El
olor de las
flores*
Cerré la puerta suavemente
como otras tantas veces
y me alejé en silencio.
Siempre viví cerrando puertas
o viéndolas cerrarse tras de mí:
Puertas entrecerrándose implacables
como una barricada ante mis ojos.
He aprendido que cada despedida
es el eco de un canto cancelado.
Que una mirada al borde del andén,
el gesto de una mano que se pierde
o un avión despegando
son heridas que nunca cauterizan.
Es necesario entonces
cerrar las puertas con tristeza
y alejarse despacio hacia poniente
en busca de otros soles, de otras Ítacas
de otros ríos y aldeas
allende el horizonte de los días.
Mas no es fácil caminar cuando se sabe
que el olor de las flores no regresa.
como otras tantas veces
y me alejé en silencio.
Siempre viví cerrando puertas
o viéndolas cerrarse tras de mí:
Puertas entrecerrándose implacables
como una barricada ante mis ojos.
He aprendido que cada despedida
es el eco de un canto cancelado.
Que una mirada al borde del andén,
el gesto de una mano que se pierde
o un avión despegando
son heridas que nunca cauterizan.
Es necesario entonces
cerrar las puertas con tristeza
y alejarse despacio hacia poniente
en busca de otros soles, de otras Ítacas
de otros ríos y aldeas
allende el horizonte de los días.
Mas no es fácil caminar cuando se sabe
que el olor de las flores no regresa.
*De Sergio Borao Llop. sergiobllop@yahoo.eshttp://sergioborao2011. blogspot.com/
https://www.facebook.com/ Sergio.Borao.Llop
https://www.facebook.com/
HERIDAS QUE NUNCA SE
CAUTERIZAN...
La vida*
Es el mar como la
vida,
o es la vida toda, un
mar.
Desde que nace
puja,
grita, duele,
sangra.
Rugiente o
calmo,
en graciosas espumas
plateadas,
montando a pelo caballos
mojados,
rompiendo a puño piedras ya
gastadas,
lamiendo playas en sensuales
movimientos.
Recogiendo a lo largo de sus
milenios
escarabajos sucios, podridos
huesos,
transparentes flores
azules.
Llegando a puerto, ya
cansado,
entregando a la tumba sus
despojos
y subiendo en fino
rocío
hasta más allá de las
nubes,
acompañando
pájaros,
abandonando solo por instante a la
vida,
que volverá siempre, como el mar, por los siglos.
EL
DESPROMOVIDO*
*DE ELSA OSORIO. eov@elsaosorio.com
Cuando subió al tren en la estación de
Luján, aquel tipo ya estaba allí. No lo eligió para recorrer juntos el trayecto
hasta Once, fue el azar de cada domingo por la noche, cuando los últimos trenes
llegan casi llenos desde Mercedes y resulta imposible encontrar un asiento
solitario. Marcos había atravesado los pasos de un ceremonial que otros muchos
pasajeros repetirían sin suerte: recorrió el pasillo central del vagón con el
cuello estirado y los ojos muy abiertos buscando un asiento doble sin ocupantes.
No deja de ser desalentador que cientos
de personas obligadas y dispuestas a viajar juntas se esfuercen por subrayar el
interés en viajar solas, piensa ahora, refugiado en el balcón de su casa. No
quiere que su insomnio despierte a Maite. Ella no sabe nada, Marcos ha decidido
no contarle lo que le sucedió en el tren, como si fuera él ahora quien debe
guardar el secreto, quien debe ocultarse.
Al llegar a la mitad del
pasillo, Marcos se detuvo y paseó una mirada distraída con la que pretendía
atrapar la persona más anodina, la menos llamativa, con quien compartiría la
próxima hora y media de su vida. Aunque tampoco puede desprenderse de la
responsabilidad de haberse sentado a su lado, y no al lado de cualquier otro, de
alguna manera lo eligió entre todos los pasajeros del tren, reconoce mientras
enciende un cigarrillo. Fue su cara neutra, esa expresión ausente en sus ojos,
ni muy alto, ni muy bajo, ni muy joven, ni muy viejo, sin señas particulares
visibles, como diría algún formulario. Y si Marcos no quería hablar con nadie,
¿por qué, cuando pasaron por Lezica, le respondió a su primera pregunta?
