*Dibujo: Ray Respall Rojas.
La Habana. Cuba.
CONJURO*
Le pido al silencio
que anide en mi regazo
y lentamente construya
un muro que toque el cielo
sin ventanas ni resquicios,
que me prive de los ruidos,
que solo permita al sol
asomarse a mi día
y que durante la noche
la luna sea visita.
Le pido al silencio
que clausure mi puerta,
nadie viene por mí,
solo buscan mis dádivas.
El silencio es mi amparo,
no juzga, no me reprime
y su presencia vigila
que en mi sueño surjan alas.
Le pido al silencio
que anide en mi regazo
y lentamente construya
un muro que toque el cielo
sin ventanas ni resquicios,
que me prive de los ruidos,
que solo permita al sol
asomarse a mi día
y que durante la noche
la luna sea visita.
Le pido al silencio
que clausure mi puerta,
nadie viene por mí,
solo buscan mis dádivas.
El silencio es mi amparo,
no juzga, no me reprime
y su presencia vigila
que en mi sueño surjan alas.
*De Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar
LUNA VIAJERA*
Me asomo a la ventana a contemplar la noche. Por la acera va mi vecinita Melanie, de 5 años, seguida de su mamá. Melanie mira también al cielo… se adelanta unos pasos y vuelve a mirar, da una carrerita y eleva de nuevo la vista.
- ¡Mamá! – grita preocupada - ¡Apúrate que se nos va la luna!
- ¡Mamá! – grita preocupada - ¡Apúrate que se nos va la luna!
*De Marié Rojas.
La Habana. Cuba.
TINTA ROJA*
"Paredón , tinta roja en el gris del ayer, borbotón de mi sangre infeliz…"CÁTULO CASTILLO
"Paredón , tinta roja en el gris del ayer, borbotón de mi sangre infeliz…"CÁTULO CASTILLO
En una bruma de ayeres, hoy, mi pared te busca.
No entendía tus manos.
No entendías mis ojos.
Sabías que en mi lecho moraban dioses y demonios.
Y elegiste ser Dios.
Sabías. Que mi cuerpo era una trampa de barro.
Que me gustaba que el viento jugara con mi pelo.
Que escribía con sangre, con sangre toda.
Sólo podías ver tinta, tinta roja, impostura.
Sabías. Que mi agonía no era carne, solo carne.
Me besabas la nuca y la llovizna.
Mirabas, distraído las distancias avaras.
Y en el faro del fin del mundo me buscabas.
Sabía que, a tientas, te buscaba y te hallaba.
Y no hallabas raíces en las turmalinas.
Creías ser alquimista y solo eras fuego.
Me veías Messalina y yo era arena virgen, y agua.
Incendiaste el bosque de los almendros blancos.
Y la piedra se fragmentó y la arena partió y el agua.
Y se, aun me buscas, y te busco. Inútilmente.
Sabes y sé. No era tinta, era sangre, solo sangre.
Sangre, en el gris del ayer, sangre
No entendía tus manos.
No entendías mis ojos.
Sabías que en mi lecho moraban dioses y demonios.
Y elegiste ser Dios.
Sabías. Que mi cuerpo era una trampa de barro.
Que me gustaba que el viento jugara con mi pelo.
Que escribía con sangre, con sangre toda.
Sólo podías ver tinta, tinta roja, impostura.
Sabías. Que mi agonía no era carne, solo carne.
Me besabas la nuca y la llovizna.
Mirabas, distraído las distancias avaras.
Y en el faro del fin del mundo me buscabas.
Sabía que, a tientas, te buscaba y te hallaba.
Y no hallabas raíces en las turmalinas.
Creías ser alquimista y solo eras fuego.
Me veías Messalina y yo era arena virgen, y agua.
Incendiaste el bosque de los almendros blancos.
Y la piedra se fragmentó y la arena partió y el agua.
Y se, aun me buscas, y te busco. Inútilmente.
Sabes y sé. No era tinta, era sangre, solo sangre.
Sangre, en el gris del ayer, sangre
*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
*
en algún lugar
un pescador de luz teje sus redes
un pescador de luz teje sus redes
*De alba estrella gutiérrez. alba.estrella@gmail.com
ESE HOMBRE SOLITARIO*
a Toto, Chajá, Tago y Ñangá
Ese hombre vivía en la última calle del pueblo donde las acacias pertenecían más al campo que a la zona urbanizada. En esa casa precaria donde era el único habitante, y donde la mitad del día lo pasaba perdido en sus recuerdos y la otra mitad tomando mates mientras miraba ese rectángulo de alfalfa que en verano se comía todas las motas de polvo pero recibía como en éxtasis un millón de coloridas mariposas.
Ese día pasó un grupo de chicos con sus tramperas para cazar pájaros, y, como siempre lo saludaron efusivamente levantando los brazos, gesto que a él le hicieron sonreír, y retribuyó con una mano en alto que recién bajó cuando los chicos comenzaron una carrera que hizo levantar el polvo malamente asentado en la calle y los fue desvaneciendo a su visión hasta ver sólo un grupo de manchas difuminadas en el espinazo soleado del verano.
Ese grupito que él veía pasar a diario por su casa y raramente se paraba a cambiar dos palabras con él, a los pocos años se desvaneció en los rápidos de la vida, se dispersó como flores de cardo a merced del viento casi sin dejar rastros.
Al llegar a la adolescencia en todos los pequeños pueblos los chicos y las chicas emigran. Primero a estudiar y al finalizar pocos son los que vuelven a esos lugares donde las oportunidades de trabajo brillan por su ausencia como dice el refrán popular o el lugar común de la costumbre.
De ese grupito trotador de las siestas de verano no queda sino tal vez en el recuerdo de unos pocos o tal vez de ninguno el recuerdo de este hombre que con su sola presencia ordenaba sus emociones y hacía permanecer al mundo firme con su sonrisa y ese saludo entre irónico y protector.
De todos modos aunque a sus intereses de entonces el hombre solamente pudiera creerse que era parte misma del paisaje, y aún si así lo fuera, lo era de una forma distintiva.
Y es seguro que si hoy obrara el milagro de juntarse de nuevo, todos, hasta se reconocerían en el nombre de ese hombre mayor y solitario que les acompañaba con el gesto, el saludo con la mano en alto y con la mirada protectora o tal vez envidiando a esos pibes que recordaban su infancia perdida. Aquel grupito del que hoy no se acuerda nadie, volvían de sus incursiones al atardecer , con sus pájaros entrampados, o sus bagres ensartados en un alambre si se habían desviado hacia algunos de los cañadones vecinos, o sus bolsas de trapo llena de pajaritos muertos si la intención hubiera sido la caza ese día.
A esa hora resultaba muy raro que el hombre estuviera en ese mismo lugar, andaría dentro de su pequeña vivienda trasegando en procura de prepararse una cena, así que era muy difícil que los viera de regreso, porque el hombre gustaba de recogerse temprano. Pero aún en las excepciones, si él andaba por el patio todavía, ese patio de tierra que nadie le barría, y que muchas veces quedaba acolchonado por las hojas de los fresnos cuando el otoño arreciaba, apenas levantaba una mano que a veces no tenía respuesta, porque los chicos no miraba hacia la casa, tan entretenidos venían. Distinto era a la ida, cuando ellos lo tenían mentalmente presente y casi empezaban a verlo sentado en ese banquito “de matear” como él, el hombre, tal vez lo definiera, y para que esa siesta fuera productiva, ellos esperaban esa presencia muda, pero absolutamente necesaria.
Hoy, si el milagro del reencuentro sucediera, porque cuatro están dispersos por el mundo y sólo uno, un referente fundamental, queda en el pueblo, digo si ese milagro sucediera tal vez pueda recordar el nombre de ese hombre solitario que con sus ojos bondadosos los vio correr levantando el polvo de muchos veranos sucesivos.
Eso hace tanto tiempo, cuando el mundo cabía en un pañuelo o en el vuelo elegante de esa bandada de garzas que en sus alas sostenía la argucia más plena del verano.
Ese día pasó un grupo de chicos con sus tramperas para cazar pájaros, y, como siempre lo saludaron efusivamente levantando los brazos, gesto que a él le hicieron sonreír, y retribuyó con una mano en alto que recién bajó cuando los chicos comenzaron una carrera que hizo levantar el polvo malamente asentado en la calle y los fue desvaneciendo a su visión hasta ver sólo un grupo de manchas difuminadas en el espinazo soleado del verano.
Ese grupito que él veía pasar a diario por su casa y raramente se paraba a cambiar dos palabras con él, a los pocos años se desvaneció en los rápidos de la vida, se dispersó como flores de cardo a merced del viento casi sin dejar rastros.
Al llegar a la adolescencia en todos los pequeños pueblos los chicos y las chicas emigran. Primero a estudiar y al finalizar pocos son los que vuelven a esos lugares donde las oportunidades de trabajo brillan por su ausencia como dice el refrán popular o el lugar común de la costumbre.
De ese grupito trotador de las siestas de verano no queda sino tal vez en el recuerdo de unos pocos o tal vez de ninguno el recuerdo de este hombre que con su sola presencia ordenaba sus emociones y hacía permanecer al mundo firme con su sonrisa y ese saludo entre irónico y protector.
De todos modos aunque a sus intereses de entonces el hombre solamente pudiera creerse que era parte misma del paisaje, y aún si así lo fuera, lo era de una forma distintiva.
Y es seguro que si hoy obrara el milagro de juntarse de nuevo, todos, hasta se reconocerían en el nombre de ese hombre mayor y solitario que les acompañaba con el gesto, el saludo con la mano en alto y con la mirada protectora o tal vez envidiando a esos pibes que recordaban su infancia perdida. Aquel grupito del que hoy no se acuerda nadie, volvían de sus incursiones al atardecer , con sus pájaros entrampados, o sus bagres ensartados en un alambre si se habían desviado hacia algunos de los cañadones vecinos, o sus bolsas de trapo llena de pajaritos muertos si la intención hubiera sido la caza ese día.
A esa hora resultaba muy raro que el hombre estuviera en ese mismo lugar, andaría dentro de su pequeña vivienda trasegando en procura de prepararse una cena, así que era muy difícil que los viera de regreso, porque el hombre gustaba de recogerse temprano. Pero aún en las excepciones, si él andaba por el patio todavía, ese patio de tierra que nadie le barría, y que muchas veces quedaba acolchonado por las hojas de los fresnos cuando el otoño arreciaba, apenas levantaba una mano que a veces no tenía respuesta, porque los chicos no miraba hacia la casa, tan entretenidos venían. Distinto era a la ida, cuando ellos lo tenían mentalmente presente y casi empezaban a verlo sentado en ese banquito “de matear” como él, el hombre, tal vez lo definiera, y para que esa siesta fuera productiva, ellos esperaban esa presencia muda, pero absolutamente necesaria.
Hoy, si el milagro del reencuentro sucediera, porque cuatro están dispersos por el mundo y sólo uno, un referente fundamental, queda en el pueblo, digo si ese milagro sucediera tal vez pueda recordar el nombre de ese hombre solitario que con sus ojos bondadosos los vio correr levantando el polvo de muchos veranos sucesivos.
