estaban Lola y Estol, que tocarían después de la orquesta para los chinos que quisieran quedarse en la plaza bajo la lluvia. Chatwin les estaba contando que se había infectado con un hongo venenoso que había aspirado sin querer en las catacumbas que guardaban los diez mil guerreros de piedra que custodiaban la Gran Muralla.
Chatwin estaba envuelto en frazadas y temblaba de fiebre pero no creía que fuera a morir por eso. Estol le murmuraba al oído: "De nada sirve escaparse cuando es uno el que persigue". Lola le murmuraba al otro oído: "El que camina arqueado lleva un hacha en la espalda". Estol le susurraba en un oído: "No hay opción, señor". Y Lola completaba por el otro oído: "Revolución o picnic". De fondo sonaba la máquina de escribir de Bayer en Berlín y la cancioncita en la cabeza de Chatwin ya casi no se oía. Estol
dijo entonces: "Hablémosle de las hormigas mentales". Y sacó la guitarra de la funda y Lola se acomodó la flor en el pelo y los chinos empezaron a juntarse cuando ella se puso a cantar: "Hay hormigas mentales que bailan en su cabeza / Vienen de los Balcanes / se meten por una oreja y uno no siente
nada / cierra fuerte los ojos y persigue las manchitas / que huyen de su mirada / y no tiene más aduana y dice lo que todos callan / Y siempre está leyendo el mismo libro / Porque en vez de leerlo ya lo protagoniza / y vive soñando cada día / con poder olvidarse que el que vive agoniza".
Hace años ya que Bayer terminó su nota y Chatwin se murió. Pero si hoy es viernes, seguro que Lola y Estol están tocando en algún lugar de Buenos Aires. Sólo se trata de encontrar el portal que lleve a ellos. Y, para eso, basta dejarse guiar por la cancioncita que suena en el fondo de nuestras
cabezas.
PRIMAVERA EN EL BARRIO.*
*Por Eduardo Pérsico. epersico@telecentro.com.ar
El setiembre encendido de luz y veintiuno
es un vaso hasta el borde de un vino gusto a ganas.
Disfruta una muchacha el pelo a contraviento
y el pródigo despliegue de su blusa floreada.
es un vaso hasta el borde de un vino gusto a ganas.
Disfruta una muchacha el pelo a contraviento
y el pródigo despliegue de su blusa floreada.
Es que el aire deshace casi como al descuido
el nudo abigarrado que tejiera el invierno.
Y el cielo de mi barrio, tan modesto y discreto,
hoy reluce en destellos de adornar el paisaje.
el nudo abigarrado que tejiera el invierno.
Y el cielo de mi barrio, tan modesto y discreto,
hoy reluce en destellos de adornar el paisaje.
Tras acortar su falda por cortejar el día
mi vecina sonríe a un guiño cuando pasa.
Si el clima o un tal vez pudiera convencerla
de aflojar ya las riendas que luego es el olvido…
mi vecina sonríe a un guiño cuando pasa.
Si el clima o un tal vez pudiera convencerla
de aflojar ya las riendas que luego es el olvido…
Así que en el festejo de soles derramados
aguardo que los duendes sensuales y sanguíneos
le indiquen nuestra arcaica sugestión al cruzarnos:
la erótica mirada de la especie desnuda.
aguardo que los duendes sensuales y sanguíneos
le indiquen nuestra arcaica sugestión al cruzarnos:
la erótica mirada de la especie desnuda.
-Eduardo Pérsico nació en Banfield y vive en Lanús, Buenos Aires, Argentina.
www.eduardopersico.blogspot. com
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Zahorí *
Que te advertiría en la multitud
que te incluiría en violeta en mi agenda
que te cantaría en exclusiva el suave murmulloque te dilapidaría en mi cama
que te obsequiaría un poemario de Bukowski
que te abandonaría
Que me moriría quince años después
atropellado por el subterráneo.
*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar
Que te advertiría en la multitud
que te incluiría en violeta en mi agenda
que te cantaría en exclusiva el suave murmulloque te dilapidaría en mi cama
que te obsequiaría un poemario de Bukowski
que te abandonaría
Que me moriría quince años después
atropellado por el subterráneo.
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