sábado, 25 de agosto de 2012

Inventiva social: PÁJAROS DE HUMO QUE ESPERAN EL AMANECER...


*Dibujo: Ray Respall Rojas.
La Habana. Cuba
 
 
 
 
 
Si algún día recobro la cordura*
 
Si algún día recobro la cordura
viviré como todos, reiré sin mesura,
quemaré con esmero los poemas
que en olvidadas tardes como ésta
compuse con la fiebre del que explora
vírgenes territorios inviolados.
Si algún día recobro la cordura
sonreiré al limpiar la sangre del cuchillo
con el que degollé la fe de un inocente;
saludaré con efusión a los sicarios
del señor de la sombra, y a sus perros
ofreceré los huesos de mis víctimas.
Si algún día recobro la cordura
vestiré los disfraces que las horas
fueron almacenando en el armario
donde mora el hedor de mis cadáveres,
donde la única certeza es el olvido.
Intercambiaré las máscaras de fiesta,
maquillaré las cuencas de mis ojos,
revestiré mis dedos con anillos
y en el podrido espejo de mi rostro
pondré una flor que disimule las ausencias.
Si algún día recobro la cordura
me olvidaré de ti, de aquellos meses
que alimentaron mi esperanza, de aquel día
que me abracé a tu cuerpo, de aquel otro
en que las playas de Donosti nos miraron
pasear unidos al amparo de la luna;
me olvidaré si es que recobro la cordura
de las semanas de felicidad y de la noche,
de la maldita noche,
que una sola palabra me abismó en las tinieblas.
 
De Por si mañana no amanece
 
 



PÁJAROS DE HUMO QUE ESPERAN EL AMANECER...





AGUSTINA*
    
*De Mónica Russomannorussomannomonica@hotmail.com


En este momento, Agustina es joven, y delgada, y tiene el pelo rubio largo y ondulado. Agustina es setentista en el dosmil doce, cree en la revolución y en que la vida vale la pena y el presente es hoy y todo transcurre en este instante. No hay futuro, el futuro es este momento, tiene la sabiduría de un pez o una escolopendra, del animal que vive el único momento que vale la pena, un ahora eterno.
     Me pone en cuestión Agustina, lo fácil y cómodo es desde mi posición de trabajadora y propietaria señalar la necesidad del aporte jubilatorio, de labrar un porvenir, de ocuparse del sustento y la proyección de las futuras y muy posibles desgracias. Le puedo hablar de la traición de los supuestos compañeros, de la inutilidad de ciertas luchas, de la utilización de los soñadores por los poderes ocultos, de la responsabilidad y de la gratificación de seguir el camino ancho y soleado.
     Pero me pone en cuestión Agustina, porque pese a las estructuras y las formas, pese a las inclinaciones y la previsión, yo y todos hemos estado allí.
     Si nos señala con el dedo la fragilidad de nuestras justificaciones, sería cosa de necedad caer en los viejos discursos. Hacer una carrera, lograr estabilidad económica, ocupar la mayor parte del tiempo en un trabajo desgastante y agotador.
     Pero recuerdo la única imagen que conozco del nieto de Osvaldo Bayer, tocando la guitarra en bicicleta. No se puede tocar la guitarra andando en bicicleta. Funciona para la fotografía, funciona en un instante que se detenga en el tiempo, pero la caída es inevitable.
     Y pongámonos de acuerdo en esto. Nadie desea que el chico se caiga, nadie quiere que Agustina se golpee la cabeza contra la pared. Pero el muro la aguarda, porque este mundo es de una realidad apabullante. Y todos, adolescentes o niños, adultos o ancianos, vivimos minuto a minuto braceando en una realidad que es una ciénaga deseosa de cerrar el lodo sobre nuestras cabezas.
     Pero me pone en cuestión, cómo no, esto de preguntarse sobre las cuestiones últimas y las razones primeras.
     Habré sido previsora, o avara. Habré sido precavida, o cobarde. Habré sido realista, o renuncié a la utopía. Qué fui, qué soy, qué me gustaría ser o haber sido.
     Y el chico de la foto no pudo tocar la guitarra mientras rodaba la bicicleta. Y Agustina se expone a los vientos que soplan más fuerte de lo que ella supone (lo sabemos, todavía estamos reconstruyendo lo que derribó el último temporal) Pero nos cuestionan, nos exigen una respuesta que no tenemos, nos plantean, nos plantan dudas con pala filosa.
     Quién soy yo que con una sabiduría espuria me otorgo licencia de juez. Una sobreviviente. Lanzo mi salvavidas gastado a una sirena que danza con las olas, cómo pensar que se aferrará a él si todavía no es el agotamiento ni el ahogo. Cómo, me pregunto, decirle al pibe que toca la guitarra que se va a caer, que nadie puede tocar la guitarra mientras anda en bicicleta.
     La imposibilidad de influir en la percepción del mundo de los otros, la terrible cuestión de reprimir, educar, prevenir, y que todo sea tan parecido, tan confuso, tan inútil en definitiva.
     Y yo que hubiese querido ser Agustina alguna vez, pero con esta consciencia abrumadora que me muestra causas y consecuencias sin solicitarlo previamente. Con mi madre tan juiciosa en sus setenta, pero que fue inconsciente y feliz, y llegó hasta aquí porque dios es grande.
     Quién sabe Agustina. No me engaño poéticamente, pero quisiera que por una vez sea posible tocar la guitarra y andar en bicicleta, y que a la vejez no existan arrepentimientos. 