Eso hace tanto tiempo, cuando el mundo cabía en un pañuelo o en el vuelo elegante de esa bandada de garzas que en sus alas sostenía la argucia más plena del verano.
PERMANENCIAS*
De lado a lado del patio, de pared a pared, las manos fuertes de mi padre tensando el alambre galvanizado que no se oxida. Atándolo en un par de clavos como yo no podría hacerlo.
¿Porque eran sus manos tan fuertes? Toda su fuerza aplicada a la tenaza.
¿Cuantos años tiene ese alambre para tender la ropa?
No menos de 45 años.
No menos de 45 años.
Después de la lluvia están las gotas suspendidas, casi congeladas. En este amanecer de oscuridad condensan luz como una brillante cadena de perlas en la extensión del alambre. Sólo broches de plástico interrumpen cada tanto la continuidad de sus brillos.
La imagen de las manos de mi padre.
Como la parra y los zorzales buscando las últimas uvas.
Esas gotas también son permanencias.
*De Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com
*
La mano
que no puede
recoger el sol
se conforma
con apretar
algunos granos de trigo.
Mi madre
volcaba
en un vaso
con agua
algunos granos de trigo
haciendo tres veces
la señal de la cruz
y murmurando
una oración
incomprensible
con ella me curaba
los calambres.
Ahora mi madre
ha muerto y se llevó el secreto
de sus curaciones
Y yo no tengo a quién
recurrir cuando siento
calambres en el alma.
*De JORGE ISAÍAS. jisaias46@yahoo.com.ar
-Lluvia de marzo. Colección de Poesía ÍCONO nº4. Editorial Ciudad Gótica.
"De la maldición de la literatura"*
*Fragmentos del ensayo de Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
***
Tanto en el amor como en la literatura el énfasis está puesto en lo imaginario, en la negación del mundo en sus realidades particulares para elegir una visión de totalidad y absoluto que es como un hueco que, provisto del consecuente vértigo, porque toda la vida está jugada a lo que no es propio. Todo en la literatura es ajeno, desde la escritura en sí, el lenguaje que no pertenece, la imagen que es siempre otra cosa que no es nada de lo que expresa, ni contiene la unión de lo que es extraño entre sí, como es extraña la persona amada que duerme a nuestro lado, extranjera, imposible.
Se supone que en la literatura o en el amor el querer llegar a ser otros es para ser más nosotros mismos. Ese lenguaje que no nos pertenece y que no sabemos por qué lo decimos aunque nos arranca de nosotros nos lleva a un núcleo más profundo y esencial de la identidad. El texto y la persona amada siempre terminan abandonándonos, y revelando que si bien han tocado nuestra esencia, ya pertenecen al mundo y dejan de ser nuestros. Es en ese momento en que dejamos de reconocerlos.
No obstante ha existido una revelación o para no alejarnos de Borges la inminencia de una revelación, el borde. El amor físico algo ha producido donde nos pareció haber recibido algo más que un cuerpo. La escritura aún en la entraña misma del Mal-Decir algo nos ha alcanzado a comunicar cuando toda
comunicación parecía perdida, tal vez porque nada que no sea paradojal es verdadero aunque nuestra mente resista a lo que no sea la unidad, la madre y nosotros como un solo cuerpo. Se nos pierde qué clase de revelación ha sido ésa, como las palabras proféticas recibidas en un sueño y luego olvidadas o
deformadas por la vigilia. Si ha existido ese borde de revelación hemos amado de verdad o se ha producido el misterioso fenómeno de la belleza.
La voz se traga las palabras,
retumba un grito agonizante.
Sopla el viento de la muerte.
Mientras,
los dioses dormitan
a pesar de la fiesta del
grillerìo.
Nervios ocultos bajo la piel urbana,
el moho cubre un pueblo entero.
Las tumbas las lava la lluvia.
Gotas extraviadas
rimando mil tormentas
en versos acuosos.
El dolor corre por las mejillas.
Mictlantecuhtli tiene mucho trabajo,
los periòdicos venden mentiras
en un paìs que vive sin ojos.
Se supone que en la literatura o en el amor el querer llegar a ser otros es para ser más nosotros mismos. Ese lenguaje que no nos pertenece y que no sabemos por qué lo decimos aunque nos arranca de nosotros nos lleva a un núcleo más profundo y esencial de la identidad. El texto y la persona amada siempre terminan abandonándonos, y revelando que si bien han tocado nuestra esencia, ya pertenecen al mundo y dejan de ser nuestros. Es en ese momento en que dejamos de reconocerlos.
No obstante ha existido una revelación o para no alejarnos de Borges la inminencia de una revelación, el borde. El amor físico algo ha producido donde nos pareció haber recibido algo más que un cuerpo. La escritura aún en la entraña misma del Mal-Decir algo nos ha alcanzado a comunicar cuando toda
comunicación parecía perdida, tal vez porque nada que no sea paradojal es verdadero aunque nuestra mente resista a lo que no sea la unidad, la madre y nosotros como un solo cuerpo. Se nos pierde qué clase de revelación ha sido ésa, como las palabras proféticas recibidas en un sueño y luego olvidadas o
deformadas por la vigilia. Si ha existido ese borde de revelación hemos amado de verdad o se ha producido el misterioso fenómeno de la belleza.
*"De la maldición de la literatura", ensayo que publicara Liliana Díaz Mindurry en editorial Ruinas Circulares.
MÈXICO CIEGO*
La voz se traga las palabras,
retumba un grito agonizante.
Sopla el viento de la muerte.
Mientras,
los dioses dormitan
a pesar de la fiesta del
grillerìo.
Nervios ocultos bajo la piel urbana,
el moho cubre un pueblo entero.
Las tumbas las lava la lluvia.
Gotas extraviadas
rimando mil tormentas
en versos acuosos.
El dolor corre por las mejillas.
Mictlantecuhtli tiene mucho trabajo,
los periòdicos venden mentiras
en un paìs que vive sin ojos.
*De Daniel Gorosito. wd_gorosito@yahoo.com.mx
EL MUSTANG EN LLAMAS*
Cuento
A ocho mil quinientos pies, el colorido avión volaba nivelado, en un cielo límpido, profundo y sereno. Una tenue estela de humo azulino, se iba dibujando detrás de él. La transparente carlinga, enteriza, en forma de gota, reflejaba un destello de luz dorada. Adentro, John Fargus, agonizaba, aferrado al timón, caído contra el tablero de control, inconsciente, mientras la asfixia de “la muerte dulce”, lo acunaba para que durmiera para siempre.
Una pérdida de aceite había iniciado el incipiente incendio, mientras una fuga imperceptible del escape, iba llenando la cabina hermética del letal monóxido de carbono.
Como una vieja película color sepia, su vida se tornó visible en un torbellino de imágenes. Hacía ya tanto tiempo, y sin embargo le parecía que ayer nomás, volaba en misiones de guerra sobre Vietnam. Volaba con su nuevo “Mustang P51H”, el último caza de motor a pistón, El “Cadillac de los cielos” motorizado ahora con un motor Merlín Mk de la Packard de 2200 HP, y hélice de cuatro anchas palas, de casi cuatro metros. A veinte mil pies, sobrevolaba los arrozales buscando columnas o movimientos del Vietcong, a ochocientos kilómetros por hora; lanzándose en picada hasta nivelar al ras del suelo, batiendo la frondosa selva, con sus seis ametralladoras de doce coma siete. Se sentía poderoso e imbatible, inalcanzable, casi un dios, sobre aquellos seres pequeños, de míseras aldeas, que desde el aire se le hacían hormigas. Otras veces volaba con su escuadrón, rociando a baja altura con poderosos defoliantes químicos, grandes extensiones de selva; que por generaciones quedarían yertas, para hacer visibles las escurridizas marchas, de los estoicos: “Hijos del gran Khamer rojo”, que se amparaban bajo la tupida techumbre verde, en penosas caravanas, cargando a hombros, provisiones y pertrechos.
Pero lo más vívido, lo que marcó su vida para siempre, eran aquellos bombardeos incendiarios. Bombas prendidas bajo las alas, como tanques aerodinámicos, llenos del cóctel diabólico: gel sódico con gasolina, conocido como “napalm”; que desprendían, y al chocar el suelo, regaban quemantes llamaradas, que se desparramaban ardiéndolo todo. Si el enemigo estaba mimetizado en una aldea de campesinos, a veces bastaba sospecharlo; se las soltaba aliviando el vuelo, sobre el poblado y quienes estuvieran adentro: Khmer o campesinos. Campesinos, grandes o pequeños, familias enteras, arrasados por las llamas quemantes. Ardían indistintamente como antorchas, junto a sus chozas, bajo la horrible peste del fuego. Lejos, ya elevándose, veían correr, escapando del incendio, pequeñas figuras humanas, que sucumbían indefensas, como trágicas marionetas envueltas en llamas, retorciéndose en el suelo, en una dantesca danza horripilante; castigados por el solo hecho fortuito e impotente, de sobrevivir en un país desolado y maldito. Le parecía escuchar sus gritos inocentes y desgarrantes.
Misión tras misión, varias en la jornada.
Cumplían órdenes, e inconscientes de su arbitrio, solían agregarle, por si fuera poco; su propia cuota de odio y de desprecio…
De noche empezaron las pesadillas, donde se veía a sí mismo envuelto en esas llamas que no se apagan, que se adhieren y te achicharran. Escuchaba los gritos, y llantos de niños, Una estatua de fuego, de toda una aldea ardiendo, mientras helicópteros Hughes verde oliva, vuelan a metros, revolviendo la tétrica humareda sobre las llamas; y él una y otra vez, soltando más y más bombas malditas.
Despertaba sudoroso, asfixiado de terror.
Se fue enfermando de pánico; tenía alucinaciones, se veía él mismo en la macabra escena, como si fuese una de aquellas víctimas, impotente, revolviéndose ardiendo; y espantado jadeaba rogando: no sucumbir jamás de esa espantosa manera.
Durante años el fuego le significó el martirio de todos los días con sus noches.
El tiempo, y el regreso a su patria, fueron aquietándolo, y trató de vivir normalmente, buscando olvidar; de rehacer su vida más allá de aquel infierno. La sociedad los llenaba de gloria, tratándolos como héroes, aunque en su fuero interno, él sabía cosas que iba esconder para siempre, cosas que opacaban aquel dudoso heroísmo y mordían su conciencia.
Optó por callar y llevar esos crímenes a la tumba.
Vivía de su pensión de guerra, y abrazó a este hobby de volar por volar, por amor al viento, al cielo. Era una pasión, una terapia en el fondo; y la concreción de un sueño perdurable, que comenzó siendo niño.
