*Ilustración:
Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu
HISTORIAS*
Poesía Haiku
Lento balbuceo
agitan las historias
que nacen solas.
Entre neblina
el otoño grisáceo
se nos esfuma.
Palabras sueltas
se toman de la mano,
forman cadenas.
El río se duerme
en la cuna tibia
de los recuerdos
Poesía Haiku
Lento balbuceo
agitan las historias
que nacen solas.
Entre neblina
el otoño grisáceo
se nos esfuma.
Palabras sueltas
se toman de la mano,
forman cadenas.
El río se duerme
en la cuna tibia
de los recuerdos
*De
Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar
Algo que parecía
amor*
Observé en esa
tarde tranquila
Cuando estaba tendida al sol a
Unas mariposas naranjas que se acercaban
silenciosamente a unas flores del mismo color
Percibí el aroma del cálido sonido de sus alas
La brisa de azul celeste me transportaba
En una rueda multicolor y
Comencé a soñar que era la única dueña
de ese maravilloso paisaje de luces y perfumes
Luego vi la sonrisa amable que cubría al señor
Que me despedía
Sintiendo que el camino de vuelta al hogar
Se hacía más liviano y fresco
Llegué a la entrada del garaje
Y me topé con un guiño simpático
Y seductor de un vecino que ni se su nombre
Entré a casa en un estado de expansión
Y risueña sentí
Algo que parecía amor.-
Cuando estaba tendida al sol a
Unas mariposas naranjas que se acercaban
silenciosamente a unas flores del mismo color
Percibí el aroma del cálido sonido de sus alas
La brisa de azul celeste me transportaba
En una rueda multicolor y
Comencé a soñar que era la única dueña
de ese maravilloso paisaje de luces y perfumes
Luego vi la sonrisa amable que cubría al señor
Que me despedía
Sintiendo que el camino de vuelta al hogar
Se hacía más liviano y fresco
Llegué a la entrada del garaje
Y me topé con un guiño simpático
Y seductor de un vecino que ni se su nombre
Entré a casa en un estado de expansión
Y risueña sentí
Algo que parecía amor.-
*De
Azul. azulaki@hotmail.com
EL PODER DE LA
MÚSICA*
La niña llegó temprano ese día y, como de costumbre, cogió su
caja de música y le dio cuerda, la colocó en la mesa y se echó a la cama a
descansar un rato.
En la mesa se encontraba una lagartija, la cual se acercó a la caja, absorta al sentir lo hermoso de la música. Se acercó más y acarició la madera, mientras sentía la armonía vibrar en sus patas. Por un segundo, mientras tocaba las paredes y sentía la melodía, experimentó el amor.
No se percató de que la caja se encontraba muy al borde y, al tocarla, ésta cayó. El impacto la hizo pedazos. En el breve lapso del viaje de la caja por los aires, la lagartija se percató de que se encontraba parada en dos patas y se hallaba razonando. Caminó un paso en posición vertical y gritó, desde el fondo de su mente: “¡Soy humana, soy humana!”
El estruendo de la caída de la caja despertó a la niña. La lagartija la vio. Al instante se colocó nuevamente en cuatro patas y, como toda buena lagartija, se escabulló por la pared hacia su agujero.
En la mesa se encontraba una lagartija, la cual se acercó a la caja, absorta al sentir lo hermoso de la música. Se acercó más y acarició la madera, mientras sentía la armonía vibrar en sus patas. Por un segundo, mientras tocaba las paredes y sentía la melodía, experimentó el amor.
No se percató de que la caja se encontraba muy al borde y, al tocarla, ésta cayó. El impacto la hizo pedazos. En el breve lapso del viaje de la caja por los aires, la lagartija se percató de que se encontraba parada en dos patas y se hallaba razonando. Caminó un paso en posición vertical y gritó, desde el fondo de su mente: “¡Soy humana, soy humana!”
El estruendo de la caída de la caja despertó a la niña. La lagartija la vio. Al instante se colocó nuevamente en cuatro patas y, como toda buena lagartija, se escabulló por la pared hacia su agujero.
*De Ray
Respall.
A los 13 años
A los 13 años
PAYASO DE
SOIRÉE*
*De
Sergio Laignelet
Saltando la
cuerda
al compás de la música
entra el payaso en el escenario
frente al público
se quita la nariz de bola
y la gorguera
rodea su cuello con la soga
y tira de los lados
en ese instante
saca la lengua
al compás de la música
entra el payaso en el escenario
frente al público
se quita la nariz de bola
y la gorguera
rodea su cuello con la soga
y tira de los lados
en ese instante
saca la lengua
-Sergio
Laignelet (Colombia, 1969). El poeta ha publicado: Malas lenguas
(Bogotá, 2005) y Cuentos sin hadas (Islas Canarias, 2010). Textos suyos han sido
incluidos en las antologías: El vuelo diabólico (Bogotá, 1999), Poesía
iberoamericana contemporánea (Bogotá, 2005), Ante el espejo (Madrid, 2008), El
poeta esteta (Madrid, 2010) y Nada es igual después de la poesía (La Laguna,
2010). Es también antólogo de un libro de poemas de gatos. Como invitado ha
participado en festivales de literatura y poesía en Colombia, Uruguay, Argentina
y España.
*
Puede que haya un espacio
en el que guardar las palabras.
Puede que sea un secreto
que queden allí guardadas.
Puede que nadie conozca
... lo escondidas que se hallan.