-¿Qué pone en el cartel? No lo he
podido leer.
Podría haber hecho un simple hum, o
alzarse de hombros como si no conociera la respuesta y perder su vista en la
revista, pero no.
-Lezica y Torrezuri.
-Vale, gracias.
Sintió curiosidad cuando escuchó esas
palabras: pone, vale, el leve ceceo. ¿No lo habrá invitado él, sin querer,
a llenar de palabras esa hora y pico que faltaba? Tampoco podría decir que el
hombre había insistido en hablar. Las frases se fueron encadenando naturalmente.
Ahora, mientras camina impaciente por el balcón de su casa, se propone recordar
frase a frase, hasta las más intrascendentes, para saber cómo llegaron a que
Marcos le dijera su nombre y apellido, porque fue entonces que todo tomó ese
disparatado curso. Fue él quien hizo la segunda
pregunta.
-No sos argentino -lo tuteó-.
¿Gallego?
El hombre sonrió:
-No, no soy gallego, soy argentino,
pero vivo en España, hace muchos, muchos años, tantos que ya ni conozco las
estaciones de tren. ¡Tantas cosas han cambiado en estos años! -y entonces hubo
un frenazo, como si lamentara haberse expresado demasiado, y como para cerrar
agregó-: Bueno, es lógico, yo no hacía habitualmente este trayecto cuando vivía
en Argentina.
En ese punto, cuando supo que el
hombre, aunque afable, tampoco era de esos que le gusta andar contando su vida
por ahí, parco como él mismo, Marcos pudo haberse callado, tan tranquilo y la
vida como siempre. Aplasta el cigarrillo contra la baldosa con el pie, como si
en esa fosforescencia roja estuviera lo que el hombre le contó.
Tampoco Marcos es de los que van
haciendo negocios en los trenes, o en donde sea. Algo le cayó bien del tipo,
debe reconocerlo, aunque no había nada demasiado especial en lo que hablaban,
lugares comunes: el estado de los trenes en la Argentina, los de alta velocidad
en Europa, los cambios que encontraba en la ciudad. A la altura de Moreno,
cuando hicieron el trasbordo, el hombre le caía francamente bien, casi un
cómplice. A propósito de la carne, Marcos le contó que había visto a unos
turistas sacando fotos a la carne argentina en un restorán de Puerto Madero.
-¿Estuviste en Puerto Madero? -le
preguntó.
Un escueto sí fue su respuesta, era
prudente, pero Marcos adivinó en su expresión tensa, contenida, un leve
disgusto, un cierto rechazo, el mismo que él siente por ese símbolo de los años
noventa, por más bello y pintoresco que sea. Eso ya creó una alianza y Marcos
entonces se olvidó de que lo que estaba buscando era alguien con quien no
hablar, que no existiera, que lo dejara a él con sus pensamientos.
Tal vez por ese capricho hospitalario
de los argentinos con los extranjeros -el otro era un extranjero aunque
argentino-, o aún peor: para mostrarle al otro que tiene la precisa, esa
porteñada, lo cierto es que Marcos le recomendó una parrilla donde hacían la
carne como en ningún lado, barata y con una atención excelente. Decí que vas de
parte mía, él, el piola, el amigo del dueño, Marcos Waissman.
Entonces el hombre abrió los ojos y le
dijo muy lentamente, con una voz que parecía venir de muy lejos, del más
absoluto asombro.
-¿Vos? ¿Vos sos Marcos Waissman? ¿En
serio sos Marcos Waissman?