APRENDIZAJES*


*De Jorge Isaíasjisaias46@yahoo.com.ar

           
 Hace tanto que recuerdo aquellas cosas, mejor dicho aquellos tiempos en que las gaviotas enseñoreaban los cielos bajos y ese mar negro de la tierra arada.
Fue hacia el final de la escuela primaria, cuando aparecían los nuevos intereses y con mi amigo Miguel Correa pasábamos de las historietas a los libros de la Biblioteca Belgrano, libro que luego discutíamos. En especial una serie de la segunda guerra que se llamaba Guerra de Este a Oeste. Sin dejar de resaltar la excelencia de una revista de acción se llamaba Frontera y la dirigía un tal Héctor Oesterheld, pero eso lo tendríamos en cuenta mucho después. Sólo teníamos algo en claro: no era cualquier revista de historietas.
Persistía la pasión por el fútbol, que se mediatizaba por intentos de imitar a los mayores, al menos a los que ya usaban pantalones largos, fumaban y se animaban tímidamente a los bailes, como pretendiendo moverse con la naturalidad que ya tenían los que nos llevaban diez años, o más. Hicimos entonces nuestros primeros trabajos para ayudar en la casa, siempre escasa  tal vez de monedas y comprarnos algo para nosotros si sobraba, claro.
Hacía poco que habíamos salido de la escuela primaria, un momento muy particular de mi vida, cuando mi padre me daba un poco de libertad para acompañar a mis tíos, en sus tareas laborales, o de juegos, de caza o de pesca. También me fascinaba acompañar a mis tíos menores al cine. Ellos trabajaban en la chacra de don Paco Aguiar, ese catalán grandote cuyo único hijo Omar  era hincha de Racing y de nuestro club. Mis tíos pasaban los sábados por la noche y me llevaban al cine. Me encantaba oír el ruido  de las ruedas chirriantes del sulky, el bufido del caballo al detenerse frente al portoncito de entrada que tenía en ese tiempo mi casa.
A ellos, como a mí, les encantaban las películas de Oeste que veíamos en el cine La Perla, antes del cinemascope, que abandonó esa pequeña pantallita por una paronámica que abarcaba casi todo lo ancho del escenario con su telón blanco sobre  el cual mi amigo Adolfo Bonomi proyectaba esas cansinas  películas que sólo esperaban el galope solitario de Cisco Kid.  O mejor, el jopito de ese actor que se llamó Alan Ladd, que era nuestro preferido, o el otro, que era el de mis tíos, es decir ese flaco y alto que se llamaba Randolph Scott. Pequeños poblados miserables, que todo viento barría arrollando esas  plantas, resecas, esas ramas de árboles que los últimas tormentas había  roto desde la película anterior, de otro desierto  tal vez, mientras los temerosos  habitantes de esos poblados minúsculos esperaban  la próxima balacera.
La verdad es que mucho me agradaba acompañar a mis tíos Aurelio y Eduardo, los dos hermanos menores de mi padre. Tal vez por ser muy jóvenes, el hecho de ser bromistas y juguetones o tratar de tomarles el pelo a los demás -no sin una pizca de inocencia- me ponía bien con la vida.
Me gustaba también acompañar a mi tío Berto, esposo de la inefable tía María, hermana de mi padre, en esa cacería de liebres por los campos cercanos al pueblo. Una vez en el cuadrado de una hectárea  de alfalfa nos salieron siete, muy veloces y gambeteantes pero a cuatro de ellas no les fue muy bien quedaron en el campo con una flor de sangre sobre el pecho.
También acompañaba a tío Berto a la estancia de Maldonado, donde cumplía  las tareas de apicultor junto a un hermanastro suyo de nombre Natalio, corpulento y de un pelo tupido y crespo, siempre vestido con un mameluco celeste.
Los cajones de las colmenas vacías se guardaban en la casa deshabitada  de la familia Iglesias. Ellos las cargaban en una chata con ruedas de goma, que tiraban dos percherones blancos y en otras ocasiones un par de caballitos alazanes que se comían el viento. Llevaban esas colmenas a los montes de la estancia donde los distribuían.
Y yo, tomado fuertemente de la barandas iba mirando hacia delante, con el viento que me golpeaba la cara, alborotándome el cabello que aclaraban el sol y las aguas salinas.
A los costados de mis ojos pasaban con toda rapidez  las bandadas de patos que caminaban hacia los bañados en formación marcial, y que yo más que nada infería, cómo esas garzas blancas o esas flamencos rosados  como deshilachados pañuelos que parecían saludar nuestro paso ligero, que estas letras no pueden recuperar aunque ponga en ello todo el esfuerzo del mundo.


 
 
TIJUANA BAR*

Una vez escribí sobre las tetas de Lena Horne. Aquí dentro el humo de las amapolas es una cuestión política. Allá afuera la gente no sabe que el mundo fue descubierto por las mujeres rubias. En la gramola ponen a Chabuca Granda cosa rara en este noviembre a las nueve de la noche. Poco a poco llegan las bailarinas y los taxistas que vienen a despertarse.  cuentan los denarios del día. Esto no lo dicen los noticieros. Y sin embargo aquí hay muertes y sacrificios. Lunas menguantes en cruz. Pájaros de humo que esperan el amanecer. En Tijuana Bar cantan el himno nacional al llegar la medianoche. Son los patriotas del alcohol. Son los parroquianos que a veces se acuerdan de Lena Horne y sus tetas políticamente correctas.
                       
 
*De Reynaldo García Blanco  centrosoler@cultstgo.cult.cu
 
 
 
 
 
 
Lámpara*


 
*Por Miriam Cairocairo367@hotmail.com

Lo vi pasar. Para que un hombre pase es necesario que sean las diez de la mañana. Y una no debe dormir. Una debe ser una lámpara. La primera vez, ese hombre me pareció un hombre que antes había conocido. Un hombre que había querido engullir y olvidar en el mismo momento. La segunda vez, ese hombre me pareció que era un hombre al que nunca había conocido. Después de la primera y la segunda vez ese hombre me pareció un sueño. A la vez siguiente me pareció un punto azul, un prisma. La vez siguiente me pareció una alucinación que salía del émbolo de la mañana. La vez siguiente me pareció un escritor que vive fuera de la ciudad. Un escritor que jamás he visto. Nunca he pedido gran cosa en la vida. Sólo ser una lámpara y verlo pasar, cada día, a las diez de la mañana.