Puede que nadie comprenda
que deben estar guardadas.
Soy dueño de mis silencios
pero no lo soy de mi alma.
en el que guardar las palabras.
Puede que sea un secreto
que queden allí guardadas.
Puede que nadie conozca
... lo escondidas que se hallan.
Puede que nadie comprenda
que deben estar guardadas.
Soy dueño de mis silencios
pero no lo soy de mi alma.
*de Joan
Mateu. joan@cimat.es
De la vieja
Suiza*
Mientras corto, prolija, las rodajas de pan que había sobrado
estos últimosdías, la cocina se inunda del aroma de la manteca en la sartén. Uno
a uno voy dorando los redondeles mientras por la ventana del departamento, se
desliza el anémico sol invernal.
En una ollita está hirviendo un buen vino tinto con el azúcar de un desbordado tazón y dos preciosas y enigmáticas ramitas de canela. Disuelvo cuidadosamente tres gordas cucharadas de harina en una taza de agua y la agrego a la pócima de vino, convirtiendo todo en una inquietante jalea del color de las violetas. Acomodo los dorados pancitos en una fuente honda y les zampo la crema caliente. Primero se resisten, pero, luego, alertados del perfume y sabor del regalo, van absorbiendo, conformando un exquisito Budín
de pan borracho.
¡Que rico, el postre de la Oma!
-Dirán mis niños, mientras guardan sus útiles escolares.
Y volverán, rápido, a sus vasos de leche y al dulce trozo que les espera.
Sé que por aquí cerca, un duende menudo e inquieto, de blanco rodete y ojos celestes, detendrá su andar y sonreirá feliz.
Su nieta, como su madre allá en las montañas suizas, gozaba en recibir a sus pequeños con aquel dulce. Ya no recordaba como lo llamaba, el idioma natal se escapó tras la nebulosa de los años, pero el olorcito la atraía del más allá, y compartía en espíritu la reunión familiar. Mientras recogía las migas, una tibia brisa olor a manzana y lavanda rozó mi cara.
Chau, Oma, ya nos encontraremos, lo sé, estarás sentada en aquel sillón de mimbre leyendo, debajo del limonero.
Espérame.
En una ollita está hirviendo un buen vino tinto con el azúcar de un desbordado tazón y dos preciosas y enigmáticas ramitas de canela. Disuelvo cuidadosamente tres gordas cucharadas de harina en una taza de agua y la agrego a la pócima de vino, convirtiendo todo en una inquietante jalea del color de las violetas. Acomodo los dorados pancitos en una fuente honda y les zampo la crema caliente. Primero se resisten, pero, luego, alertados del perfume y sabor del regalo, van absorbiendo, conformando un exquisito Budín
de pan borracho.
¡Que rico, el postre de la Oma!
-Dirán mis niños, mientras guardan sus útiles escolares.
Y volverán, rápido, a sus vasos de leche y al dulce trozo que les espera.
Sé que por aquí cerca, un duende menudo e inquieto, de blanco rodete y ojos celestes, detendrá su andar y sonreirá feliz.
Su nieta, como su madre allá en las montañas suizas, gozaba en recibir a sus pequeños con aquel dulce. Ya no recordaba como lo llamaba, el idioma natal se escapó tras la nebulosa de los años, pero el olorcito la atraía del más allá, y compartía en espíritu la reunión familiar. Mientras recogía las migas, una tibia brisa olor a manzana y lavanda rozó mi cara.
Chau, Oma, ya nos encontraremos, lo sé, estarás sentada en aquel sillón de mimbre leyendo, debajo del limonero.
Espérame.
Dedicado a mi bisabuela Elizabetta Haas
*De Elsa Hufschmid. elsifumi@yahoo.com.ar
EVOCACIÓN DE LA TIERRA
MEDIA*
When Bilbo opened his eyes, he wondered if he had.
The Hobbit
J. R. R. Tolkien
Soñoliento, el sol se iba tras las colinas.
Las hogueras comenzaban a llenar los agujeros negros
Dejados por el éxodo de la claridad.
Enormes mariposas sobrevolaban los rosales.
El trigo, al ser mecido por el viento,
Generaba una melodía plena de nostalgia.
Alguien se preparaba para contar una antigua romanza
Con palabras siempre nuevas.
Al calor de las llamaradas, nos prestábamos a escucharle
Con oídos siempre nuevos.
Una historia es como un río: irrepetible,
Única,
Aunque cambie de nombre al pasar de pueblo en pueblo.
Pensé: "Si pudiese retener una imagen
Eterna en mis pupilas, sería ésta.
Si me fuera dado elegir el momento
Para abandonar el mundo, sería
Este atardecer perfecto, rodeado de alas,
rosas, trigo, brisa,
De palabras en fuga al compás de la danza de las flamas".
Cerré los ojos, aspiré el humo de mi pipa.
Y los abrí naciendo en esta vida.
*De Marié Rojas.
When Bilbo opened his eyes, he wondered if he had.
The Hobbit
J. R. R. Tolkien
Soñoliento, el sol se iba tras las colinas.
Las hogueras comenzaban a llenar los agujeros negros
Dejados por el éxodo de la claridad.
Enormes mariposas sobrevolaban los rosales.
El trigo, al ser mecido por el viento,
Generaba una melodía plena de nostalgia.
Alguien se preparaba para contar una antigua romanza
Con palabras siempre nuevas.
Al calor de las llamaradas, nos prestábamos a escucharle
Con oídos siempre nuevos.