Lo primero que pensó Marcos es que el
tipo se había confundido, porque él tampoco es nadie conocido, nadie de la
revista Caras, ni de la política, ni
de la farándula, ni del arte, nadie como para que un tipo que vive afuera hace
años sepa quién es.
Y recuerda ahora esa sensación absurda
que lo invadió, ese querer ser, aunque sea por un rato, el Marcos Waissman que
el tipo creía, el que le emocionaba tanto encontrar.
-¿Marcos Waissman ? –insistió-. ¿De
agosto del 47?
Pero ¿qué estaba pasando? ¿Por qué ese
hombre sabía la fecha de su nacimiento? Y era auténtica emoción lo que mostraba,
piensa ahora mientras enciende otro cigarrillo, pero cómo iba a imaginar Marcos
a qué se debía.
-Pensé en buscarte hace tiempo -la voz
turbada, conmovida-. Hace años que lo imagino, pero no lo hice, y de hecho,
tampoco creo que te hubiera buscado ahora, en este viaje.
-¿A mí me buscabas? –le preguntó, y en
voz más baja-, ¿y por qué?
Se arrepintió de inmediato, Marcos no
quería saber. Había acertado la fecha de casualidad. Era un loco, o un
homosexual que quería levantárselo con ese verso, y él, sin darse cuenta, le
había dado calce. Debería haberse sumergido en la revista. Sin embargo, no pudo
sustraerse a la mirada húmeda y agradecida fija en él, un absoluto desconocido
tan queriéndolo, así, de golpe y porque sí. El hombre tardó un tiempo en
responderle. No debió ser fácil confesárselo, admite ahora, mientras se sirve un
whisky en el living.
-Porque yo fui vos durante años -le
reveló al fin, casi feliz.
Entonces Marcos abrió la revista,
tratando de desentenderse, pero no pudo impedir que esa voz grave y susurrante
se lo contara, haciendo caso omiso de la página abierta que Marcos nunca
leyó.
-Yo militaba en Montoneros, pero tuve
diferencias importantes con la línea que imponía la conducción, y lo dije. La
organización me «despromovió». ¿Cómo explicarte? Ni adentro ni afuera. Yo no fui
el único despromovido. El oficial responsable decía en una reunión: «Lo adecuado
es que el compañero sea despromovido para que procese sus disidencias en la
base, y no impida el correcto funcionamiento», y ya, la sentencia. Era duro ser
despromovido: tus amigos -todos militantes a esa altura- desconfiaban de ti,
eras el blanco fácil de cualquiera al que le caías mal por no importa qué
motivo, no tenías más responsabilidades. Y María, mi mujer, era un cuadro
importante. Nos separamos y yo le dejé la casa que alquilaba, sabiendo que allí
se seguirían haciendo trabajos de prensa. Dejarles la casa era lo correcto. Y
también una puerta abierta, un permiso a mi libertad, una buena manera de estar
sin estar, y resolver mis contradicciones. Yo me sentía parte de la Orga, aunque
no estuviera de acuerdo con la lucha armada.
»No
podía ni imaginar lo que iba a suceder unos meses después. Y no fue por ellos
que lo supe, lo leí en el periódico: en mi casa, en la casa alquilada a mi nombre, habían encontrado el
cadáver de un hombre muy conocido. De María y de los otros compañeros ni
palabra, el único con nombre y apellido era yo. Y entre hacer volantes y
secuestrar y matar a un tipo importante hay una pequeña diferencia.
»Yo estaba en una pensión de Jujuy con
Mirta, mi nueva compañera, cuando me sorprendió la noticia. Nuestro plan era
seguir hacia el norte: Bolivia, Perú, y más, una Latinoamérica idealizada por
nuestra juventud, que nos recibiría con los brazos abiertos para vivirla a
fondo, y nos ofrecería trabajos temporarios para seguir recorriéndola. Pero qué
frontera íbamos a pasar si, según el periódico, yo me “había dado a la fuga” y
estaban persiguiéndome.