Se crió a la par del auge de la aviación, en la preguerra de los cuarenta; y los hermanos Wright, eran para él, un hito, un símbolo glorioso. Adoraba los modelos a escala que construían con sus compañeros, y no se perdían ferias aéreas, o exhibiciones; donde pudieran ver de cerca, las máquinas verdaderas. Él tenía además un tío, al que adoraba, vivía en Kentucky; dueño de un pequeño doble ala amarillo, biplaza. “El Barón Rojo” decía en la trompa, bajo un logo de una galera, un bastón, y una cadena enlazando el conjunto, pintado en Rojo y contorneado en negro. Con él venía frecuentemente a la granja de la familia en Arkansas, al oeste de Little Rock. Eran días de ensueño, verlo, tocarlo: y mostrárselo a sus amigos…, que venían en tropel, tragándose la envidia inocente de niños. Y montar detrás de su tío, en el fuselaje abierto, volando sobre los sembrados, las casas, los caminos; bordear el río sobre los desplayados del Mississippi; sentir la brisa que le revolvía el pelo, escuchar sólo el trepidar de ese motor radial, tan estridente, sonándole como música celestial, en sus oídos entusiastas. El paisaje se transformaba: el río, los campos, las personas; todo era pequeño y fácil, como al alcance de la mano. Desde allí el mundo era más comprensible; se le ocurría que era dueño de todo.
_Tío Brad, ¿Por qué lo llamas Barón Rojo, si este es amarillo, y además es un biplano, y el del barón era un triplano?...,¿eh?_
El tío sonreía cómplice, mientras ambos empujaban el pequeño aparato cerca de la casa, y lo anclaban por debajo de las alas enteladas.
_¿Por qué? ¡Por qué sí, nada más!_ Y reía divertido.
Cuando John tuvo edad suficiente, se anotó en la fuerza aérea. Fue un piloto avanzado, y lo destinaron, junto con todo su escuadrón, a combatir en Vietnam. Eran los últimos tiempos de los motores convencionales, junto a los Advenger, y los Corsair de la Marina; apostados éstos en portaviones en el golfo de Tonkín en las cercanías de Da Nang, junto a los Panter, ya reactores. La era del jet estaba en plenitud, A los Mig 15 y 17 chinos, los combatían con los Sabre F86, F100, y más tarde llegaron los Gruman y los Phantom. Este superaba Mach2, dos veces la velocidad del sonido.
Pero lo excelso, lo irrepetible, fue el Mustang; el imbatible.
Un día sería dueño de uno; aunque fuera una réplica deportiva.
De vuelta, con un grupo de amigos, compraron un kit, versión accesible y se pusieron a trabajar, cada uno el tiempo que podía. Armarlo llevaría unas mil horas de tarea capacitada. Costó casi dos años terminarlo, inscribirlo, hacer pruebas en tierra, y todo lo que requirió, hasta que estuvo listo para el primer vuelo; pintado con franjas y colores deportivos. Bajo su larga nariz, llevaba ahora un motor lineal, diez veces menos potente que el de combate; y su hélice la mitad.
Ya no estaría artillado, no tendría que cargar blindajes, ni nada bélico, como bombas o tanques suplementarios. En origen, estos aviones llevaban el motor detrás del asiento del piloto, con eje de mando, y por el centro de la enorme hélice, asomaba un cañón calibre veinte. Requería entonces del compresor ventral de refrigeración. Ahora en realidad no necesitaba ese carenado en forma de buche; pero lo tenía para ser fiel al diseño, añadiéndole al grácil fuselaje, ese aspecto tan elegante y dinámico.
Hicieron cortos vuelos bajos, con giros y contra giros, ascensos y descensos, despegues y aterrizajes. Todo de maravillas. Planeaba como una pluma, respondía raudo, rumoroso… Querían bautizarlo y aún no se habían puesto de acuerdo; entretanto hoy sacaron el aparto del hangar, colorido y reluciente, listo para la prueba final, en mayor distancia y alta cota. John Fargus no llevaba oxígeno, no lo necesitaba por esos breves momentos, en la mayor altura, antes de descender a mil pies.
El avión se movió en una turbulencia, John, cayó de costado. Debió tocar llaves o palancas de control; ya que la cúpula de la cabina se abrió y salió disparada en el viento. El aire helado fue vital para que volviera a respirar, tosiendo y vomitando; Un milagro y volvió la vida; y sus labios lívidos se tornaron cálidos. Cuando recobró el sentido, el avión se movía como en un fuerte oleaje, ladeándose a uno y otro lado, zigzagueante, Detrás vio la densa estela de humo negro, el motor tosió entrecortado, y en un estertor final, lanzó afuera grandes llamaradas flameantes.
Antes que el fuego alcanzara la cabina, con fuerzas surgidas de repente, por la adrenalina del pánico, precisamente al fuego. Saltó al espacio y presto abrió su paracaídas; mientras el avión, incendiado iniciaba largos giros en caída lenta. Una y otra vez lo alcanzó el remolino de la nube, cada vez más densa y más ancha. Saliendo del humo podía ver a su Mustang yendo al suelo en giros más pequeños, hasta que en un tirabuzón final, se estrelló con un trueno, surgiendo de él un gigantesco hongo anaranjado.
La onda expansiva lo envolvió repentinamente, enredándolo contra la tela y las cuerdas de su propio paracaídas.
Se debatió y luchó aterrado, más sin lograr librarse de esa nefasta trampa, que le tendía diabólicamente el destino, y fue tragado por la turbulencia de la estela dejada por el avión en llamas; conduciéndolo finalmente a chocar contra el fuego de los restos fundentes, contra el Mustang en llamas.
Su último pensamiento lo llevó a los arrozales de Vietnam, a las aldeas incendiadas, a aquellas pequeñas figuras humanas, envueltas en las llamas pegadizas del napalm…
Una pérdida de aceite había iniciado el incipiente incendio, mientras una fuga imperceptible del escape, iba llenando la cabina hermética del letal monóxido de carbono.
Como una vieja película color sepia, su vida se tornó visible en un torbellino de imágenes. Hacía ya tanto tiempo, y sin embargo le parecía que ayer nomás, volaba en misiones de guerra sobre Vietnam. Volaba con su nuevo “Mustang P51H”, el último caza de motor a pistón, El “Cadillac de los cielos” motorizado ahora con un motor Merlín Mk de la Packard de 2200 HP, y hélice de cuatro anchas palas, de casi cuatro metros. A veinte mil pies, sobrevolaba los arrozales buscando columnas o movimientos del Vietcong, a ochocientos kilómetros por hora; lanzándose en picada hasta nivelar al ras del suelo, batiendo la frondosa selva, con sus seis ametralladoras de doce coma siete. Se sentía poderoso e imbatible, inalcanzable, casi un dios, sobre aquellos seres pequeños, de míseras aldeas, que desde el aire se le hacían hormigas. Otras veces volaba con su escuadrón, rociando a baja altura con poderosos defoliantes químicos, grandes extensiones de selva; que por generaciones quedarían yertas, para hacer visibles las escurridizas marchas, de los estoicos: “Hijos del gran Khamer rojo”, que se amparaban bajo la tupida techumbre verde, en penosas caravanas, cargando a hombros, provisiones y pertrechos.
Pero lo más vívido, lo que marcó su vida para siempre, eran aquellos bombardeos incendiarios. Bombas prendidas bajo las alas, como tanques aerodinámicos, llenos del cóctel diabólico: gel sódico con gasolina, conocido como “napalm”; que desprendían, y al chocar el suelo, regaban quemantes llamaradas, que se desparramaban ardiéndolo todo. Si el enemigo estaba mimetizado en una aldea de campesinos, a veces bastaba sospecharlo; se las soltaba aliviando el vuelo, sobre el poblado y quienes estuvieran adentro: Khmer o campesinos. Campesinos, grandes o pequeños, familias enteras, arrasados por las llamas quemantes. Ardían indistintamente como antorchas, junto a sus chozas, bajo la horrible peste del fuego. Lejos, ya elevándose, veían correr, escapando del incendio, pequeñas figuras humanas, que sucumbían indefensas, como trágicas marionetas envueltas en llamas, retorciéndose en el suelo, en una dantesca danza horripilante; castigados por el solo hecho fortuito e impotente, de sobrevivir en un país desolado y maldito. Le parecía escuchar sus gritos inocentes y desgarrantes.
Misión tras misión, varias en la jornada.
Cumplían órdenes, e inconscientes de su arbitrio, solían agregarle, por si fuera poco; su propia cuota de odio y de desprecio…
De noche empezaron las pesadillas, donde se veía a sí mismo envuelto en esas llamas que no se apagan, que se adhieren y te achicharran. Escuchaba los gritos, y llantos de niños, Una estatua de fuego, de toda una aldea ardiendo, mientras helicópteros Hughes verde oliva, vuelan a metros, revolviendo la tétrica humareda sobre las llamas; y él una y otra vez, soltando más y más bombas malditas.
Despertaba sudoroso, asfixiado de terror.
Se fue enfermando de pánico; tenía alucinaciones, se veía él mismo en la macabra escena, como si fuese una de aquellas víctimas, impotente, revolviéndose ardiendo; y espantado jadeaba rogando: no sucumbir jamás de esa espantosa manera.
Durante años el fuego le significó el martirio de todos los días con sus noches.
El tiempo, y el regreso a su patria, fueron aquietándolo, y trató de vivir normalmente, buscando olvidar; de rehacer su vida más allá de aquel infierno. La sociedad los llenaba de gloria, tratándolos como héroes, aunque en su fuero interno, él sabía cosas que iba esconder para siempre, cosas que opacaban aquel dudoso heroísmo y mordían su conciencia.
Optó por callar y llevar esos crímenes a la tumba.
Vivía de su pensión de guerra, y abrazó a este hobby de volar por volar, por amor al viento, al cielo. Era una pasión, una terapia en el fondo; y la concreción de un sueño perdurable, que comenzó siendo niño.
Se crió a la par del auge de la aviación, en la preguerra de los cuarenta; y los hermanos Wright, eran para él, un hito, un símbolo glorioso. Adoraba los modelos a escala que construían con sus compañeros, y no se perdían ferias aéreas, o exhibiciones; donde pudieran ver de cerca, las máquinas verdaderas. Él tenía además un tío, al que adoraba, vivía en Kentucky; dueño de un pequeño doble ala amarillo, biplaza. “El Barón Rojo” decía en la trompa, bajo un logo de una galera, un bastón, y una cadena enlazando el conjunto, pintado en Rojo y contorneado en negro. Con él venía frecuentemente a la granja de la familia en Arkansas, al oeste de Little Rock. Eran días de ensueño, verlo, tocarlo: y mostrárselo a sus amigos…, que venían en tropel, tragándose la envidia inocente de niños. Y montar detrás de su tío, en el fuselaje abierto, volando sobre los sembrados, las casas, los caminos; bordear el río sobre los desplayados del Mississippi; sentir la brisa que le revolvía el pelo, escuchar sólo el trepidar de ese motor radial, tan estridente, sonándole como música celestial, en sus oídos entusiastas. El paisaje se transformaba: el río, los campos, las personas; todo era pequeño y fácil, como al alcance de la mano. Desde allí el mundo era más comprensible; se le ocurría que era dueño de todo.
_Tío Brad, ¿Por qué lo llamas Barón Rojo, si este es amarillo, y además es un biplano, y el del barón era un triplano?...,¿eh?_
El tío sonreía cómplice, mientras ambos empujaban el pequeño aparato cerca de la casa, y lo anclaban por debajo de las alas enteladas.