Una historia es como un río: irrepetible,
Única,
Aunque cambie de nombre al pasar de pueblo en pueblo.
Pensé: "Si pudiese retener una imagen
Eterna en mis pupilas, sería ésta.
Si me fuera dado elegir el momento
Para abandonar el mundo, sería
Este atardecer perfecto, rodeado de alas,
rosas, trigo, brisa,
De palabras en fuga al compás de la danza de las flamas".
Cerré los ojos, aspiré el humo de mi pipa.
Y los abrí naciendo en esta vida.
*De Marié Rojas.
-La Habana.
Cuba.
Sicilia*
El sonido del idioma en el que cuando era chica,
se decía lo que nunca sabré.
El teatro de títeres
donde sólo hombres,
seguían la lucha de los caballeros
como si estuvieran en el Luna Park.
Y algún lugar, donde en algún pasado
sábanas blancas mostraban
el trofeo de la pequeña sangre enjaulada.
...Y los azahares..
...Y el mar hacia donde todo se encamina.
El sonido del idioma en el que cuando era chica,
se decía lo que nunca sabré.
El teatro de títeres
donde sólo hombres,
seguían la lucha de los caballeros
como si estuvieran en el Luna Park.
Y algún lugar, donde en algún pasado
sábanas blancas mostraban
el trofeo de la pequeña sangre enjaulada.
...Y los azahares..
...Y el mar hacia donde todo se encamina.
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@
DE GRANDES Y PEQUEÑAS
LLUVIAS*
Entonces vi caer
la lluvia violenta, como grandes hilachas de sábana líquida.
Caía sobre el campo mudo, con una violencia desmedida y corría desde la canaleta del techo con un chorro interminable y potente sobre el patio de ladrillos brillantes.
El ruido sobre la galería de chapas era ensordecedor, pero grato. Nunca supe qué insondables misterios nos mueven –algo oscuro, arcaico- cuando en esa soledad sentimos lo que debió el primer hombre que la observó atónito, atemorizado desde la boca de la caverna.
Los anillos caían hasta juntarse en el jardín llevándose las hojas secas, las pequeñas hierbas, los pétalos caídos del rosal que la madre cuidaba.
Los teros, guarecidos bajo el ceibo troncoso, espinudo, hacían coraza con sus plumas acostumbradas desde siempre a la intemperie.
Las gallinas -pensé- buscarán refugio arracimándose bajo esas tres coposas plantas de granada, viendo pasar indiferentes un brilloso ejército de sapos, únicos seres contentos con este diluvio.
Lo bueno vendría al escampe, cuando reunidos sin previa cita en la esquina de esa cortada rica en gramillas, estrenaríamos los extraños barcos que fabricábamos con restos de maderas, corchos o cualquier otra materia flotante.
La lluvia sin embargo nos ponía contentos. Andar descalzos entre el barro que prometía porrazos a cada tranco no omitía las carreras al costado del hondo zanjón donde las improvisadas embarcaciones competían tratando de llegar a la otra esquina donde se juntaban varios desaguaderos hacia el canal y los campos.
Ganar una competencia no dependía tanto de la habilidad para armar un objeto más o menos flotante solamente, sino de otras muchas razones, como ser el azar de la corriente o una mata imprevista o inoportuna de gramilla que la fatalidad pusiera en el camino (ese camino de agua transitoriamente tumultuosa).
Quitar el barquichuelo, posarlo nuevamente en el centro del cauce era perder el tiempo y puntaje, porque se consideraba una trampa elegir el centro rápido de la corriente para ganar el tiempo perdido.
De todos modos la ansiedad nos ponía incansables y era cosa de volver a empezar luego de la primera carrera, volviendo al punto de partida, esa curva donde el agua venía con una fuerza considerable.
Muy pocas veces parábamos y era para saltar el cerco de tejido y espinas de la quinta de don Clemente Gerlo y hurtarle alguna fruta para la merienda. Ninguna otra fruta tuvo en la vida el sabor inigualable de aquéllas que le sacábamos al pobre italiano que vivía de esa magra venta por las calles indiferentes del pueblo.
¿Qué sadismo especial, qué inoportuna travesura nos hacía robarle frutas a ese pobre hombre que vivía con su mujer –doña Marianna- en esa humilde casa hecha de sombras y sombras de recuerdos y de olvidos de una península cada vez más lejana?. No lo sé.
Tal vez –lo digo para defender a aquellos niños de entonces- la propia inocencia nos hacía tan crueles.
Cuánta maldad inocente cometimos en esas vandálicas incursiones, que a veces –muy pocas- se organizaban de forma más “científica”. Y era, entrando de a uno para llenar los bolsillos y repartir luego equitativamente. O más bien diremos, casi equitativamente, porque se sabe que el riesgo es como una victoria que no da derechos pero sí prebendas.
Bueno, eso creo yo, porque además nosotros aún no habíamos leído La guerra de las Galias.
Esa actitud, o mejor esa actividad de pequeños depredadores nos ponía siempre en desventaja con respecto a las acciones futuras, ya que una infidencia a los padres nos valdría una paliza. ¡Y qué palizas pegaban los padres de entonces!.
De todos modos la tentación era grande y lo peor es que esas mismas frutas estaban en nuestras casas, pero como el lector sabe, no tenían el mismo sabor que las que le hurtábamos al pobre don Clemente.