»¿Y
ahora qué vamos a hacer?, me preguntó Mirta, mientras preparaba su bolso, con la
intención de rajarse.
»De
un teléfono público llamé a alguien de la Orga, tampoco a ellos les convenía que
me detuvieran. Me ofrecieron seguridad, estaría escondido hasta que pudieran
sacarme del país.
»Siete
meses estuve encerrado, Mirta me vino a ver un par de veces, y en una de esas
visitas... zas, pero eso te lo
cuento después. Al fin me trajeron tu pasaporte, mi foto, tu nombre, tu fecha de
nacimiento, tu número de documento. Repetí varias veces los datos para hacerme a
la idea.
»Mirta
viajó con su propio pasaporte, ella no estaba fichada, y Lucila en su panza.
Lucila Waissman, como la anotamos en México.
-¿Qué? -los ojos de Marcos
desencajados-. ¿Tuviste una hija y la reconociste con mi
pasaporte?
-Sí, tuvimos una hija, preciosa, tiene
veintiséis años y vive en un barco, en Inglaterra. Y con tu pasaporte también me
casé con Mirta.
-¿Pero cómo es posible?
-Marcos no podía recuperarse del asombro-. ¡Entonces soy bígamo! Es increíble,
aquel tipo, el que me convenció de que le entregara mi pasaporte y denunciara su
pérdida unos meses después, me dijo que era para salvarle la vida a alguien,
jamás pensé que lo iban a usar para casarse, para tener hijos. ¿Te das cuenta de
los kilombos que pude tener si mi mujer se enteraba que tenía una hija en
México, que allí estaba casado con
otra?
-Yo también tuve problemas. ¿Qué crees?
Tengo seis años menos que tú. ¿Ves esta calva? No es nueva, con el afán que puse
en parecer mayor, en tener tu edad y no la mía, a los veinticuatro se me empezó
a caer el pelo, a los treinta tenía esta... ¿cómo se decía?... esta bocha, esta
bola de billar que ves ahora. Y con lo de tu apellido, ¡vaya historias que
viví!
»Una vez en México, te vas a reír,
había una chavala, una mexicana, en
la facultad, que me miraba con ganas,
o eso me pareció. Me invitó a cenar a su casa. Hasta perfume me puse. Cuando
entré y vi la mesa puesta, las velas, no lo dudé: esa noche me la tiraba. Ella
me anunció unos platos que había preparado, los nombraba como paladeándolos, y
yo ni idea de qué me hablaba, pero antes, me dijo, tenía una sorpresa para mí,
imagina lo que pensé. Pero no. Esther sacó libros, papeles, y me preguntó si mis
padres eran de tal o de tal pueblo de Alemania. Ella también era judía. Y una experta. Me
pareció imposible improvisar, ya bastante era inventarme una biografía con seis
años más, le dije que mi familia no hablaba nunca de su pasado, que lo habían
dejado atrás, seguramente porque no quería que nosotros, sus hijos, sufriéramos
lo que ellos cuando emigraron a la Argentina. A propósito, Marcos, ¿fue tu padre
o tu abuelo? ¿Huyeron de los progroms
a fines del XIX, con la guerra o cuándo? Me lo han preguntado infinitas
veces.
-Mi padre es un sobreviviente de un
campo de concentración, la familia de mi madre, rusa, vino antes de la
guerra.
-Yo, desde aquella noche en México,
hice a tu abuelo ya en la Argentina, me daba no sé qué meterme con la guerra,
aunque era más fácil, está el cine, la literatura. Pero si me encontraba con
otra como Esther... Me soltó un discurso insoportable –aunque sensato- sobre el
error de mis padres en ocultar sus raíces, y me tuvo horas, días, explicándome.