_¿Por qué? ¡Por qué sí, nada más!_ Y reía divertido.
Cuando John tuvo edad suficiente, se anotó en la fuerza aérea. Fue un piloto avanzado, y lo destinaron, junto con todo su escuadrón, a combatir en Vietnam. Eran los últimos tiempos de los motores convencionales, junto a los Advenger, y los Corsair de la Marina; apostados éstos en portaviones en el golfo de Tonkín en las cercanías de Da Nang, junto a los Panter, ya reactores. La era del jet estaba en plenitud, A los Mig 15 y 17 chinos, los combatían con los Sabre F86, F100, y más tarde llegaron los Gruman y los Phantom. Este superaba Mach2, dos veces la velocidad del sonido.
Pero lo excelso, lo irrepetible, fue el Mustang; el imbatible.
Un día sería dueño de uno; aunque fuera una réplica deportiva.
De vuelta, con un grupo de amigos, compraron un kit, versión accesible y se pusieron a trabajar, cada uno el tiempo que podía. Armarlo llevaría unas mil horas de tarea capacitada. Costó casi dos años terminarlo, inscribirlo, hacer pruebas en tierra, y todo lo que requirió, hasta que estuvo listo para el primer vuelo; pintado con franjas y colores deportivos. Bajo su larga nariz, llevaba ahora un motor lineal, diez veces menos potente que el de combate; y su hélice la mitad.
Ya no estaría artillado, no tendría que cargar blindajes, ni nada bélico, como bombas o tanques suplementarios. En origen, estos aviones llevaban el motor detrás del asiento del piloto, con eje de mando, y por el centro de la enorme hélice, asomaba un cañón calibre veinte. Requería entonces del compresor ventral de refrigeración. Ahora en realidad no necesitaba ese carenado en forma de buche; pero lo tenía para ser fiel al diseño, añadiéndole al grácil fuselaje, ese aspecto tan elegante y dinámico.
Hicieron cortos vuelos bajos, con giros y contra giros, ascensos y descensos, despegues y aterrizajes. Todo de maravillas. Planeaba como una pluma, respondía raudo, rumoroso… Querían bautizarlo y aún no se habían puesto de acuerdo; entretanto hoy sacaron el aparto del hangar, colorido y reluciente, listo para la prueba final, en mayor distancia y alta cota. John Fargus no llevaba oxígeno, no lo necesitaba por esos breves momentos, en la mayor altura, antes de descender a mil pies.
El avión se movió en una turbulencia, John, cayó de costado. Debió tocar llaves o palancas de control; ya que la cúpula de la cabina se abrió y salió disparada en el viento. El aire helado fue vital para que volviera a respirar, tosiendo y vomitando; Un milagro y volvió la vida; y sus labios lívidos se tornaron cálidos. Cuando recobró el sentido, el avión se movía como en un fuerte oleaje, ladeándose a uno y otro lado, zigzagueante, Detrás vio la densa estela de humo negro, el motor tosió entrecortado, y en un estertor final, lanzó afuera grandes llamaradas flameantes.
Antes que el fuego alcanzara la cabina, con fuerzas surgidas de repente, por la adrenalina del pánico, precisamente al fuego. Saltó al espacio y presto abrió su paracaídas; mientras el avión, incendiado iniciaba largos giros en caída lenta. Una y otra vez lo alcanzó el remolino de la nube, cada vez más densa y más ancha. Saliendo del humo podía ver a su Mustang yendo al suelo en giros más pequeños, hasta que en un tirabuzón final, se estrelló con un trueno, surgiendo de él un gigantesco hongo anaranjado.
La onda expansiva lo envolvió repentinamente, enredándolo contra la tela y las cuerdas de su propio paracaídas.
Se debatió y luchó aterrado, más sin lograr librarse de esa nefasta trampa, que le tendía diabólicamente el destino, y fue tragado por la turbulencia de la estela dejada por el avión en llamas; conduciéndolo finalmente a chocar contra el fuego de los restos fundentes, contra el Mustang en llamas.
Su último pensamiento lo llevó a los arrozales de Vietnam, a las aldeas incendiadas, a aquellas pequeñas figuras humanas, envueltas en las llamas pegadizas del napalm…
FIN
-NOTA: el motor Mk era de la Rolls Royce, al final de la segunda guerra mundial, para el P51H, le
otorgó licencia a la fábrica Packard de EEUU.
-NOTA: el motor Mk era de la Rolls Royce, al final de la segunda guerra mundial, para el P51H, le
otorgó licencia a la fábrica Packard de EEUU.
*Texto incluido en La raíz del BAMBÚ. Edición de autor. Avellaneda. Santa Fe 2012
*
No me nombres
Solo siénteme
No gastes mi nombre para otros
Que se pueden llevar algo de mí
Y volarían mis velos de nostalgia
... Se abrirían mis alegrías
Y no se quien podría amarrárselas
No quiero que descubran mi pasión
Que es poema inmerso en la mar
Acaríciame con dulces ofrendas de vocablos
Infinitos y desmesurados, sin tiempo
Deja el reloj fijo en el instante
En la quietud de esta tarde de reencuentro
No importa tu figura ni tampoco la mía
Ni los años que han pasado
Tu llamado de tan lejos
Me ha acercado a lo más profundo de mi universo
Colmando de ansiedad y de amor
Que creí perdido
En este palpitar que me conmueve
Me he descubierto viva
No me nombres, no es necesario
El color de la vida es tan intenso
Y es el más puro secreto que tengo para darte.-
No gastes mi nombre para otros
Que se pueden llevar algo de mí
Y volarían mis velos de nostalgia
... Se abrirían mis alegrías
Y no se quien podría amarrárselas
No quiero que descubran mi pasión
Que es poema inmerso en la mar
Acaríciame con dulces ofrendas de vocablos
Infinitos y desmesurados, sin tiempo
Deja el reloj fijo en el instante
En la quietud de esta tarde de reencuentro
No importa tu figura ni tampoco la mía
Ni los años que han pasado
Tu llamado de tan lejos
Me ha acercado a lo más profundo de mi universo
Colmando de ansiedad y de amor
Que creí perdido
En este palpitar que me conmueve
Me he descubierto viva
No me nombres, no es necesario
El color de la vida es tan intenso
Y es el más puro secreto que tengo para darte.-
*De Azul. azulaki@hotmail.com
EL MAIZAL ENCANTADO*
*De Juan Carlos Cena. ferrocena2011@gmail.com
A Samuel Sánchez, por deslumbrarnos con sus invenciones.
Era como viajar entre dos murallones verdes, erectos y en permanente balanceo, sólo la faja negra del asfalto y nosotros rompíamos esa monotonía especial del maizal, que se unían allá, en los confines, con la traza del camino. Ni pájaros, ni cantos, ni trinos, ni zorrino cruzando la ruta, ni lagartijas aplastadas y secas, nada.
-¿Por estos lugares se vino a vivir el Cina-Cina?
-Si. No le quités la mirada al croquis, que en una de esas por charlar nos pasamos.
-Hay que tener ganas y no se qué en la cabeza, para elegir este paraje para vivir y decir, cuando te mandó el croquis o esa especie de semi mapa en la carta, que le encantaba el lugar. Vaya encanto.
-Lo que pasa que vos no lo conocés al Cina-Cina, es un tipo especial, ya vas a ver, te va a encantar.
-Pero debe ser de antaño, si era conocido del Porfirio, tu Viejo, y ya era nombrado, -insistía la mujer del Negro que viajaba incómoda y medio de prepo.
A pesar de los diálogos que mantenía con su mujer, el Negro se andaba rodeando de silencios, orillaba ese territorio, solo eso, por ahora; pensaba, y pensar así, orillando los silencios, era una señal no visible de que en cualquier momento se rajaba, no cualquiera, desde afuera, detectaba ese tránsito. Todo se mezclaba en el Negro, era un revoltijo de cosas pasadas, presentes, el devenir, como si una cinta transportadora los expusiera, cuestiones mixturadas con anhelos, frustraciones, interrogantes.
El silencio avanzaba. Rumiaba. Le molestaba la incomodidad de su mujer, no entendía nada. Decidió, por fin hablarle del Cina-Cina, en una de esas se calma y lo deja masticar los silencios tranquilo más tarde.
-Es un tipo especial, -comenzó- siempre lo fue. Lo conocí por los sesenta.
Se presentó en la oficinas Centrales del Ferrocarril Belgrano. De entrada, como pidiendo contraseña, me preguntó sí yo era hijo del Porfirio y sobrino del Cacho. Al responderle que sí, que lo era, dio media vuelta y se fue. Al rato regresó.
-Fui al mingitorio, no daba más. Tengo derecho a mear, y en definitiva prefiero pasar por guarango y no que se me reviente la vejiga, además, el aguantar te jode la próstata.
Se paró bien de frente a mi escritorio. Estaba trajeado, por esos tiempos fumaba, de piernas abiertas balanceaba el cuerpo, de manera que su badajo cayera a plomo, y se moviera libre. Se vestía como un ciudadano, pero era un tape (gaucho del noreste), la parada lo denunciaba. Me interrogó, preguntó
por mi viejo y mi Tío, sus amigos, eran amigos del pago, San Cristóbal, al norte de la provincia de Santa Fe. Vaya a saber desde cuando, la misma maestra, los tres ferroviarios. Yo escuchaba. Y lo seguí escuchando desde ese día siempre, en sus cuentos, narraciones, invenciones, en sus fantásticas mentiras; toda una cultura, donde se mezcla la imaginación del que escucha con la del que transmite, en su narración o cuento, y que es, seguramente, parte de la imaginación colectiva. El arte de escuchar y acumular, es primario al de inventar, es que por esos parajes, primero se aprende a escuchar y luego, cuando el escuchador se siente pleno habla, todo un encantamiento.
El Cina-Cina, anduvo y vivió por todos lados, se jubiló en Córdoba, se había hecho medio cordobés, pero seguía siendo un tape.
Enriqueció por esos aires su caja de cosas escuchadas, y en una de esas aparece en Mendoza. Los hijos lo convocaron con sabiduría, querían que sus descendientes, es decir, los nietos del Cina-Cina, aprehendieran cosas que sólo el sabía y podía contar.
-No debe ser para tanto, -dijo la mujer del Negro que se llamaba Isabel- debe ser medio charlatán, engrupidor y encima de andar chocheando; también, con los años que calza, como para no.
-Fíjate en el croquis no sea cosa que nos pasemos, el callejón tiene un cartel que dice: Estación El Maizal. -Mirá el nombre que le vino a poner al callejón, original.