Esas brevas goteando su miel delicada, dulce y ambarina. Esas naranjas con su jugo para la extenuación de los juegos, esas tunas tan ricas y pulposas, los melones que sonaban contra el suelo y una vez partido era el elixir amarillo seccionando en dos las siestas caniculares de diciembre.
Y en invierno era la delatadora mandarina, sus cáscaras que tirábamos en el hueco musgoso de las alcantarillas que no guardaban el grillo cantor de la noche.
Pero los días de lluvia tenían un encanto muy particular, porque tal vez vendrían mis primas con una fuente repleta de empanadas que hacía tía Ita, tan buena. O mi madre reinando entre hojaldres y azúcares nos pondría pronto en la cima más extática del mundo: en la perfección y la armonía que ya perdimos para siempre: esos pastelitos de dulces membrillescos, con su poca o su abundosa azúcar impalpable caída como nievecilla preciada.
En el ámbito de la pequeña y humosa cocina donde la Istilart Nº 1 consumía sus marlos blanquísimos o su leño seco de acacia y déle crepitar aventando los malos humores que podrían sobrevolar en esas tardes de reunión holgazana en la humilde vivienda de mi más humilde familia.
Convoco hoy ese espacio -único, impoluto, irrepetible- tal vez para parapetarme del caos del tiempo, de la corrosión de los años y para que este recuerdo sea una moneda brillante entre el barro que nos tapa las paredes del alma.
*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
Caía sobre el campo mudo, con una violencia desmedida y corría desde la canaleta del techo con un chorro interminable y potente sobre el patio de ladrillos brillantes.
El ruido sobre la galería de chapas era ensordecedor, pero grato. Nunca supe qué insondables misterios nos mueven –algo oscuro, arcaico- cuando en esa soledad sentimos lo que debió el primer hombre que la observó atónito, atemorizado desde la boca de la caverna.
Los anillos caían hasta juntarse en el jardín llevándose las hojas secas, las pequeñas hierbas, los pétalos caídos del rosal que la madre cuidaba.
Los teros, guarecidos bajo el ceibo troncoso, espinudo, hacían coraza con sus plumas acostumbradas desde siempre a la intemperie.
Las gallinas -pensé- buscarán refugio arracimándose bajo esas tres coposas plantas de granada, viendo pasar indiferentes un brilloso ejército de sapos, únicos seres contentos con este diluvio.
Lo bueno vendría al escampe, cuando reunidos sin previa cita en la esquina de esa cortada rica en gramillas, estrenaríamos los extraños barcos que fabricábamos con restos de maderas, corchos o cualquier otra materia flotante.
La lluvia sin embargo nos ponía contentos. Andar descalzos entre el barro que prometía porrazos a cada tranco no omitía las carreras al costado del hondo zanjón donde las improvisadas embarcaciones competían tratando de llegar a la otra esquina donde se juntaban varios desaguaderos hacia el canal y los campos.
Ganar una competencia no dependía tanto de la habilidad para armar un objeto más o menos flotante solamente, sino de otras muchas razones, como ser el azar de la corriente o una mata imprevista o inoportuna de gramilla que la fatalidad pusiera en el camino (ese camino de agua transitoriamente tumultuosa).
Quitar el barquichuelo, posarlo nuevamente en el centro del cauce era perder el tiempo y puntaje, porque se consideraba una trampa elegir el centro rápido de la corriente para ganar el tiempo perdido.
De todos modos la ansiedad nos ponía incansables y era cosa de volver a empezar luego de la primera carrera, volviendo al punto de partida, esa curva donde el agua venía con una fuerza considerable.
Muy pocas veces parábamos y era para saltar el cerco de tejido y espinas de la quinta de don Clemente Gerlo y hurtarle alguna fruta para la merienda. Ninguna otra fruta tuvo en la vida el sabor inigualable de aquéllas que le sacábamos al pobre italiano que vivía de esa magra venta por las calles indiferentes del pueblo.
¿Qué sadismo especial, qué inoportuna travesura nos hacía robarle frutas a ese pobre hombre que vivía con su mujer –doña Marianna- en esa humilde casa hecha de sombras y sombras de recuerdos y de olvidos de una península cada vez más lejana?. No lo sé.
Tal vez –lo digo para defender a aquellos niños de entonces- la propia inocencia nos hacía tan crueles.
Cuánta maldad inocente cometimos en esas vandálicas incursiones, que a veces –muy pocas- se organizaban de forma más “científica”. Y era, entrando de a uno para llenar los bolsillos y repartir luego equitativamente. O más bien diremos, casi equitativamente, porque se sabe que el riesgo es como una victoria que no da derechos pero sí prebendas.
Bueno, eso creo yo, porque además nosotros aún no habíamos leído La guerra de las Galias.
Esa actitud, o mejor esa actividad de pequeños depredadores nos ponía siempre en desventaja con respecto a las acciones futuras, ya que una infidencia a los padres nos valdría una paliza. ¡Y qué palizas pegaban los padres de entonces!.
De todos modos la tentación era grande y lo peor es que esas mismas frutas estaban en nuestras casas, pero como el lector sabe, no tenían el mismo sabor que las que le hurtábamos al pobre don Clemente.
Esas brevas goteando su miel delicada, dulce y ambarina. Esas naranjas con su jugo para la extenuación de los juegos, esas tunas tan ricas y pulposas, los melones que sonaban contra el suelo y una vez partido era el elixir amarillo seccionando en dos las siestas caniculares de diciembre.