Al fin se enrolló con Fishbein, otro argentino, judío pero de verdad. Eso es
algo que tuve que aprender, atribuir los méritos de mi inteligencia, de mi
constancia, de mis sesudas elucubraciones, a mis raíces judías. Pero en España,
no sólo no me sirvió para nada, sino que perdí una chica con la que salía y que
me gustaba mucho. «Lo lamento, Marcos, mis padres son muy católicos y me han
prohibido que salga contigo», me dijo. Y eran vascos, como yo.
-¿También en España viviste con mi
nombre?
-Sí, muchos años. Tantos que, al final,
ya ni sabía quién era. Para regularizar la situación tenía que venir a la
Argentina, blanquear, encontrarme con un pasado doloroso, todo muy duro. Pero lo
hice, por Lucila. Hace cinco años que tiene mi apellido. Ondart. Perdón, no me
he presentado, Juan José Ondart, mucho gusto, Marcos Waissman, estoy
verdaderamente encantado de conocerte, y muy pero muy agradecido. Si puedo hacer
algo por vos, no dudes en pedírmelo.
Fue una idea fugaz, que no alcanzó a
tomar consistencia en el tren, apenas una frase: sí, lo mismo que yo hice por
vos, pero Marcos sólo le pidió que
le contara más, necesitaba saber qué había estado haciendo su nombre tantos años
en otras ciudades, en otros continentes. ¿Cómo él no se enteró nunca? Porque el
otro Marcos Waissman no hizo nada raro, ningún desfalco, ningún asesinato -una
risa simpática- no, te dejé bien afuera, quedate tranquilo, escribí artículos
con un cierto éxito, eres bastante conocido en el medio publicitario, y en cine,
una autoridad. ¿Te gusta el cine?, le
preguntó.
Marcos se alzó de hombros, un poco
achicado por la palabra autoridad, él va al cine, no mucho, porque discute horas
con Maite que nunca entiende lo mismo que él de las películas. Le gustaría leer
los artículos -y mostrárselos a Maite- pensó insólitamente. ¿Estarán en
internet?, le preguntó. Juan José no sabía, probablemente, pero tenía
fotocopias, ¿se las enviaba?
-¿Y la vida amorosa? -preguntó, aún
repicando ese temor que había sentido de que el tipo fuera gay, que Marcos
Waissman en Europa, en México, fuera gay. No podría decir por qué, pero no le
gustaba la idea.
Dos mujeres formales, la primera, la
que lo metió en el lío no la cuenta, Mirta y una alemana. De Mirta se separó, con la otra no hubo papeles,
tampoco hijos. ¿Amantes? Ondart sonrió
misteriosamente.
-¿Cuántas?
¿Muchas?
No puso ningún reparo en responder, una
manera de reconocerle algún derecho, después de años de usurpar su nombre, su
vida misma.
-Nunca las conté, lo normal, unas
veinticinco, treinta, quizás alguna más... A ver si me acuerdo de alguna
remarcable... Sí, una francesa que hacía películas porno pero de calidad,
guapísima; una ecuatoriana militante
y muy sensual, qué mujer maravillosa, a ella casi le cuento la verdad, pero me
contuve, años de disciplina; la mujer del director de la agencia, una burguesa
interesante; una directora de cine a quien le va bastante bien ahora; una...
rara mezcla de ternura, erotismo, lucidez, pero una bruja que... No, qué estoy
diciendo, ésa no, porque ya era Juan José. Tienes suerte -le dijo con acento
gallego-, eran mejores las de Marcos que las de Juan José.
Y esta vez Marcos, orgulloso, lo
acompañó en la risa. ¿Y dónde había vivido con su nombre? En México, en el DF,
luego en Madrid, unos meses en
Londres, en París, largos meses en Hannover, con su mujer alemana, en Praga, cuando fue por lo de los artículos y
se quedó más de un año, pero cómo me olvidé: Tina, fantástica, lástima que no
haya querido venirse conmigo a Madrid.
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