-Lo volví a encontrar en tierras mendocinas. Estaba igual, -mi mujer me fastidiaba, así que decidí seguir hablando- parece que de noche dormía dentro de un tonel con grasa, ni una arruga, lisito, la misma percha, pero siempre tape; andaba medio incómodo con los menducos (mendocinos), no lo entendían, decía: -Fijate mi rutina, me levanto temprano, verdeo en la cocina, hojeo el diario "Los Andes", salgo a caminar, al regresar me dedico al jardín, a los pájaros -me miró y prosiguió, yo comenzaba a abrir la boca en trance de ser pitonizado- Les cambio el agua a los pájaros, es que les puse unos tarritos en las horquetas de los árboles junto a otros con alpiste, mijo, maíz partido, cuando termino la preparación ritual, les silbo y se desprenden de los álamos, aguaribay o los eucaliptos en bandadas y es una sinfónica de trinos; aunque yo esté encaramado todavía entre las ramas invaden el árbol, pasan por encima de mi osamenta y si tengo algún granito de suelto lo picotean, no se asustan. Eso sí, ellos esperan mi silbido y recién se largan como escuadrillas en picada. Me bajo, los miro, los escucho y me digo: -No tenés pajarera Cina-Cina... A veces se descuelga algún atrevido gorrión antes que los otros, lo reto, pero no se vuela, me mira con ese rostro plumudo y percibo sus gestos de avergonzado en el movimientos de sus
pequeñas plumas. El otro día, esperando al menduco que camina conmigo todas las mañana encontré a dos perros atorrantes meándome los rosales. Cuando salí por la puerta que da al patio, embocadura por donde mi mujer me indica que la mateada ha terminado y me raja, ya no me soporta, es el momento
cuando comienzo a volar con mis fantasías mañaneras, tantos años escuchando lo mismo, como para no. Bueno, decía que salía y es cuando sorprendo a dos perros callejeros con las patas levantadas meta mear. Me quedo quieto, por eso de que es muy jodido y hace mal interrumpir el meo de golpe, sea perro o
humano. Esperé. Bajaron la pata y salí. Se sorprendieron. Quisieron rajarse. Les grité:
¡Alto!, quedensé donde están. Se quedaron. Se acomodaron frente a mí, patas y manos abiertas, las cabezas medio gachas y con los ojos bien abiertos. Les dije y bien fuerte: se me sientan -se sentaron-, no les da vergüenza andar meando plantas ajenas, esos son mis rosales. Vean, vean como los cuido, tiene hasta un anillo de algodón en el tronco con DDT para las hormigas, ustedes vienen lo mean y a la mierda el DDT, las hormigas agradecidas, no me vengan con el verso de que quieren marcar territorio.
El menduco que camina todas las mañanas con el Cina-Cina presenciaba la escena desde la iniciación con la boca abierta, un rato más y se le llenaba de moscas. Los perros ante cada afirmación del Cina-Cina se miraban de reojo girando un poco el pescuezo, movían sus cejas, gruñían despacio pero escuchaban atentamente, con la cola tiesa.
-Yo nunca los agredí -proseguía el Cina-Cina-, ni les tiré piedras, ni les puse carne envenenada como algunos hijosdeputa de por aquí, que cuando los vi, fui y los putié, la recogí y la enterré, y ustedes vienen ahora y mean mis rosales, que sea la última vez, ahora tomensen el raje. Los chocos se pararon en posición normal, antes de girar contestaron con dos ladridos, esa fue la respuesta, saltaron el cerco de ligustrines y se perdieron por un callejón.
-He visto todo, -dijo el menduco- usted es igual que Esopo, habla con los animales.
-No, yo no soy igual, él escribió sobre animales, yo hablo con ellos, no se si catea cual es la diferencia.
-¿...?
-No me mire así compadre, entienda, todos somos animales, la diferencia está en la palabra, hay que entenderse, esa es la cuestión; algunos tienen plumas, otros ladran, otros tienen escamas y viven en el agua, yo estoy parado, tomo mate y camino con usted. Digo, ¿comprenderán estos plumudos o
ladradores porqué salgo a caminar con usted?, Yo todavía no, pero, a pesar de todo, lo espero todas las mañanas.
-Al otro día, no se porque cuestión, salgo más temprano al jardín, hago la rutina, regreso a la cocina a tomarme otro verde, estaba fresco, el Tunpungatito enviaba un aire seco. Uno veía desde donde yo vivía, Chacras de Coria, el recorte del cerro precordillerano, azul, muy azul. Cuando estaba adentro siento unos ladridos, salgo y veo, los dos perros atorrantes en medio de la calle, me ven, dan dos ladridos más y corren hasta dos enorme eucaliptos, levantan la pata y lo mean, arañan la tierra con las manos, dos
ladridos más, esta vez si mueven la cola, y se van lo más campantes por el callejón.
-Hasta más ver, les contesté, nos vamos entendiendo. Entré de nuevo a la casa, busqué una palangana vieja de aluminio, la llené de agua y la coloqué debajo del eucalipto meado, donde marcaron su territorio.
-¿Eso te contó el Cina-Cina ese? Vos, seguro que lo escuchaste embobado, y te imaginaste perro o pájaro, menos mal que no habló de lagartijas o de iguanas, ya te veo con la cola larga...
Es mi mujer, no es mala, pero no entiende, es una urbana que no comprende que detrás de ese mundo masivo hay otro, distinto y hermoso, pensaba para adentro el Negro, como iniciando un camino. Al hablar de esa forma, la Isabel, daba la sensación de que un pequeño temor la iba penetrando; debía
ser por la convocatoria del Cina-Cina, el maizal y por él mismo, ya que para ella era un desconocido. El temor a sentirse desprotegida, digo, porque la conozco. Es que uno al vivir en esas inmensas ciudades y educado en ellas, cree ser poseedor de grandes y pequeños pensamientos, pero uno no se da
cuenta que no son de uno, sino de la multitud que cree ciegamente en las fuerzas de las instituciones y de su moral, y no percibe el poder de policía de esas instituciones que te moldean el pensamiento y tu opinión a través de la supuesta protección. Por eso, el valor, la compostura, la confianza, las
emociones y los principios están regidos por esa urbanidad que el mismo hombre ha creado para defender sus intereses. Por eso la existencia de Isabel y de otros, y la mía, -a pesar de haber vivido en zonas rurales, y haber sido educado con sus maneras- en las grandes urbes se vuelve insignificante y se puede vivir únicamente dentro la compleja organización de las multitudes organizadas. Por eso el sólo contacto con la naturaleza, a Isabel, le producía súbitas y profundas inquietudes en su corazón. Es que uno se siente solo, aislado de su especie urbana, a ésto se le suma la percepción de soledad, sus propios pensamientos y las sensaciones urbanas que lo abandonan, porque por aquí, por estos parajes, son inútiles. A la negación de lo habitual, que es lo seguro, se añade la afirmación de lo inusual que es lo peligroso. Miraba a Isabel de soslayo y la veía en franca transformación, un rictus distinto aparecía, duro y profundo. Comencé a aflijirme. No sea cosa que por mis locuras encantadas arruine a la otra
persona que vive conmigo, que es mi mujer, pero que no entiende algunas cuestiones. El paisaje le era extraño, hostil, a lo que se le sumaba, la desconocida personalidad del Cina-Cina.
-Este monte de maíz..
-No es un monte, -le contesté.
-Bosque de...
-Tampoco es un bosque.
-¿Entonces, qué es?
-Un maizal, eso, un maizal.
-¿...?
-El maizal es compacto, uniforme, no tiene lugares ralos, es disciplinado, nacen casi todos los granos al mismo tiempo, sus penachos se mecen como una danza, no es un mar verde y tiene una gran vida interior, es silencioso a las brisas, es una de las plantas más antiguas de América. Guarda en sus entrañas toda la sabiduría de las civilizaciones pasadas y seguía con mis desvaríos.
-Parece que vos fueras de maíz. Mirá que hay que tener ganas de venir a vivir en medio de un maizal en la soledad más absoluta, sin televisión, sin vecinos, ni cine, ni teatro, ni revistas...
-Fíjate en el croquis no sea que nos pasemos...
-No nos vamos a pasar, vamos a llegar. Hace horas que vamos dentro de este callejón de maíz. Vos fíjate en la ruta y en los caminos de la izquierda. Se conversaba, como una distracción. Ella era cada vez más consciente de que todo se volvía inexplicable, al maizal misterioso lo sentía, y esa sensación la hacía insignificante. Una fuerte inquietud avanzaba sobre Isabel, más, sabía por el tiempo que en cualquier momento aparecería el cartel que diría: Estación El Maizal. Venía de muy lejos y sentía cada vez más la aprehensión de desamparo, impresión que nunca había avistado en su mundo interior, y la presunción de que una misteriosa vida albergaba en el maizal. El Negro se tornaba cada vez más silencioso, observaba mortificado el asfalto y el maizal. Sabía que el Cina-Cina enfrentó este cambio con entereza, a pesar de ser un tape hecho y derecho. Enfrentarse con la naturaleza, aunque sólo sean problemas materiales, exige una cuota mayor de coraje y serenidad de espíritu. Ellos dos eran incapaces de una lucha semejantes, venían de otro lado. De otra sociedad, que por otras razones, no de ternura precisamente, había cuidado de ambos prohibiéndole todo pensamiento independiente, toda iniciativa, toda desviación de rutina. Solo podían seguir viviendo a condición de ser como máquinas. Y ahora libres, en medio de un maizal inacabable, no sabían como utilizar su libertad, su verdadera libertad. Sus facultades urbanas no funcionaban, eran inútiles, no detentaban otras, y cuando aparecía el desamparo, no sabían qué hacer. Todo ocurría en silencio. Los dos, al no tener práctica, eran incapaces de pensar por sí mismos, de balbucear un pensamiento nuevo. La aflicción ante lo desconocido los iba abrumando, los hacía impenetrables, aunque en forma desigual. Una especie de arrepentimiento invadía al Negro por arrastrar a la Isabel a esta locura de ver al Cina-Cina. Es que la carta invitación más el croquis los había encantado, era como una expedición de esas que se ven en las películas, que ni hormigas hay en el campamento, donde Deborah Kerr se pasea envuelta en gasas, Steward Granger de botas limpias y lustrosas y presume a la pelirroja y un negro les sirve un whisky con hielo, (¿hielo?).
Aquí por el momento no había hormigas, pero los rodeaba una soledad verde del carajo. Iban cada vez más adentro en ese mar de especulaciones, no había contención alguna.
-El cartel, -gritó Isabel- el cartel, doblá, doblá...
Encararon por el callejón de tierra negra, apretada por el peso de los carruajes de llantas de hierro, cóncava, huellas secas. Aquí sí apareció la vida, pájaros revoloteando, cuises corriendo de orilla a orilla, espantados por el ruido del traqueteo de la camioneta; de pronto, la aparición sorpresiva de algún campesino saliendo del interior del maizal como si fuera un desprendimiento, saludaba con el machete en una mano y con la otra hacía flamear un manojo de maloja, estaba desyuyando los surcos. Otros, les hacían señas de que más allá estaba la Estación, como si supieran que ellos vendrían...
La tranquera era un paso a nivel, como Dios manda, con la barrera y el gancho para el farol, los contrapesos y una campana como llamador. Pintada de negro y amarillo como dios manda, o mandaba. Los privados le cambiaron el color.