 
*
 
Cometeríamos un error si creyéramos que cuando el día nace adquiere inmediatamente una independencia de la noche. Incluso bajo los cielos celestes y las nubes blanquísimas, la memoria de la noche sigue abierta. Espera que la desnuden.
 
*
Alguien busca la palabra. No la encuentra. Esa palabra. Esa desnuda en el paraíso de la memoria. En el silencio encuentra pruebas de que no la ha dicho, que nadie a su alrededor la ha pronunciado, que nadie nunca la dirá aunque la encuentre, porque esa palabra no es la misma palabra que alguien busca y no encuentra. Esa palabra. Esa desnuda en la memoria.
 
*
Dirán que nos hemos vuelto más insensatos. Si pudiera te mordería los labios. Dirán todo esto es raro. Si pudieras me morderías la madrugada. Dirán que estamos desquiciados. Si pudiera bebería a borbotones tu agua misteriosa. Dirán que así no ocurren las cosas. Que las cosas ocurren cuando se hacen y no cuando se dicen. Dirán que ese hueso que brilla en el texto no es tu hueso brillando en el texto. Dirán que mi flor entre tus labios no es mi flor entre tus labios. Dirán que esto que aquello. Dirán, mientras nosotros no dejamos de soñar que nos soñamos.
 
*
Hay peces que no respiran. Hay un hombre silencioso caminando en puntas de pie sobre los mares de la luna. Hay una voz tejida con hilos de macramé y espanto. Hay un océano de silencio que ruega más silencio. En la soledad de estos días me pregunto cómo es posible que todavía ningún pez me haya llevado consigo.

 
*
Una, dos, tres veces nombraste La Habana. Yo, como una lámpara despierta de noche, durmiendo de día. Una, dos, tres, cuatro, cinco veces nombraste la noche. Yo en carillones instaurada. Una, dos, tres veces te hiciste rogar por mis ruegos. Una, dos tres, cuatro, cinco veces soñaste con un ángel sin boca que cantaba.
*
Este ancho río de sombras permite separar el polvo del sueño. Las constelaciones, de las flores calientes. El beso, de los albergues transitorios. La niebla, de los espejos. La memoria, de los umbrales. La hierba, de los misterios. El hombre, de los hombres.
*
Has nombrado La Habana escondiéndola debajo de la lengua. Has enumerado las calles de tu ciudad pegando y despegando los labios. Has dicho Venecia entre los dientes. Has hablado de los pájaros y la lluvia, con palabras que se iban metiendo en los vasos sanguíneos. Has murmurado los mares de Irlanda, los mares que todavía no han existido, los mares que son letras, colores, texturas antes que sal, arena, yodo, agua. Has dicho mi nombre como un lugar que existe en tu garganta.

 
*
Cierra los ojos y es noche. Abre los ojos y es día. Tan sencilla su tarea de Dios. Fuerte como los torbellinos. Lo repito. Lo vuelvo a decir. Es fácil ser un Dios. Nadie llama a la puerta. Sólo escucha los ruegos a lo lejos, los mensajes de voz, alguna lágrima. Un Dios no tiene prohibido retomar un hábito nocivo. Un Dios puede quemarse con azufre lentamente y decir Aa, ah, aaahhhhh. Un Dios no se preocupa por ser una hipótesis viviente. Por nombrar a Venecia y guardarla bajo la lengua. No se preocupa por nombrar La Habana y guardarla bajo la lengua. Un Dios no se preocupa por ser el hombre que pasa o la mujer devorada por las flores. Es fácil ser un Dios. Sobrevivir a la memoria, quitarse la ropa, darse una ducha, andar desnudo por el cielo, escribir su propio nombre con las manos atadas. Pero si Dios no fuera Dios, entonces, ah, entonces...