Y en invierno era la delatadora mandarina, sus cáscaras que tirábamos en el hueco musgoso de las alcantarillas que no guardaban el grillo cantor de la noche.
Pero los días de lluvia tenían un encanto muy particular, porque tal vez vendrían mis primas con una fuente repleta de empanadas que hacía tía Ita, tan buena. O mi madre reinando entre hojaldres y azúcares nos pondría pronto en la cima más extática del mundo: en la perfección y la armonía que ya perdimos para siempre: esos pastelitos de dulces membrillescos, con su poca o su abundosa azúcar impalpable caída como nievecilla preciada.
En el ámbito de la pequeña y humosa cocina donde la Istilart Nº 1 consumía sus marlos blanquísimos o su leño seco de acacia y déle crepitar aventando los malos humores que podrían sobrevolar en esas tardes de reunión holgazana en la humilde vivienda de mi más humilde familia.
Convoco hoy ese espacio -único, impoluto, irrepetible- tal vez para parapetarme del caos del tiempo, de la corrosión de los años y para que este recuerdo sea una moneda brillante entre el barro que nos tapa las paredes del alma.
*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
El mejor
regalo*
A ella le
preguntaron cual era su mejor regalo.
No era una mujer que le deslumbraran mucho los obsequios suntuosos y caros.
Se puso a recordar brevemente y emergió su más preciado legado: una lámpara antigua que tiene en su cúpula un paisaje pintado que heredara de su familia.
Todas las noches la enciende y la mira desplegar sus rayos de tonos violáceos y rosados, que no tienen un precio determinado.
En ese contorno de luz, solo ella perpetúa las caricias de su abuela.
No era una mujer que le deslumbraran mucho los obsequios suntuosos y caros.
Se puso a recordar brevemente y emergió su más preciado legado: una lámpara antigua que tiene en su cúpula un paisaje pintado que heredara de su familia.
Todas las noches la enciende y la mira desplegar sus rayos de tonos violáceos y rosados, que no tienen un precio determinado.
En ese contorno de luz, solo ella perpetúa las caricias de su abuela.
*De
Azul. azulaki@hotmail.com
-
6/4/12
TIERRA ASENTADA*
Me cuenta Miguel lo que otros contaron, que es una forma de homenaje a los narradores, a lo narrado, a la memoria que se derrite como el hielo en verano, que se esfuma, que tiende a desaparecer.
Y me cuenta Miguel que le contó Antonio que su padre, brazos en jarra frente al mar, le dijo "qué lecos está mi casa", italiano frente al mar, italiano frente al océano, frente a la inmensidad del espacio pero más del tiempo. "Qué lecos está mi casa", y le aclara "mi casa de la infancia". Todo un mar, señor Cali, todo un mar entre su Italia y la América.
Y cuenta Miguel que su amiga Inés le dijo una historia, me imagino historia contada a media voz, historia de sobremesa, cuando la luz he decaído, la emoción florece y los vellos sutiles propenden a erizarse frente a lo intangible, a lo tan real que se puede tocar con esos, los dedos verdaderos del comprender por completo.
Inés le contó a Miguel que su mamá llamó a un taxi, le dio la dirección de su casa para volver a ella, y el taxista comprobó que la casa a la que la señora quería dirigirse era esa de la cual había salido recién para tomar el taxi. Sería, me imagino, la casa de la infancia. Pero ella no quería volver a esta casa presente, a esta casa donde ella es vieja y su hija ya no juega ni llora con las rodillas raspadas. Ella no quiere esta casa repintada, transformada, con gentes distintas a fuerza de calendarios y sucesos y vida
que transcurre. Ella quiere volver a su casa de la infancia.
El océano del tiempo la separa de esa casa de fantasmas. Cómo podría ser esta casa la casa de la infancia, si aquí papá no está, si en esta cocina las manos de mamá no amasan los tallarines en la mesa empolvada de harinas pasadas, ya irremediablemente posadas en la madera que ya no está.
Y mi madre vuelta a su Euskadi que me dice que aquí por donde pasa la autovía era la fábrica, y aquí donde ya nada hay, en este sitio que ya no es pero fue, ella jugaba. Y el señor Coiro con sus ojos de cielo, plantando en este clima dos sufridas parras y un nogal retorcido para traerse un pedacito
de su paisaje de montañas.
Me doy cuenta de que esta es una tierra de gentes sin hogar. Mudados de ciudad o de país, mudados de casa, pocos pueden atrapar el polvo dorado que los rayos de luz orlaban para sus abuelos. Me doy cuenta de que esta tierra es una tierra de gente trashumante, que tiene la extraña costumbre de
envejecer, de perder amigos familia y conocidos, de viajar el tiempo que aleja aleja aleja irremisiblemente de las casas de la infancia.
El papá de Antonio, brazos en jarra delante del mar, del infinito mar, descubrió que la casa de la infancia estaba lejos. Que la infancia estaba lejos. Que era un marino del océano del tiempo y del espacio.
El polvo de los altillos se asienta en los suelos de madera. El libro troquelado se va cerrando, la casita se pliega, queda el mar. Se escucha en el silencio un reloj.
Me cuenta Miguel lo que otros contaron, que es una forma de homenaje a los narradores, a lo narrado, a la memoria que se derrite como el hielo en verano, que se esfuma, que tiende a desaparecer.