El Cina-Cina estaba ahí, sonriente, acicalado, lustroso, con su camperita de cuero, parado a lo tape, con el badajo al medio sintiendo el balanceo en el entrepiernas, los recibió con un abrazo de aquellos, bien apretado, lleno de gusto; sin soltarme le dio la mano a Isabel en forma reverencial, bien a lo tape, respetuoso, los invitó a trasponer el paso a nivel, digo, la tranquera.
-Mi señora nos espera, está desde esta mañana temprano metida en la cocina, no quiere que falte nada. Pasemos, yo voy en la bici, son como doscientos metros hasta la casa. Desde lejos se veía a la estación partida en dos en forma longitudinal, se recortaba sobre el verde maizal que daba al norte;
todo era bien nítido, un andén, las palancas de las señales, una balanza para pesar encomiendas, una carretilla para llevar equipaje, campana, dos faroles de barreras y otros enseres. Todo me intrigaba a medida que íbamos cruzando el cuadro de la estación. Al llegar vi dos letreros, uno en cada costado, Estación El Maizal, recién pintados, con letras y medidas reglamentarias.
Una parte del edificio era la estación, el otro, es decir la otra mitad, la casa donde vivía el Cina-Cina. Los ladridos de los perros alertaron a la señora de Cina-Cina que salió refregándose las manos en un repasador.
-Pasen, pasen, refresquensén un poco, en el baño hay agua limpia y fresca, hay una palangana y toallas, apuren, la mesa está servida. Todo pasaba repentino, como si el tiempo se acelerara. La palangana enlozada como los viejos baños de los coches dormitorios, con el contorno labrado con espigas
de trigo en relieve, y en el fondo, una dama envuelta en gasas o una rosa gigante, toallero, inodoro, ducha, era un baño ferroviario; al ver esto me dije y muy afligido, que algo desconocido y no tanto, aparecería. A pesar de ser ferroviario, presagiaba que se venía un viaje fantástico, digo: viaje, porque uno siempre viaja y sabe de los misterios que guarda el tren y lo que lo rodea, es la alienación del ferroviario, incurables.
Isabel, poco a poco entró en la cocina, se preocupó de los aromas nuevos e ingredientes. Lo miré al Cina-Cina, movía la cabeza y éste me respondió con una sonrisa de tape ladino, como diciendo: después viene lo mejor. Comimos humita en chala, choclos asados, otros hervidos, sopa de crema de maíz, un corderito con ensalada de granos de choclos y porotos, todo bien regado. El Cina-Cina ante mi llegada se había pertrechado de un buen vino. Era la ocasión, se festejaban años de amistad y de reencuentros. La
sensación de soledad fue mermando con la presencia de esta gente, el rostro de Isabel mejoraba, pero a mí me entraba otra intriga, despacio, como un puñal de hielo.
El Cina-Cina sonreía. Esperaba el tape, eran sus tiempos, llenos de pausas, en cambio los míos estaban cargados de ansiedad ciudadana. Años cargando comportamientos tabulados, llevándolos a cabo como si fueran propios, personales, opinaba y creía que mi opinión era original, inteligente, independiente; pero no, opinaba como el aparato de la sociedad estipulaba, decía las mismas boludeces que todos pronunciaban y votaba al candidato de todos, aunque portara otro apellido, que lo parió. Estaba libre de toda atadura y no sabía que hacer con mis manos libres. Liberadas. Con Isabel no sabíamos, éramos incapaces de poner en funcionamiento los mecanismos de la verdadera libertad, que estaba allí, en medio de un maizal. Éramos la inutilidad urbana.
Se durmió la siesta, digo, ellos, yo despierto y elucubrando sobre como el Cina-Cina había superado el cambio de la ciudad al campo, y me preguntaba, ¿qué fuerza interior lo empujó y determinó que ése era su lugar? Cuántos interrogantes. El Cina-Cina dormía. Viejo apodo que le venía de niño. Mi viejo comentaba que era tan flaco que se le asomaban los huesos por la piel como espina de cina-cina, un arbusto espinudo. Yo no sé bien si era de San Cristóbal, pero podía haber nacido por ahí cerca, Huanqueros, Ñanducita, Ceres, porque mi viejo nació en San Cristóbal pero mi abuela Elena, que era
toba, lo anotó en Ceres y por las dudas, porque no se acordaba bien, lo anotó también en San Cristóbal, en Ceres como Pedro Alejo y en San Cristóbal como Porfirio. De grande mi viejo eligió, se quedó con el Porfirio, éste tenía historias. También era contador de historias de ajenas, propias, inventadas, mentirosas y de las que raye, era de la zona, por donde dicen , anduvieron mucho los andaluces. Me arrullé pensando en mi viejo; se mezclaba el sueño, el Cina-Cina, el Porfirio, el maizal y me inquietaban las reacciones de Isabel. Siesteamos, luego mateamos, y empezó un largo viaje narrativo del Cina-Cina ante una pregunta, que él ya esperaba.
-No me llevaba con los menducos, no son mala gente, sólo que no me llevaba, sólo éso. Conversé con ella y rumbié para Buenos Aires. Fui a ver a tus amigos de la Administración de los Ferrocarriles, los que manejan los inmuebles, y como estaban vendiendo de todo, escuché que se vendían estaciones, ¿estaciones? ¡qué los parió! Me atendieron bien. Algunas la tienen las municipalidades, funcionan como oficinas de turismo, otras son museos, las conservan y las han arreglado, otras son criadores de chanchos, otras no las quiere nadie, otras se venden por dos mangos.
-El Negro me dijo que ustedes me aconsejaran.
-Bueno, mirá, aquí hay una que se vende con el cuadro de estación y todo, de barrera a barrera, es mucho terreno. -Macanudo, ¿cuánto vale?
-Casi nada, el precio es simbólico, es casi nada.
-¿Cómo que simbólico?.
-Si, tiene la estación partida, partida por la mitad, en forma longitudinal, hay que arreglarla. Mirá el plano. Está cerca de la Estación Monte Maíz, en medio de un maizal, se te puede hacer llegar luz eléctrica como tenía antes.
-¿Por qué se partió la estación? -fue la pregunta de rigor del Cina-Cina.
-A esa estación la construyeron los ingleses. Aquí cargaban la cosecha del maíz, trigo, cebada; todo el cuadro de estación era un lugar de acopio, en tiempos de recolección era un gigantesco campamento de cosechadores, crotos, linyeras bohemios que no eran otros que anarquistas sembrando sus ideas.
Hacían representaciones teatrales con sus conjuntos filodramáticos, donde actuaban los cosechadores y participaban en la construcción de los guiones para la obra. Cuando fueron a construirla se encontraron con un gigantesco magín...
-¿Qué es una magín?
-Es un inmenso agujero en la tierra, más grande que una vizcachera, algunos tienen fin otros no. Por el medio pasaba la traza de la vía, pero los constructores, creyendo que era peligroso la corrieron y en su lugar edificaron la estación con una base antisísmica, es decir un encofrado de cemento y ladrillo bajo tierra, por medio de este sistema construyeron la estación. En cambio si el tren lo atravesaba, por su estrépito y vibración podía hundirse, por eso desplazaron la traza, para evitar accidentes.
-Sí, pero no me dicen porque se partió longitudinalmente y no transversalmente la estación, eso es lo que quiero saber. Sino, no la compro.
-Nadie lo sabe, solo se sabe que justo por entre los dos edificios pasaba el viejo diseño de traza, entre ellos cabe el gálibo de un vagón de trocha ancha... Aquí el Cina-Cina sospechó. Esto no es cosa de humanos simples, aquí anda el duendaje suelto. Esto es cosa de ellos, están volviendo, y no es casual que yo esté justo con estos planos, en este lugar y que me haya enviado el Negro, no, no es casual.
-La compro, hagan el recibo. Todos sonrieron. Mas sospechó el Cina-Cina del duendaje, se habían soltado, era tiempo. Vine a verla, estaba derruida, la medí con los pasos, trancos largos, pedazos de cañas añadidas, me asomé al magín, y me dije aquí me quedo. Otro se hubiera rajado. Un sulky esperaba
con paciencia, su dueño le aflojó el freno al matungo para que pastoreara, mientras observaba, no se le escapó ni uno de mis movimientos. Regresé al pueblo y le envié un telegrama a mi mujer: empacá todo, que el Ñato te haga la mudanza, encontré el lugar. Y aquí estamos, disfrutando de la naturaleza.
Reparé los edificios, los peones de por aquí me ayudaron, cavaron alrededor del magín, corrieron la Estación con rollizo de troncos, ya que se podía desplazar, la calzamos y como ves, le hicimos un andén. Desde Buenos Aires me enviaron una mesa de auxiliar, un manipulador para el telégrafo, el teléfono de pared y el aparato stays para colocar la vía libre, los arcos para dársela a los maquinistas, el mueble portaboletos, un fechador, en fin, como ves está completa.
Lo miraba y lo miraba al Cina-
A Samuel Sánchez, por deslumbrarnos con sus invenciones.
Era como viajar entre dos murallones verdes, erectos y en permanente balanceo, sólo la faja negra del asfalto y nosotros rompíamos esa monotonía especial del maizal, que se unían allá, en los confines, con la traza del camino. Ni pájaros, ni cantos, ni trinos, ni zorrino cruzando la ruta, ni lagartijas aplastadas y secas, nada.
-¿Por estos lugares se vino a vivir el Cina-Cina?
-Si. No le quités la mirada al croquis, que en una de esas por charlar nos pasamos.
-Hay que tener ganas y no se qué en la cabeza, para elegir este paraje para vivir y decir, cuando te mandó el croquis o esa especie de semi mapa en la carta, que le encantaba el lugar. Vaya encanto.
-Lo que pasa que vos no lo conocés al Cina-Cina, es un tipo especial, ya vas a ver, te va a encantar.
-Pero debe ser de antaño, si era conocido del Porfirio, tu Viejo, y ya era nombrado, -insistía la mujer del Negro que viajaba incómoda y medio de prepo.
A pesar de los diálogos que mantenía con su mujer, el Negro se andaba rodeando de silencios, orillaba ese territorio, solo eso, por ahora; pensaba, y pensar así, orillando los silencios, era una señal no visible de que en cualquier momento se rajaba, no cualquiera, desde afuera, detectaba ese tránsito. Todo se mezclaba en el Negro, era un revoltijo de cosas pasadas, presentes, el devenir, como si una cinta transportadora los expusiera, cuestiones mixturadas con anhelos, frustraciones, interrogantes.
El silencio avanzaba. Rumiaba. Le molestaba la incomodidad de su mujer, no entendía nada. Decidió, por fin hablarle del Cina-Cina, en una de esas se calma y lo deja masticar los silencios tranquilo más tarde.
-Es un tipo especial, -comenzó- siempre lo fue. Lo conocí por los sesenta.
Se presentó en la oficinas Centrales del Ferrocarril Belgrano. De entrada, como pidiendo contraseña, me preguntó sí yo era hijo del Porfirio y sobrino del Cacho. Al responderle que sí, que lo era, dio media vuelta y se fue. Al rato regresó.
-Fui al mingitorio, no daba más. Tengo derecho a mear, y en definitiva prefiero pasar por guarango y no que se me reviente la vejiga, además, el aguantar te jode la próstata.