 
*
Muchas veces, para incitarme a la melancolía, a la hora del crepúsculo, lleno la copa de la luna con tu vino. O bien lleno tu copa de vino con la luna. O bien, me doy de beber como un vino de luna. O bien te bebo como luna. O te nombro. O no te nombro. O me decido a encender la luz y no te encuentro. O me encuentro encendiendo la luz. O muselinas. O Bolaño recién nacido en la palabra. O el vino que hemos de beber. O el hombre que pasa sin que nunca haya pasado. O la embriaguez. O. O las máscaras noh. O los leones dentro de la copa. O qué se puede hacer con el amor. O ala de colibrí. O Concha Buika. O Alejandra. O vos. O yo. O.

 
 
 
 
 
 
 
Salsa*
 
La infancia no siempre es feliz pero al menos es verdadera.
Ahora casi no hay olores. Un gran desodorante parece llover desde el cielo e iguala. Las cocinas no muestran el secreto, una salsa que se cocinaba a lo largo de horas abría su esencia en los aromas. Recuerdo el avance nuestro sobre el terciopelo oscuro, ese rojo oscurecido por la carne, con un pancito como arma. Mi mamá se oponía al asalto, había una lucha que ganábamos. En ese tiempo las mamás disponían de tiempo y mientras todos lo elementos largaban sus olores nosotros anticipabamos el gusto. Esos momentos previos, los de la larga cocción, eran como sucede en el amor, quizas los más importantes. Los que alimentan el alma y se extienden hasta acá. Cuando la miga de ese pan rojo hace tanto que se perdió. Las mamás podían dedicarle ese espacio a las comidas porque no trabajaban fuera de la casa. No sé si eso siempre era bueno para los niños, pero seguro era lo mejor para las salsas.    
 
 
*De Cristina Villanuevacristinavillanueva.villanueva@gmail.com

 
 
 
 