Y me cuenta Miguel que le contó Antonio que su padre, brazos en jarra frente al mar, le dijo "qué lecos está mi casa", italiano frente al mar, italiano frente al océano, frente a la inmensidad del espacio pero más del tiempo. "Qué lecos está mi casa", y le aclara "mi casa de la infancia". Todo un mar, señor Cali, todo un mar entre su Italia y la América.
Y cuenta Miguel que su amiga Inés le dijo una historia, me imagino historia contada a media voz, historia de sobremesa, cuando la luz he decaído, la emoción florece y los vellos sutiles propenden a erizarse frente a lo intangible, a lo tan real que se puede tocar con esos, los dedos verdaderos del comprender por completo.
Inés le contó a Miguel que su mamá llamó a un taxi, le dio la dirección de su casa para volver a ella, y el taxista comprobó que la casa a la que la señora quería dirigirse era esa de la cual había salido recién para tomar el taxi. Sería, me imagino, la casa de la infancia. Pero ella no quería volver a esta casa presente, a esta casa donde ella es vieja y su hija ya no juega ni llora con las rodillas raspadas. Ella no quiere esta casa repintada, transformada, con gentes distintas a fuerza de calendarios y sucesos y vida
que transcurre. Ella quiere volver a su casa de la infancia.
El océano del tiempo la separa de esa casa de fantasmas. Cómo podría ser esta casa la casa de la infancia, si aquí papá no está, si en esta cocina las manos de mamá no amasan los tallarines en la mesa empolvada de harinas pasadas, ya irremediablemente posadas en la madera que ya no está.
Y mi madre vuelta a su Euskadi que me dice que aquí por donde pasa la autovía era la fábrica, y aquí donde ya nada hay, en este sitio que ya no es pero fue, ella jugaba. Y el señor Coiro con sus ojos de cielo, plantando en este clima dos sufridas parras y un nogal retorcido para traerse un pedacito
de su paisaje de montañas.
Me doy cuenta de que esta es una tierra de gentes sin hogar. Mudados de ciudad o de país, mudados de casa, pocos pueden atrapar el polvo dorado que los rayos de luz orlaban para sus abuelos. Me doy cuenta de que esta tierra es una tierra de gente trashumante, que tiene la extraña costumbre de
envejecer, de perder amigos familia y conocidos, de viajar el tiempo que aleja aleja aleja irremisiblemente de las casas de la infancia.
El papá de Antonio, brazos en jarra delante del mar, del infinito mar, descubrió que la casa de la infancia estaba lejos. Que la infancia estaba lejos. Que era un marino del océano del tiempo y del espacio.
El polvo de los altillos se asienta en los suelos de madera. El libro troquelado se va cerrando, la casita se pliega, queda el mar. Se escucha en el silencio un reloj.
*de Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
BIENVENIDOS AL
CLUB*
Crónicas del Hombre Alto (n° 77)
Yo no tengo la habilidad de Messi, ni el carisma de Sandro, ni la pinta de Pablo Echarri. No tengo ninguno de esos atributos que suelen inspirar la creación de un club de admiradores. Tampoco tiene mi conducta pública un costado polémico como para inspirar la creación de un club de detractores, como esos grupos de Facebook que adoptan nombres demoledores del estilo “10000 personas que odiamos a Arjona”. No soy, en suma, objeto de aclamación ni repudio masivos. No obstante, a lo largo de mi vida adulta me las he ingeniado para ir generando en torno a mí la existencia de un club formado por un vasto y heterogéneo conjunto de individuos: el club de personas no saludadas por Alfredo Di Bernardo.
Se trata, por cierto, de un club muy singular: no tiene sede, no tiene presidente, carece de página web y de cuenta en Twitter, no realiza declaraciones oficiales, no exhibe banderas en público y nunca fue constituido formalmente. Pero lo más insólito de todo es que sus integrantes no saben que lo son. Y como el hecho de no saludarlos no es un acto deliberado de mi parte sino una involuntaria consecuencia de mi escasa visión, tampoco yo puedo realizar un aporte significativo a la hora de ensayar la confección de un padrón aproximado de miembros. Intuyo, eso sí, que son muchos, muchísimos, y que la nómina crece con regularidad indeclinable.
Para formar parte del club es necesario que se cumplan dos condiciones, una objetiva y otra subjetiva. La condición objetiva es obvia: cruzarse conmigo y no ser saludado (o, como veremos más adelante, recibir un saludo imperfecto). La condición subjetiva consiste en que los damnificados ignoren la magnitud de mi discapacidad visual. Este requisito deja afuera del club a mis amigos más cercanos que, conociendo el buey con el que aran, saben que si no me pegan el grito, se me tiran encima o me hacen una zancadilla, pasaré a su lado con la misma impasibilidad de quien está más allá del bien y del mal. O con la misma inconsciencia inquebrantable de Mr. Magoo.
Una visión simplista del problema (una visión algo miope, si se me permite el sarcasmo) puede conducir a equívocas conjeturas. Por ejemplo, la de suponer que la alternativa de ver o no ver a mis semejantes depende sólo de una cuestión de luz reinante en el ambiente, o de la distancia existente entre el prójimo y yo. Craso error: muchas veces la luminosidad abundante termina siendo contraproducente y la cercanía no garantiza nada. No hay un patrón preciso que regule este asunto. Y si lo hay, son demasiados los factores que inciden en él como para volverlo comprensible. Lo cierto es que, estadísticamente hablando, la feliz circunstancia de que yo logre identificar a alguien sin problemas es altamente infrecuente. Es como jugar contra el Barcelona: se le puede ganar, pero es mucho más probable que eso no ocurra.