Se paró bien de frente a mi escritorio. Estaba trajeado, por esos tiempos fumaba, de piernas abiertas balanceaba el cuerpo, de manera que su badajo cayera a plomo, y se moviera libre. Se vestía como un ciudadano, pero era un tape (gaucho del noreste), la parada lo denunciaba. Me interrogó, preguntó
por mi viejo y mi Tío, sus amigos, eran amigos del pago, San Cristóbal, al norte de la provincia de Santa Fe. Vaya a saber desde cuando, la misma maestra, los tres ferroviarios. Yo escuchaba. Y lo seguí escuchando desde ese día siempre, en sus cuentos, narraciones, invenciones, en sus fantásticas mentiras; toda una cultura, donde se mezcla la imaginación del que escucha con la del que transmite, en su narración o cuento, y que es, seguramente, parte de la imaginación colectiva. El arte de escuchar y acumular, es primario al de inventar, es que por esos parajes, primero se aprende a escuchar y luego, cuando el escuchador se siente pleno habla, todo un encantamiento.
El Cina-Cina, anduvo y vivió por todos lados, se jubiló en Córdoba, se había hecho medio cordobés, pero seguía siendo un tape.
Enriqueció por esos aires su caja de cosas escuchadas, y en una de esas aparece en Mendoza. Los hijos lo convocaron con sabiduría, querían que sus descendientes, es decir, los nietos del Cina-Cina, aprehendieran cosas que sólo el sabía y podía contar.
-No debe ser para tanto, -dijo la mujer del Negro que se llamaba Isabel- debe ser medio charlatán, engrupidor y encima de andar chocheando; también, con los años que calza, como para no.
-Fíjate en el croquis no sea cosa que nos pasemos, el callejón tiene un cartel que dice: Estación El Maizal. -Mirá el nombre que le vino a poner al callejón, original.
-Lo volví a encontrar en tierras mendocinas. Estaba igual, -mi mujer me fastidiaba, así que decidí seguir hablando- parece que de noche dormía dentro de un tonel con grasa, ni una arruga, lisito, la misma percha, pero siempre tape; andaba medio incómodo con los menducos (mendocinos), no lo entendían, decía: -Fijate mi rutina, me levanto temprano, verdeo en la cocina, hojeo el diario "Los Andes", salgo a caminar, al regresar me dedico al jardín, a los pájaros -me miró y prosiguió, yo comenzaba a abrir la boca en trance de ser pitonizado- Les cambio el agua a los pájaros, es que les puse unos tarritos en las horquetas de los árboles junto a otros con alpiste, mijo, maíz partido, cuando termino la preparación ritual, les silbo y se desprenden de los álamos, aguaribay o los eucaliptos en bandadas y es una sinfónica de trinos; aunque yo esté encaramado todavía entre las ramas invaden el árbol, pasan por encima de mi osamenta y si tengo algún granito de suelto lo picotean, no se asustan. Eso sí, ellos esperan mi silbido y recién se largan como escuadrillas en picada. Me bajo, los miro, los escucho y me digo: -No tenés pajarera Cina-Cina... A veces se descuelga algún atrevido gorrión antes que los otros, lo reto, pero no se vuela, me mira con ese rostro plumudo y percibo sus gestos de avergonzado en el movimientos de sus
pequeñas plumas. El otro día, esperando al menduco que camina conmigo todas las mañana encontré a dos perros atorrantes meándome los rosales. Cuando salí por la puerta que da al patio, embocadura por donde mi mujer me indica que la mateada ha terminado y me raja, ya no me soporta, es el momento
cuando comienzo a volar con mis fantasías mañaneras, tantos años escuchando lo mismo, como para no. Bueno, decía que salía y es cuando sorprendo a dos perros callejeros con las patas levantadas meta mear. Me quedo quieto, por eso de que es muy jodido y hace mal interrumpir el meo de golpe, sea perro o
humano. Esperé. Bajaron la pata y salí. Se sorprendieron. Quisieron rajarse. Les grité:
¡Alto!, quedensé donde están. Se quedaron. Se acomodaron frente a mí, patas y manos abiertas, las cabezas medio gachas y con los ojos bien abiertos. Les dije y bien fuerte: se me sientan -se sentaron-, no les da vergüenza andar meando plantas ajenas, esos son mis rosales. Vean, vean como los cuido, tiene hasta un anillo de algodón en el tronco con DDT para las hormigas, ustedes vienen lo mean y a la mierda el DDT, las hormigas agradecidas, no me vengan con el verso de que quieren marcar territorio.
El menduco que camina todas las mañanas con el Cina-Cina presenciaba la escena desde la iniciación con la boca abierta, un rato más y se le llenaba de moscas. Los perros ante cada afirmación del Cina-Cina se miraban de reojo girando un poco el pescuezo, movían sus cejas, gruñían despacio pero escuchaban atentamente, con la cola tiesa.
-Yo nunca los agredí -proseguía el Cina-Cina-, ni les tiré piedras, ni les puse carne envenenada como algunos hijosdeputa de por aquí, que cuando los vi, fui y los putié, la recogí y la enterré, y ustedes vienen ahora y mean mis rosales, que sea la última vez, ahora tomensen el raje. Los chocos se pararon en posición normal, antes de girar contestaron con dos ladridos, esa fue la respuesta, saltaron el cerco de ligustrines y se perdieron por un callejón.
-He visto todo, -dijo el menduco- usted es igual que Esopo, habla con los animales.
-No, yo no soy igual, él escribió sobre animales, yo hablo con ellos, no se si catea cual es la diferencia.
-¿...?
-No me mire así compadre, entienda, todos somos animales, la diferencia está en la palabra, hay que entenderse, esa es la cuestión; algunos tienen plumas, otros ladran, otros tienen escamas y viven en el agua, yo estoy parado, tomo mate y camino con usted. Digo, ¿comprenderán estos plumudos o
ladradores porqué salgo a caminar con usted?, Yo todavía no, pero, a pesar de todo, lo espero todas las mañanas.
-Al otro día, no se porque cuestión, salgo más temprano al jardín, hago la rutina, regreso a la cocina a tomarme otro verde, estaba fresco, el Tunpungatito enviaba un aire seco. Uno veía desde donde yo vivía, Chacras de Coria, el recorte del cerro precordillerano, azul, muy azul. Cuando estaba adentro siento unos ladridos, salgo y veo, los dos perros atorrantes en medio de la calle, me ven, dan dos ladridos más y corren hasta dos enorme eucaliptos, levantan la pata y lo mean, arañan la tierra con las manos, dos
ladridos más, esta vez si mueven la cola, y se van lo más campantes por el callejón.
-Hasta más ver, les contesté, nos vamos entendiendo. Entré de nuevo a la casa, busqué una palangana vieja de aluminio, la llené de agua y la coloqué debajo del eucalipto meado, donde marcaron su territorio.
-¿Eso te contó el Cina-Cina ese? Vos, seguro que lo escuchaste embobado, y te imaginaste perro o pájaro, menos mal que no habló de lagartijas o de iguanas, ya te veo con la cola larga...
Es mi mujer, no es mala, pero no entiende, es una urbana que no comprende que detrás de ese mundo masivo hay otro, distinto y hermoso, pensaba para adentro el Negro, como iniciando un camino. Al hablar de esa forma, la Isabel, daba la sensación de que un pequeño temor la iba penetrando; debía
ser por la convocatoria del Cina-Cina, el maizal y por él mismo, ya que para ella era un desconocido. El temor a sentirse desprotegida, digo, porque la conozco. Es que uno al vivir en esas inmensas ciudades y educado en ellas, cree ser poseedor de grandes y pequeños pensamientos, pero uno no se da
cuenta que no son de uno, sino de la multitud que cree ciegamente en las fuerzas de las instituciones y de su moral, y no percibe el poder de policía de esas instituciones que te moldean el pensamiento y tu opinión a través de la supuesta protección. Por eso, el valor, la compostura, la confianza, las
emociones y los principios están regidos por esa urbanidad que el mismo hombre ha creado para defender sus intereses. Por eso la existencia de Isabel y de otros, y la mía, -a pesar de haber vivido en zonas rurales, y haber sido educado con sus maneras- en las grandes urbes se vuelve insignificante y se puede vivir únicamente dentro la compleja organización de las multitudes organizadas. Por eso el sólo contacto con la naturaleza, a Isabel, le producía súbitas y profundas inquietudes en su corazón. Es que uno se siente solo, aislado de su especie urbana, a ésto se le suma la percepción de soledad, sus propios pensamientos y las sensaciones urbanas que lo abandonan, porque por aquí, por estos parajes, son inútiles. A la negación de lo habitual, que es lo seguro, se añade la afirmación de lo inusual que es lo peligroso. Miraba a Isabel de soslayo y la veía en franca transformación, un rictus distinto aparecía, duro y profundo. Comencé a aflijirme. No sea cosa que por mis locuras encantadas arruine a la otra
persona que vive conmigo, que es mi mujer, pero que no entiende algunas cuestiones. El paisaje le era extraño, hostil, a lo que se le sumaba, la desconocida personalidad del Cina-Cina.
-Este monte de maíz..
-No es un monte, -le contesté.
-Bosque de...
-Tampoco es un bosque.
-¿Entonces, qué es?
-Un maizal, eso, un maizal.
-¿...?
-El maizal es compacto, uniforme, no tiene lugares ralos, es disciplinado, nacen casi todos los granos al mismo tiempo, sus penachos se mecen como una danza, no es un mar verde y tiene una gran vida interior, es silencioso a las brisas, es una de las plantas más antiguas de América. Guarda en sus entrañas toda la sabiduría de las civilizaciones pasadas y seguía con mis desvaríos.
-Parece que vos fueras de maíz. Mirá que hay que tener ganas de venir a vivir en medio de un maizal en la soledad más absoluta, sin televisión, sin vecinos, ni cine, ni teatro, ni revistas...
-Fíjate en el croquis no sea que nos pasemos...