 
Un cuaderno negro*

 
*Por Juan Forn
 
Princeton no podía jubilar a Nina Berberova de su cátedra de ruso porque en su pasaporte decía “fecha de nacimiento desconocida” y ella no recordaba cuántos años tenía. Terminaron pidiendo la información a la embajada soviética en Washington, que la derivó a la KGB en Moscú, que informó desconocer de quién le hablaban. Al enterarse, Berberova envió a la embajada el último ejemplar que le quedaba de su autobiografía (cuyas primeras líneas, hoy famosas, dicen: “Así empiezan estas páginas, oliendo aún a tierra húmeda y a moho, como olemos todos los desenterrados”). Lo dedicó a la KGB y lo firmó “Ultima Sobreviviente del Barco de los Filósofos”. En 1922, las autoridades soviéticas habían fletado al exilio, en un carguero alemán, a más de cien intelectuales considerados inservibles para la Revolución. La lista la había armado el propio Lenin. Berberova iba en ese barco. Era menor de edad, se había casado con el poeta Jodasevich para poder partir con él. Creía que Rusia iba en ese barco, que no se podía aspirar a mejores maestros. Berberova quería escribir.
Escribió. En París, mientras Jodasevich languidecía de melancolía por Rusia, ella escribió notas que firmaba con el nombre de él (para poder cobrarlas) en las únicas dos revistas de la emigración que pagaban, hasta que dejaron de pagar. Gorki se apiadó de ellos y se los llevó a vivir a su casa en Sorrento. Gorki se carteaba con los grandes escritores europeos de su tiempo y necesitaba ayuda. Un día llegó una carta de Romain Rolland. Gorki pidió a Berberova que le tradujera: “Querido amigo y maestro –leyó ella–, he recibido en su carta el olor de las flores y el sol. Leerla fue como pasear por un jardín donde los rayos de luz del pensamiento transportan al cielo de la meditación...”. Gorki se irritó. “Pero, ¿qué dice este hombre? Yo sólo le pedí la dirección de Panait Istrati.” Rato más tarde le entregó a Berberova la respuesta para que la tradujera. Decía: “En los últimos años, el mundo camina hacia la luz y sólo quienes avanzan son dignos de recibir el nombre de hombres, en lugar destacado el camarada Panait Istrati, a quien usted, querido amigo y maestro, se refería en una de sus cartas y cuya dirección le ruego encarecidamente me envíe”.
Cuando Gorki se dejó convencer por Stalin y retornó a Rusia, Jodasevich terminó apiadándose de Berberova. Al llegar a París le pidió que le dejara un borscht para tres días y que se fuera, que empezara a firmar con su propio nombre lo que escribía, que lo dejara morir en paz. Ella consiguió una buhardilla en Billancourt, el barrio en las afueras de París donde estaba la fábrica Renault, y allí empezó a escribir unas fabulosas estampas de la vida cotidiana del “París ruso”, que las revistas de la emigración no querían publicarle porque contaban historias como la de los veteranos del Ejército Blanco que trabajaban en la Renault (famosos por tres cosas: su salud de hierro, su insólita sumisión a la policía y su negativa a sumarse a cualquier huelga), la de la Asociación de Ex Francesas (un grupo de institutrices que volvieron arruinadas a París después de la Revolución, luego de invertir todos sus ahorros en rublos zaristas, y pasaban las tardes en torno de un samovar recordando los viejos tiempos) o la de Alexei Remizov, secretario de la revista Problemas (quien en lugar de asistir a las reuniones de redacción prefería quedarse en la habitación contigua, donde acomodaba en círculo los zuecos y galochas de los miembros del comité, se sentaba en el centro y oficiaba una reunión paralela hablando con los zapatos de sus compañeros).