Mis no-saludos admiten distintas variantes. La primera de ellas es el “no-saludo simple”. Por ejemplo, voy por la peatonal y el doctor Gutiérrez aparece en mi camino, o voy a la Municipalidad para hacer un trámite y me pongo a esperar mi turno al lado de mi vecina Nené, o entro a una sala cultural y me ubico cerca de mi colega Juan Carlos , con el que suelo intercambiar amables correos electrónicos y con el que incluso somos amigos en Facebook. Pues bien, tanto el doctor Gutiérrez, como mi vecina Nené y mi colega Juan Carlos me ven y se disponen a saludarme. Lo que ninguno de ellos tiene en cuenta es que, a pesar de toda apariencia en contrario, yo no los he visto a ellos. Abismalmente ajeno a su presencia, paso entonces a su lado (o permanezco, que es peor) y los ignoro con olímpica buena fe. La personalidad de cada víctima marcará la diferencia de reacciones frente al desaire: habrá quien se ponga a examinar culposamente qué maldad me hizo para merecer tamaño desplante, habrá quien apueste por la opción conspirativa y se pregunte intrigado en qué turbios asuntos andaré metido como para simular no verlo, habrá quien me considere un odioso (por usar un epíteto suavecito).
El panorama se oscurece aún más (valga el sarcasmo) cuando nos adentramos en los terrenos del “no-saludo con alevosía y ensañamiento”. Por lo general, trato de no mirar fijamente a los demás en sitios públicos (¿para qué habría de hacerlo, si total no los voy a ver?). Es una estrategia defensiva que busca evitarme conflictos cediéndole la iniciativa del saludo a los otros. Claro que el truco no siempre resulta eficaz. A veces, no puedo evitar que mi inoperante mirada se cruce fugazmente en el aire con alguna otra. En ese caso, al doctor Gutiérrez, a mi vecina Nené y a mi colega Juan Carlos les resultará directamente inconcebible que yo no los haya visto y, por ende, su indignación no hallará dique que la contenga. El veredicto será fulminante y quedaré como un maleducado sin remedio (por usar un epíteto suavecito).
Una interpretación amplia del concepto de “no-saludo” admite la posibidad de considerar dentro de dicha categoría a los saludos inapropiados conocidos como “saludo al bulto” o “saludo al voleo”. Esta amplitud de criterios permite incluir como miembros del club a los involuntarios protagonistas de estos casos -no menos frecuentes y embarazosos- en los cuales si bien hay un saludo de mi parte, éste presenta un defecto de fábrica que autoriza a impugnarlo como tal. Sucede cuando, conforme a mi ya explicada estrategia de ceder la iniciativa, alguien efectivamente me saluda pero yo no puedo reconocerlo. Respondo por reflejo, sí, respondo incluso con una inmediatez exagerada, como quien se ha quedado adormecido en público y al despertar bruscamente sobreactúa para demostrar que estuvo despierto todo el tiempo. Cuando este tipo de saludo se da en la modalidad “al paso”, es muy factible que se perpetre un indeseado desfasaje de intensidades y que yo termine saludando con grandes aspavientos al doctor Gutiérrez –que, al fin y al cabo, apenas me conoce- y le dedique sólo una leve cortesía a mi colega Juan Carlos , que esperaba de mí un abrazo efusivo. Claro que mucho peor es la variante en la cual el saludador misterioso no se limita a saludar e irse, sino que permanece a mi lado y se pone a darme charla sin que yo tenga idea de con quién estoy hablando. Pocas experiencias hay en la vida tan adrenalínicas como éstas, se los puedo asegurar. Sobre todo cuando mi interlocutor, haciendo gala de su extrema jovialidad, me sonríe de oreja a oreja y pregunta con brutal inocencia: “che, ¿te acordás de mí, no?”.
Lo paradójico de la cuestión es que la imagen que seguramente los miembros del club tienen de mí dista mucho de lo que soy en realidad. No es que me crea un tipo particularmente simpático (de hecho, mi sociabilidad presenta unas cuantas facetas inconvenientes) pero de ninguna manera soy ese patán guarango que involuntariamente aparento ser. Lo paradójico de la cuestión es que, si lograra asignarle a esos fantasmas que me rodean su correcta identidad, podría poner en funcionamiento la maquinaria de mi asombrosa memoria y preguntarle al doctor Gutiérrez acerca de su aficlón por Almagro (porque alguna vez me comentó como al pasar que era el único hincha de Almagro en toda Santa Fe), o preguntarle a mi vecina Nené cómo andan sus seis hijos (del menor de los cuales es casualmente mañana el cumpleaños), o recordarle a mi colega Juan Carlos cuánto me gustó ese poema suyo sobre la lluvia que leyó en aquel café literario que compartimos ocho años atrás (mas precisamente un viernes 31 de mayo). Es una pena, pero tal prodigio no es posible. Mis ojos padecen de una especie de falta de pixeles suficientes para lograr una adecuada resolución de imagen y suelo ver a los otros con rasgos poco definidos, como si fueran rostros de una foto nocturna sacada sin flash. Debo entonces extraer certezas de la bruma, decodificar y reconstruir constantemente, en tiempo real, lo que acontece delante de mí, y esa misión requiere de mi parte una tarea casi de investigación forense. Sólo que aquí no se pretende esclarecer un crimen, sino prevenirlo. ¿De qué me sirve conseguir el objetivo un minuto después de producido el incidente?