-No nos vamos a pasar, vamos a llegar. Hace horas que vamos dentro de este callejón de maíz. Vos fíjate en la ruta y en los caminos de la izquierda. Se conversaba, como una distracción. Ella era cada vez más consciente de que todo se volvía inexplicable, al maizal misterioso lo sentía, y esa sensación la hacía insignificante. Una fuerte inquietud avanzaba sobre Isabel, más, sabía por el tiempo que en cualquier momento aparecería el cartel que diría: Estación El Maizal. Venía de muy lejos y sentía cada vez más la aprehensión de desamparo, impresión que nunca había avistado en su mundo interior, y la presunción de que una misteriosa vida albergaba en el maizal. El Negro se tornaba cada vez más silencioso, observaba mortificado el asfalto y el maizal. Sabía que el Cina-Cina enfrentó este cambio con entereza, a pesar de ser un tape hecho y derecho. Enfrentarse con la naturaleza, aunque sólo sean problemas materiales, exige una cuota mayor de coraje y serenidad de espíritu. Ellos dos eran incapaces de una lucha semejantes, venían de otro lado. De otra sociedad, que por otras razones, no de ternura precisamente, había cuidado de ambos prohibiéndole todo pensamiento independiente, toda iniciativa, toda desviación de rutina. Solo podían seguir viviendo a condición de ser como máquinas. Y ahora libres, en medio de un maizal inacabable, no sabían como utilizar su libertad, su verdadera libertad. Sus facultades urbanas no funcionaban, eran inútiles, no detentaban otras, y cuando aparecía el desamparo, no sabían qué hacer. Todo ocurría en silencio. Los dos, al no tener práctica, eran incapaces de pensar por sí mismos, de balbucear un pensamiento nuevo. La aflicción ante lo desconocido los iba abrumando, los hacía impenetrables, aunque en forma desigual. Una especie de arrepentimiento invadía al Negro por arrastrar a la Isabel a esta locura de ver al Cina-Cina. Es que la carta invitación más el croquis los había encantado, era como una expedición de esas que se ven en las películas, que ni hormigas hay en el campamento, donde Deborah Kerr se pasea envuelta en gasas, Steward Granger de botas limpias y lustrosas y presume a la pelirroja y un negro les sirve un whisky con hielo, (¿hielo?).
Aquí por el momento no había hormigas, pero los rodeaba una soledad verde del carajo. Iban cada vez más adentro en ese mar de especulaciones, no había contención alguna.
-El cartel, -gritó Isabel- el cartel, doblá, doblá...
Encararon por el callejón de tierra negra, apretada por el peso de los carruajes de llantas de hierro, cóncava, huellas secas. Aquí sí apareció la vida, pájaros revoloteando, cuises corriendo de orilla a orilla, espantados por el ruido del traqueteo de la camioneta; de pronto, la aparición sorpresiva de algún campesino saliendo del interior del maizal como si fuera un desprendimiento, saludaba con el machete en una mano y con la otra hacía flamear un manojo de maloja, estaba desyuyando los surcos. Otros, les hacían señas de que más allá estaba la Estación, como si supieran que ellos vendrían...
La tranquera era un paso a nivel, como Dios manda, con la barrera y el gancho para el farol, los contrapesos y una campana como llamador. Pintada de negro y amarillo como dios manda, o mandaba. Los privados le cambiaron el color.
El Cina-Cina estaba ahí, sonriente, acicalado, lustroso, con su camperita de cuero, parado a lo tape, con el badajo al medio sintiendo el balanceo en el entrepiernas, los recibió con un abrazo de aquellos, bien apretado, lleno de gusto; sin soltarme le dio la mano a Isabel en forma reverencial, bien a lo tape, respetuoso, los invitó a trasponer el paso a nivel, digo, la tranquera.
-Mi señora nos espera, está desde esta mañana temprano metida en la cocina, no quiere que falte nada. Pasemos, yo voy en la bici, son como doscientos metros hasta la casa. Desde lejos se veía a la estación partida en dos en forma longitudinal, se recortaba sobre el verde maizal que daba al norte;
todo era bien nítido, un andén, las palancas de las señales, una balanza para pesar encomiendas, una carretilla para llevar equipaje, campana, dos faroles de barreras y otros enseres. Todo me intrigaba a medida que íbamos cruzando el cuadro de la estación. Al llegar vi dos letreros, uno en cada costado, Estación El Maizal, recién pintados, con letras y medidas reglamentarias.
Una parte del edificio era la estación, el otro, es decir la otra mitad, la casa donde vivía el Cina-Cina. Los ladridos de los perros alertaron a la señora de Cina-Cina que salió refregándose las manos en un repasador.
-Pasen, pasen, refresquensén un poco, en el baño hay agua limpia y fresca, hay una palangana y toallas, apuren, la mesa está servida. Todo pasaba repentino, como si el tiempo se acelerara. La palangana enlozada como los viejos baños de los coches dormitorios, con el contorno labrado con espigas
de trigo en relieve, y en el fondo, una dama envuelta en gasas o una rosa gigante, toallero, inodoro, ducha, era un baño ferroviario; al ver esto me dije y muy afligido, que algo desconocido y no tanto, aparecería. A pesar de ser ferroviario, presagiaba que se venía un viaje fantástico, digo: viaje, porque uno siempre viaja y sabe de los misterios que guarda el tren y lo que lo rodea, es la alienación del ferroviario, incurables.
Isabel, poco a poco entró en la cocina, se preocupó de los aromas nuevos e ingredientes. Lo miré al Cina-Cina, movía la cabeza y éste me respondió con una sonrisa de tape ladino, como diciendo: después viene lo mejor. Comimos humita en chala, choclos asados, otros hervidos, sopa de crema de maíz, un corderito con ensalada de granos de choclos y porotos, todo bien regado. El Cina-Cina ante mi llegada se había pertrechado de un buen vino. Era la ocasión, se festejaban años de amistad y de reencuentros. La
sensación de soledad fue mermando con la presencia de esta gente, el rostro de Isabel mejoraba, pero a mí me entraba otra intriga, despacio, como un puñal de hielo.
El Cina-Cina sonreía. Esperaba el tape, eran sus tiempos, llenos de pausas, en cambio los míos estaban cargados de ansiedad ciudadana. Años cargando comportamientos tabulados, llevándolos a cabo como si fueran propios, personales, opinaba y creía que mi opinión era original, inteligente, independiente; pero no, opinaba como el aparato de la sociedad estipulaba, decía las mismas boludeces que todos pronunciaban y votaba al candidato de todos, aunque portara otro apellido, que lo parió. Estaba libre de toda atadura y no sabía que hacer con mis manos libres. Liberadas. Con Isabel no sabíamos, éramos incapaces de poner en funcionamiento los mecanismos de la verdadera libertad, que estaba allí, en medio de un maizal. Éramos la inutilidad urbana.
Se durmió la siesta, digo, ellos, yo despierto y elucubrando sobre como el Cina-Cina había superado el cambio de la ciudad al campo, y me preguntaba, ¿qué fuerza interior lo empujó y determinó que ése era su lugar? Cuántos interrogantes. El Cina-Cina dormía. Viejo apodo que le venía de niño. Mi viejo comentaba que era tan flaco que se le asomaban los huesos por la piel como espina de cina-cina, un arbusto espinudo. Yo no sé bien si era de San Cristóbal, pero podía haber nacido por ahí cerca, Huanqueros, Ñanducita, Ceres, porque mi viejo nació en San Cristóbal pero mi abuela Elena, que era
toba, lo anotó en Ceres y por las dudas, porque no se acordaba bien, lo anotó también en San Cristóbal, en Ceres como Pedro Alejo y en San Cristóbal como Porfirio. De grande mi viejo eligió, se quedó con el Porfirio, éste tenía historias. También era contador de historias de ajenas, propias, inventadas, mentirosas y de las que raye, era de la zona, por donde dicen , anduvieron mucho los andaluces. Me arrullé pensando en mi viejo; se mezclaba el sueño, el Cina-Cina, el Porfirio, el maizal y me inquietaban las reacciones de Isabel. Siesteamos, luego mateamos, y empezó un largo viaje narrativo del Cina-Cina ante una pregunta, que él ya esperaba.
-No me llevaba con los menducos, no son mala gente, sólo que no me llevaba, sólo éso. Conversé con ella y rumbié para Buenos Aires. Fui a ver a tus amigos de la Administración de los Ferrocarriles, los que manejan los inmuebles, y como estaban vendiendo de todo, escuché que se vendían estaciones, ¿estaciones? ¡qué los parió! Me atendieron bien. Algunas la tienen las municipalidades, funcionan como oficinas de turismo, otras son museos, las conservan y las han arreglado, otras son criadores de chanchos, otras no las quiere nadie, otras se venden por dos mangos.
-El Negro me dijo que ustedes me aconsejaran.
-Bueno, mirá, aquí hay una que se vende con el cuadro de estación y todo, de barrera a barrera, es mucho terreno. -Macanudo, ¿cuánto vale?
-Casi nada, el precio es simbólico, es casi nada.
-¿Cómo que simbólico?.
-Si, tiene la estación partida, partida por la mitad, en forma longitudinal, hay que arreglarla. Mirá el plano. Está cerca de la Estación Monte Maíz, en medio de un maizal, se te puede hacer llegar luz eléctrica como tenía antes.
-¿Por qué se partió la estación? -fue la pregunta de rigor del Cina-Cina.
-A esa estación la construyeron los ingleses. Aquí cargaban la cosecha del maíz, trigo, cebada; todo el cuadro de estación era un lugar de acopio, en tiempos de recolección era un gigantesco campamento de cosechadores, crotos, linyeras bohemios que no eran otros que anarquistas sembrando sus ideas.
Hacían representaciones teatrales con sus conjuntos filodramáticos, donde actuaban los cosechadores y participaban en la construcción de los guiones para la obra. Cuando fueron a construirla se encontraron con un gigantesco magín...
-¿Qué es una magín?
-Es un inmenso agujero en la tierra, más grande que una vizcachera, algunos tienen fin otros no. Por el medio pasaba la traza de la vía, pero los constructores, creyendo que era peligroso la corrieron y en su lugar edificaron la estación con una base antisísmica, es decir un encofrado de cemento y ladrillo bajo tierra, por medio de este sistema construyeron la estación. En cambio si el tren lo atravesaba, por su estrépito y vibración podía hundirse, por eso desplazaron la traza, para evitar accidentes.
-Sí, pero no me dicen porque se partió longitudinalmente y no transversalmente la estación, eso es lo que quiero saber. Sino, no la compro.
-Nadie lo sabe, solo se sabe que justo por entre los dos edificios pasaba el viejo diseño de traza, entre ellos cabe el gálibo de un vagón de trocha ancha... Aquí el Cina-Cina sospechó. Esto no es cosa de humanos simples, aquí anda el duendaje suelto. Esto es cosa de ellos, están volviendo, y no es casual que yo esté justo con estos planos, en este lugar y que me haya enviado el Negro, no, no es casual.
-La compro, hagan el recibo. Todos sonrieron. Mas sospechó el Cina-Cina del duendaje, se habían soltado, era tiempo. Vine a verla, estaba derruida, la medí con los pasos, trancos largos, pedazos de cañas añadidas, me asomé al magín, y me dije aquí me quedo. Otro se hubiera rajado. Un sulky esperaba
con paciencia, su dueño le aflojó el freno al matungo para que pastoreara, mientras observaba, no se le escapó ni uno de mis movimientos. Regresé al pueblo y le envié un telegrama a mi mujer: empacá todo, que el Ñato te haga la mudanza, encontré el lugar. Y aquí estamos, disfrutando de la naturaleza.
Reparé los edificios, los peones de por aquí me ayudaron, cavaron alrededor del magín, corrieron la Estación con rollizo de troncos, ya que se podía desplazar, la calzamos y como ves, le hicimos un andén. Desde Buenos Aires me enviaron una mesa de auxiliar, un manipulador para el telégrafo, el teléfono de pared y el aparato stays para colocar la vía libre, los arcos para dársela a los maquinistas, el mueble portaboletos, un fechador, en fin, como ves está completa.
Lo miraba y lo miraba al Cina-
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