Luego de que un ruso blanco escapado de un manicomio matara a tiros a Paul Doumer, el presidente recién electo de Francia, la situación de los emigrados se volvió insostenible: ya no sólo se les negaba la ciudadanía sino también los permisos de trabajo. “¡Qué hartos estaban de nosotros!”, escribe Berberova en su autobiografía. “No sé qué nos hizo sobrevivir durante aquellos años. Eramos incapaces de leer libros nuevos o de releer libros viejos. Escribir nos producía una mezcla de miedo y repugnancia. Sólo teníamos un deseo: escondernos y callar.” Por esos días, Berberova conoció a un escritor emigrado de su misma generación, que firmaba sus libros “Sirin” para que no lo confundieran con su padre, el político asesinado en Berlín, Vladimir Dimitrievich Nabokov. La empatía fue absoluta, pasaron horas en un bar hablando de literatura hasta que Berberova dijo: “Pushkin se hubiera vuelto loco con Dostoievski. Dostoievski se hubiera desconcertado con Chejov. Y los tres nos despreciarían y se hubieran asqueado de nuestra degradación”. Nabokov se puso blanco, se levantó de su silla y, sin decir palabra, abandonó el bar.
Berberova sobrevivió a la guerra escondida en una granja en el sur de Francia. Volvió a París después de la liberación (caminando, tardó tres días), fue directo a Billancourt, al huerto abandonado que había al fondo del edificio donde había vivido, y desenterró un cuaderno negro que había dejado allí antes de escapar, en 1940. El cuaderno tenía todas sus hojas en blanco. Lo había comprado para escribir su autobiografía. Mientras lo desenterraba, una figura fantasmal se asomó por una de las ventanas; era una conocida rusa de los viejos tiempos, que le dijo desde allá arriba: “No me digas que has vuelto de la muerte”.
Ese cuaderno negro, con sus páginas aún en blanco, llegó con ella al puerto de Nueva York en 1950. Berberova viajó con una sola valija y setenta y cinco dólares en el bolsillo. Nadie la esperaba y no sabía una palabra de inglés. Tardó trece años en conseguir que Princeton le diera a regañadientes unas horas de cátedra a cambio de un departamentito en el campus. Recién entonces se sentó a llenar las páginas de su cuaderno negro. Un día la invitaron a una velada rusa en honor de la condesa Alexandra Tolstoi. Nabokov estaba allí. Ya había publicado Lolita. Era rico, famoso, había engordado, lucía una imponente calvicie y simulaba miopía para no tener que reconocer a quienes trataban de hacer contacto visual con él. En cierto momento, Berberova creyó que la estaba mirando y lo saludó con una inclinación de cabeza. Nabokov ni la registró. Nadie la registró, ni siquiera cuando se fue. La condesa Tolstoi se acercó entonces al escritor y le preguntó si era ella o él también olía a tierra húmeda. “A moho, más bien”, contestó Nabokov, frunciendo la nariz.
Princeton jubiló por fin a Berberova, pero no se atrevió a quitarle aquel departamentito en el campus. Ahí fue donde logró ubicarla el francés Hubert Nyssen, de la sofisticada editorial Actes Sud, que quería publicarle todos sus libros en París. Fue un éxito insospechado. Le dio un estrellato casi póstumo a Berberova: tenía 88 cuando ocurrió y murió cuatro años después. No conozco mejor retrato de la emigración rusa que su autobiografía (Las bastardillas son mías), que cierra con estas palabras de su amado Jodasevich: “En la época en que sucedieron estos versos yo creía que llegaría a ser alguien, pero no he llegado a ser nadie; apenas he llegado a ser”.
 