Desentrañar la identidad de las personas a partir de indicios me obliga a ser (valga la ironía) sumamente observador. Un bastón, un cabello canoso, unos anteojos con marco blanco , un vozarrón tabáquico, un tic, una entonación particular en el “¿Cómo le va, Di Bernardo?” o en el “¿Cómo andás, Flaco?” me ayudan a sonsacar pistas de las sombras, a navegar en lo borroso. El contexto geográfico, por ejemplo, es fundamental: si veo a una mujer saliendo de la casa de mi vecina Nené, es altamente probable que se trate, efectivamente, de mi vecina Nené. Los problemas nacen cuando esa tranquilizadora referencia geográfica se desvanece y me encuentro con el colega Juan Carlos frente a la góndola de embutidos del Wal-Mart o me cruzo con el doctor Gutiérrez en la playa, ataviado con una bermuda floreada y musculosa.
Tal vez algún día los anteojos traigan incorporado un dispositivo electrónico que permita identificar a la persona que uno tiene enfrente (como las radios online que indican el tema que estamos escuchando), o se invente un GPS con parámetros humanos, capaz de anunciar “Doctor Gutiérrez, 20 metros a la izquierda”. O tal vez me decida de una vez por todas a ponerme una remera con la leyenda “Salúdenme ustedes, que yo no los veo”. Por lo pronto, quedan todos los lectores debidamente avisados: la inscripción al club está abierta todo el año, las 24 horas del día.
*De Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar
El País de las
Maravillas*
Alicia en el País de las Maravillas
es una historia sin pies ni cabeza, digna de ser hija de un autor aficionado a
las drogas. La mezcolanza de desaguisados y sinrazones hacen que la aventura
salte sin ton ni son de una escena inconexa a otra. Independientemente de los
pasajes que el cine ha tenido la fortuna de convertir en hilarantes, una
encuesta realizada entre los niños de diferentes ciudades ha dado como resultado
que ni uno solo de estos lectores ha entendido el argumento del libro.
La opinión de los niños de hoy, mucho más espabilados que los de antaño, resume el hilo conductor en la siguiente frase: "El sombrerero se volvió loco porque se enamoró del conejo de Alicia"
*de Joan Mateu. joan@cimat.es
La opinión de los niños de hoy, mucho más espabilados que los de antaño, resume el hilo conductor en la siguiente frase: "El sombrerero se volvió loco porque se enamoró del conejo de Alicia"
*de Joan Mateu. joan@cimat.es
Ella
titula*
"Corona de Calor"
"Corona de Calor"
titulami mujer
lo aéreo
y abigarrado
antes de disiparse
cuando perdura
sostenido
en su cabeza.
lo aéreo
y abigarrado
antes de disiparse
cuando perdura
sostenido
en su cabeza.
*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar
Tapices*
Los árboles se vuelcan en un río verde, ella nada en el
follaje líquido, mientras una fibra de luz le adorna de alegría el
pecho, cómo no sabe si mañana habrá otro, lo recibe, se esconde en su tibieza.
Ese antiguo juego con el que se aprende a perder y a recuperar.
Esconderse y aparecer como el día, como la vida.
Siempre lo nuevo como una joya, resplandeciente y temerosa.
La lluvia dejó sembrada su vereda de pequeñas flores aliladas, por primera vez le ganan a la invasión de todas las publicidades.Guarda en su mirada el tapiz enhebrado de flores caídas, una fiesta de palabras y el dorado ruido del último sol alborotando el pecho.
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@ gmail.com
Siempre lo nuevo como una joya, resplandeciente y temerosa.
La lluvia dejó sembrada su vereda de pequeñas flores aliladas, por primera vez le ganan a la invasión de todas las publicidades.Guarda en su mirada el tapiz enhebrado de flores caídas, una fiesta de palabras y el dorado ruido del último sol alborotando el pecho.
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@
Las piedras me
hablan de ti*
Camino mi ciudad, que es todas las
ciudades,
como una sorda búsqueda, como un inexplicable
tránsito hacia otro mundo que me llama.
Camino por sus calles centenarias,
por sus veredas pardas de ceniza,
camino sobre las huellas que dejaron
nuestros pasos en las mismas calles,
en tantas calles que nos contemplaron
desde el silencio antiguo de su historia.
Los vastos edificios de otro tiempo
acompañan mis pasos desvelados.
Los muros que perfilan mi nómada delirio
me hablan de los instantes compartidos,
me repiten tu nombre inolvidable.
No soy yo: son las piedras
que me gritan tu nombre en cada esquina.
como una sorda búsqueda, como un inexplicable
tránsito hacia otro mundo que me llama.
Camino por sus calles centenarias,
por sus veredas pardas de ceniza,
camino sobre las huellas que dejaron
nuestros pasos en las mismas calles,
en tantas calles que nos contemplaron
desde el silencio antiguo de su historia.
Los vastos edificios de otro tiempo
acompañan mis pasos desvelados.
Los muros que perfilan mi nómada delirio
me hablan de los instantes compartidos,
me repiten tu nombre inolvidable.
No soy yo: son las piedras
que me gritan tu nombre en cada esquina.
*
Inventren Próxima estación: INGENIERO DE
MADRID
(CON COMBINACIÓN EN
EL FERROCARRIL PROVINCIAL CON DESTINO LA PLATA O
MIRAPAMPA)
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Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.
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