 
 
 
 


 
 
El raro libro*
Me zambulleron en el azogue del negro espejo y aparecí en un planeta atroz, ininteligible, cuyo solo nombre, Tlón, aseguraba incoherencias.
Una "luneciada" que fluía desde algún río, entre riscos grises, bajaba envolviendo sabánas sin árboles ni pájaros.
Bordeaba ciudades en bruma, collados donde la cópula prohibía engendrar negando su verdadero sentido.
Debía encontrar en Tlón un libro cuya escritura revelaría la verdad.
Buscada ansiosamente desde el fondo de los tiempos por filósofos y necios, sabios y simples, habitantes por miles de años del mundo que existió del otro lado del espejo.
Vague anhelante y asustada entre una sucesión de signos y palabras. No me importo ya encontrar ni el libro ni la verdad. Tlón me resulto el fantástico sueño de un escritor "trasoñado", seguro de remover la imaginación inteligente de cuanto lector lo saboreara.
Salte la onírica frontera del espejo y apoye firme mis pies en la única verdad que confirmo: estoy viva.


*de Elsa Hufschmidelsifumi@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
Lector un día poblado*

Leer es una gracia, habitarse de lo lejano, lo distinto. Leer es una forma de escribir, jugar
con el texto. Pasión  en la belleza de leer con otros. Compromiso, en la lectura interior también estamos acompañados. El lenguaje es de todos, un legado que recibimos y que damos. El lenguaje que es vivo y cambia, regalo del tiempo, que seguirá andando sin nosotros. En el placer de leer están las ciudades, los paisajes, los hombres, las mujeres, los niños, las guerras, lo maravilloso y lo nefasto. Es el poema, los sentidos, los pensamientos. Leer es el silencio, cuando hay un blanco en la página, cuando levantamos la mirada al cielo, cuando la imaginación perfora los techos y surgen las complejidades, lo brumoso, lo cálido. Si tenemos el libro en la mano o adentrado no necesitamos, el permanente ruido de los medios que nos quieren robots. Leer es complejizar,  es  la vida , el eros. La muerte, tánatos, desanda , desarma, simplifica.Leer es un abrigo, el calor de saber que lo que leemos y recordamos estará salvado para siempre de las hogueras de todas las dictaduras.Los libros son compañeros del alma recordar a Miguel Hernandez,  la guerra civil española,  la Lengua de las Mariposas y llorar, llorar, llorar.  


*De Cristina Villanueva
cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
 
 
 
 
***

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